Este hipertexto es un glosario de conceptos que pueden servir para articular las derivas por el escenario de la cultura contemporánea. No tiene intención enciclopédica, sus definiciones son sesgadas e intencionales. Tiene vocación procesual, dista mucho de estar acabado y de poderse acabar, pero puede resultar orientativo (en la misma medida que el disenso) e irá completándose y modificándose con las aportaciones de aquellos que deseen participar en el proyecto.
[Estamos en obras, disculpen las molestias]
No creemos que resulte polémico afirmar que la creación artística (al menos en lo tocante a las artes visuales a las que nos circunscribiremos) se halla en Canarias en un nivel de desarrollo superior a la crítica de arte, una circunstancia que determina que el territorio cultural se halle relativamente poco estructurado intelectualmente: grupos y francotiradores de la cultura desarrollan su trabajo en un ámbito donde encuentran más acogida que eco, que ofrece más oportunidades a la promoción que al discernimiento. Lo que sí sería más discutible es mantener la tradicional distinción creación / crítica. Diluir esta frontera nos remitiría en nuestro diagnóstico a una hipotética negligencia por parte de los artistas (que, encerrados en su creación se olvidan de tomar la palabra para hacerse eco de la situación cultural) o a una falta de creatividad por parte de los analistas (que no perciben la dimensión heurística de su labor). Parece pues lógico que un proyecto interesado en analizar la producción cultural emergente no sintácticamente (en función de los propios parámetros o estructuras de las obras) sino dialécticamente (en función de la posición que ocupan en su contexto político.cultural) se apoye en una cartografía conceptual que, a modo de work in progress, trate de articular y ubicar la creación actual con la colaboración de sus propios agentes.
Mapa conceptual.
Somos conscientes de la imposibilidad de dar cuenta de la totalidad de los múltiples factores que determinan la creación contemporánea. Precisamente por ello se hace más necesaria la cartografía y más disculpables sus errores: el mapa no es el territorio. Somos también conscientes del riesgo de simplificar una realidad tan compleja como la artística al tratar de encasillarla en un determinado espacio que, necesariamente, adquirirá sus características representativas por su relación con los territorios adyacentes. Lo que se presenta es, como el mapa, una herramienta; una herramienta, como los primeros mapas, manifiestamente mejorable a partir de las aportaciones de los viajeros. No pretendemos ubicar lo ya creado, sólo poner sobre el tapete las variables entre las que los nuevos creadores tendrán que ubicar su obra: la bio.grafía no señala un punto en el mapa sino una deriva que permitirá deducir su sentido (de la orientación) de su gestión de los recorridos y los tiempos de estancia. Al fondo del mapa se percibe una red urbana de comunicaciones. No pretendemos situar las creaciones, sino crear trayectos, líneas (que podrán ser circulares o atravesar el territorio transversalmente, conectar con intercambiadores y crear paradas o moverse por las periferias…), orientaciones.
[Mapa]
No suscitará mucha controversia que situemos en el centro de nuestro paisaje el capitalismo en su versión planetaria: la globalización. En torno a ese eje pivota el sujeto y se distribuyen dos grandes territorios mentales y no sólo cronológicos: el de la modernidad y el de la postmodernidad. En el primero se mantiene la expectativa de que una racionalidad (auto)crítica pueda dirimir los conflictos humanos; en el segundo se considera esa expectativa como la última variante refinada del autoritarismo ilustrado eurocéntrico. A su vez, estos dos grandes territorios se encuentran intersectados por otras dos grandes orientaciones: la individualista y la de grupo. La primera considera los derechos sociales como un derivado de los individuales; la segunda pone el énfasis en que la unidad básica de la existencia humana y, por lo tanto, la cifra de su bienestar– es el grupo. Las encrucijadas de estos cuatro territorios generan a su vez los cuatro cuadrantes básicos del mapa: el del individualismo postmoderno (definido por un cierto narcisismo en el marco de la sociedad del espectáculo), el del intimismo moderno (definido por un cierto puritanismo en el marco de la utopía de la autonomía y la emancipación); el del comunitarismo postmoderno (definido por una cierta nostalgia identitaria en el marco del multiculturalismo); y el del colectivismo moderno (definido por un cierto compromiso social en el marco de la confianza en la multitud como sujeto histórico). Claro está que ni la modernidad y la postmodernidad tienen lindes definidos ni en consecuencia fronteras marcadas-, ni tampoco lo individual es la antítesis de lo colectivo (sino, a menudo, su complemento natural), pero este despliegue provisional nos puede ir permitiendo ubicar el resto de los conceptos, incluyendo movimientos artísticos y culturales e intelectuales y artistas de referencia. Grosso modo, cabría decir que en el ámbito del individualismo postmoderno se ubicarían los fenómenos vinculados al desarrollo de la ‘razón cínica’, el interés por los medios, la cultura del espectáculo, los estudios visuales o la influencia tecnológica. En el ámbito del comunitarismo postmoderno se ubicarían los fenómenos, con orientación antropológica, ligados al multiculturalismo y el postcolonialismo, el encanto exótico de las periferias, el renacer de las identidades o el elogio de las diferencias. En el territorio del colectivismo modernista se ubicarían las prácticas activistas y participativas, con orientación sociológica, derivadas de las neovanguardias de los 60 y 70 (y a su vez de las vanguardias de principios del XX) , la preocupación por el deterioro del espacio público, el territorio o la injusticia social. Y, finalmente, el espacio del individualismo modernista lo ocuparían las prácticas micropolíticas vinculadas al gobierno del yo en clave narrativa e intimista. Insistamos: los territorios no son estancos y se pueden poner en relación mediante un recorrido. Otros conceptos (como el de poder o ciudad) se expanden por varios ámbitos, así como la influencia de pensadores o artistas de la importancia de Foucault o Broodthaers.
No todos los problemas del mundo actual son de naturaleza estrictamente cultural (el cambio climático, la deuda externa, los residuos sólidos, las pandemias…) no obstante, casi todos ellos tienen un trasfondo que los vincula a los hábitos, modos de vida y practicas de subjetivación de los habitantes de la aldea global. La vieja separación marxista de estructura (económica) y superestructura (cultural) no tiene vigencia alguna: por un lado el motor de la economía es el ocio y el consumo ‘suntuario’ de imagen prêt-à-porter; por otro, el reconocimiento cultural está ligado a la capacidad adquisitiva. En ese contexto en el que el espíritu se mercantiliza y la producción se estetiza y en el que el uso de laca del pelo orada la capa de ozono que protege el planeta no tiene demasiado sentido marcar las fronteras entre lo público y lo privado. Partimos de la convicción de que los problemas culturales del siglo XXI serán, como dictaminara Foucault, bio.gráficos y demo.gráficos, es decir, cómo definir, dibujar una vida y un pueblo, una colectividad. Plantear la subjetividad individual y el colectivo como problemas implica situarse en un horizonte tardomoderno: después de la crisis del sujeto y la conciencia, la identidad y la comunidad. El problema se podría plantear mediante la pregunta ‘¿qué podemos ser ahora que hemos conseguido no ser nadie?’, una formulación que presenta una modernidad inconclusa: tras una primera fase desconstructiva que desfondó todas las convicciones dogmáticas, los destinos providenciales y los atributos de la identidad (primera fase que tiene aún mucho por hacer en buena parte del planeta y que encontrará numerosos abscesos de nostalgia en los territorios ya ‘urbanizados’) no podemos contentarnos con solazarnos en el desierto del nihilismo y adaptarnos a su proliferación convertida en espectáculo; hay que reconstruir, con los restos de naufragio, un conjunto de criterios, contingentes y civiles, que permitan habitar la incertidumbre y hacerla sostenible. La ‘aldea global’ no sólo designa la extensión planetaria de lo profano sino también el paralelo retorno nostálgico de lo sagrado. Para realizar proposiciones que doten de contenido la segunda fase de la modernidad en este contexto sincrético creemos que conviene tomar en consideración varios de los conceptos que aquí se desarrollan.
La ansiedad implícita en la “estética accionista” socava el valor biográfico de las actuaciones que permiten colegir una orientación en el escenario de la historia y reconocerse en un relato al margen de atributos esencialistas y distintivos cortoplacistas. Porque somos lo que hacemos, pero con frecuencia acabamos haciendo lo que haría el que creemos que somos. Cuando proyectamos nuestros actos en la imagen del individuo que creemos que merecería la pena ser, la identidad se trasciende, como quería Taylor, en una orientación en el espacio moral: lo que hacemos nos significa y esa significatividad le trasmite sentido a la vida misma.
No es cierto que el conocimiento de la historia prevenga su repetición, pero nos hace conscientes de que las cosas no siempre fueron del mismo modo (y de que, en consecuencia, pueden dejar de ser así). El niño no puede distanciarse de la actualidad (no conoce alternativas reales o ideales), por lo que vive el estado de cosas vigente como si perteneciera al orden de lo natural (y sus normas como leyes naturales). La ilustración perseguía la superación de la minoría de edad del género humano, la vinculación postmoderna de su proyecto con un eurocentrismo patriarcal insostenible, unida a la crisis de la mentalidad burguesa que basaba la competencia en la adquisición de experiencia (y la realización en la adquisición de sabiduría), determinan que la desorientación moderna cale en unos padres que fluctúan entre la creencia (inercial) de que la cultura (el cultivo) produce prosperidad y la percepción de que el desconocimiento (la identificación de educación y capacitación o la mera inconsciencia) favorece la adaptación a un orden dado como segunda naturaleza. La adolescencia, es decir, la carencia de distancia respecto a la actualidad y el propio ego, se ha convertido no sólo en un mérito curricular -en una economía postfordista que privilegia la ausencia de planteamientos, nudos y desenlaces y basa el reconocimiento en el cultivo de una imagen narcisista-, sino en una receta psicológica para sobrevivir al fin de la historia (a la actualidad prepotente de un platonismo invertido espectacular que convierte los hechos en fuentes de derecho).
La emancipación ha entrado en crisis como objetivo no sólo intelectual (la correspondencia infantil entre el universo conceptual y el corte epistemológico convierte la adaptación en un hecho indoloro e incluso jubiloso) sino socioeconómica (los salarios bajos y los contratos temporales impiden abandonar la casa del padre y adquirir compromisos, lo que convierte el sueldo en una paga consecuentemente orientada hacia el consumo cortoplacista de chucherías y las relaciones personales en citas). Por otra parte, el culto a la imagen abunda en el desprestigio de la madurez (identificada con la inflexibilidad propia de la convicción). Las canas merecen tan poco respeto como la experiencia o la sabiduría. El padre, amenazado por la obsolescencia laboral que le obligado a un constante reciclaje, ya no dispone de la cobertura burguesa que proporcionaba autoridad a su ausencia; con el lastre de mala conciencia patriarcal sobre sus espaldas consiente al hijo no sólo porque no tiene certezas que trasmitirle sino porque desea ser su colega. El cuarentón con vaqueros aspira (con cirugía si hiciera falta) a la condición de adolescente honorario. La vida pública se rejuvenece y convierte la responsabilidad política del ciudadano en exigencia del consumidor en el marco del derecho personal a la realización. En la cultura del espacio el padre enseñaba a su hijo las canciones que aprendió del abuelo (canciones que desconocían en el país vecino), en la cultura del tiempo el padre aprende la canción de moda de su hijo, que la comparte con todos los miembros de su generación de un lado al otro del mundo. Esta inversión de la autoridad está en la base de esa mezcla de procacidad pornográfica e ingenuidad, de candor y seducción, de morbo, resabio y simpleza que caracteriza la cultura del chiste fácil y el golpe ingenioso (que se ejercita en el diálogo cuasionomatopéyico de los locales estruendosos). El sistema escolar norteamericano comprendió pronto que para vender coches de segunda mano no hacía falta saberse los afluentes del Ebro y que la sobrecapacitación produce primero fracaso escolar y después frustración. La destrucción de la comunidad y la pérdida de prestigio de la alternativa ilustrada (el canon cultural compartido) determinan que la cultura del tiempo no disponga de más campo de indicación que la actualidad, por lo que la imagen (cfr. Alegoría) debe establecer un orden de relación in.mediato y la interpretación debe desvincularse de la formación. De este modo la cultura de los países incultos (adolescentes) sirve de alternativa postmoderna al elitismo de una Europa decadente y atenazada por la mala conciencia de sus arrugas.
…conecta cualquier punto con otro punto cualquiera, cada uno de sus rasgos no remite necesariamente a rasgos de la misma naturaleza; […] No está hecho de unidades, sino de dimensiones, o más bien de direcciones cambiantes. […] Contrariamente al grafismo, al dibujo o a la fotografía, contrariamente a los calcos, el rizoma está relacionado con un mapa que debe ser producido, construido, siempre desmontable, conectable, alterable, modificable, con múltiples entradas y salidas, con sus líneas de fuga… (Deleuze y Guattari, Mil Mesetas).
Este «pensamiento rizomático» fijará su atención menos en los entes individuales que en los acontecimientos, fortuitos y aleatorios, que problematizan el hábito de contemplar la realidad bajo el prisma de pares bipolares (cuerpo y alma, historia y naturaleza, bueno y malo…) y ponen en relación cuerpos e ideas mediante un procedimiento que tiene menos que ver con la filiación y la causalidad que con las alianzas y los contagios. El «engrudo» capaz de superar las categorías dicotómicas y establecer relaciones entre elementos heterogéneos es el agenciamiento, una noción, más amplia que la de estructura o forma, que Deleuze y Guattari proponen como unidad mínima de la significación -en lugar de la palabra, el concepto o el significante- pues designa la «lógica» imperceptible que atraviesa los cuerpos, las ideas y los referentes haciéndo plausibles sus relaciones.
Quizá cabría poner este concepto en relación con la visión pragmática del lenguaje defendida por Wittgenstein que afirmaba que el significado de las palabras y los enunciados derivaba de su uso, es decir, que las relaciones (que transmiten la sensación de ser) coherentes entre las palabras no se deducen de una lógica interna del lenguaje sino de reglas vigentes en determinados «juegos de lenguaje» que no están determinados, por su parte, por la esencia de los significados sino por «parecidos de familia».
¿Podríamos colegir que el sentido, es decir, la sensación de coherencia y sensatez que nos transmite un comportamiento o un enunciado, deriva de la existencia de un espacio mental compartido que hace plausibles determinadas afinidades (y hace inconcebibles otras)? De ser así, cabría pensar el agenciamiento en términos territoriales, como una geografía de los accidentes que pueden ser recorridos en un trayecto vital o mental con.sentido (sentido que depende del consentimiento no explicito de los participantes en un juego de lenguaje).
Todo agenciamiento es en primer lugar territorial. La primera regla concreta de los agenciamientos es descubrir la territorialidad que engloban, pues siempre hay una. (Deleuze y Guattari, Mil Mesetas).
Ahora bien, ese territorio si no estructurado sí puesto en relación por un pensamiento rizomático ¿sería el resultado de un agenciamento o más bien el agenciamiento sería posible en virtud de la existencia de ese territorio? Convendría entender que el postestructuralismo interpreta las estructuras institucionales, administrativas, sociales y políticas, como relaciones entre significados y juegos poder, es decir, entre realidades, lenguaje, construcciones sociales, historia(s) y sujetos que generan vectores de influencia que nos permiten actuar y limitan nuestros actos, nos reprimen, nos constituyen y nos permiten disentir en juegos constantes de territorialización y desterritorialización.
Los agenciamientos son de dos tipos: agenciamientos colectivos de enunciación (que remiten a los enunciados, al régimen vigente de los signos, fijan atributos a los cuerpos los recortan y los resaltan) y agenciamientos maquínicos de los cuerpos o de deseo (que constituyen las máquinas sociales).
Los borrachos de Velázquez o aquel nocturno de Magritte en el que luce el sol son imágenes metafóricas: la recreación académica del tema mitológico del triunfo de Baco contrasta con la realidad social de la España del XVII. Esta fractura entre la realidad y el aparato conceptual que pretendidamente debería servir para representárosla permite que accedan al plano de la representación personajes ‘obscenos’ (fuera de escena). Pero buena parte de las obras de arte son alegóricas: enunciados coherentes contrastan dialécticamente con un estado de cosas que opera como campo de indicación por relación al cual el espectador puede inferir un mensaje.
Para instalarse en la memoria (y adquirir así dimensión simbólica) nos seduce a través del gusto, que el espectador debe compensar con una valoración sobre el lugar que le obliga a ocupar la apreciación de la obra.
Puede tener complejidad, calidad e interés, pero su utilitarismo le impele a ‘utilizar’ los recursos del arte modernista privándolos de la dificultad en la que se basaba su contenido emancipador y separándolos de su contenido dialéctico. Es un arte mimético (favorece la identificación del espectador y no su revelador), representativo, imitativo, indoloro, extrovertido, práctico, interesado, efectivo, heterónomo y, por todo ello, perfectamente coherente con el sistema en el que se desarrolla. Esa identificación con el orden de cosas efectivo (en la que se basa su eficacia) le impide plantear resistencia y le hace con conformista. En contra de lo que piensas sus detractores más radicales es obvio que su consumo exige actividad intelectual y que no inhibe el deseo, pero el que suscita, por su propia lógica, se canaliza hacia el espectáculo y se satisface dentro de la lógica del sistema, no plantea pues necesidades de cumplimiento incompatible, dificulta la articulación consciente de los intereses y la vinculación del consumo con finalidades concretas (con el valor de uso del valor de cambio). No hace referencia a géneros sino a orientaciones productivas y formas de consumo (no puede afirmarse que todo el cine, el cómic o la televisión sea o se consuma como arte de masas, igual que tampoco puede pensarse que toda la escultura sea arte ‘elevado’).
Es un arte afirmativo, conformista, conservador y elevado que define el estatus cultural. Aprovecha los avances formales ya consolidades del arte, depotencia su dimensión dialéctica o política y la convierte en fuente de un disfrute intelectual distintivo. Presume que (el consumo privado de) la (alta) cultura mejora a la gente, tanto en lo relativo a la realización de su personalidad (al margen de los conflictos públicos) como a su capacidad productiva y sus expectativas de estatus, vinculadas ambas a la escolaridad. Convierte la autonomía que reclamó la república para una institución arte independiente de los dogmas reaccionarios del clero y el antiguo régimen en una frontera insalvable entre las energías dialécticas del arte y la esfera pública en la que su reorientación del foco de interés adquiere su verdadera dimensión. Sugiere un arte voluptuoso para una vida ordenada.
Es el último reducto de la cultura considerada como instrumento para la autonomía del individuo, pues permite la lectura sosegada de unas construcciones culturales densas extraídas del ‘panorama de batalla’ en el que surgieron. Produce disenso sin exclusión: dado que no hay ni habrá otro mundo, la autonomía modernista se identifica en este caso con una conciencia moderadamente apesadumbrada y autosatisfecha de esta circunstancia. Aquí la “muerte del arte” no se identifica con la autoinmolación (al servicio de la política transformadora) sino con la capacidad de observación e interpretación: plantea un disfrute un poco necrológico del arte ligado a unas formas contrehegemónicas que ya han sido asumidas por la institución y han demostrado su incapacidad revulsiva auque conservan buena parte de su ‘calidad’ y dificultad demostrado su operatividad como instrumentos para el ejercicio del espíritu. Depende de la fe descreída y abnegada de su interlocutor: la negatividad modernista se ha convertido, como era previsible, en mercancía, pero debajo del artefacto late aún el potencial del objeto esperando una lectura atenta. Una vez que el espectador ilustrado entiende que ni siquiera el artefacto es capaz de proporcionar el reconocimiento limitado ligado al coeficiente de dificultad intelectual y reposa su mirada en una nueva corriente tardomoderna, la anterior se convierte en arte pequeño-burgués, sale de los circuitos del interés y se convierte en un mero objeto de lujo. En todo caso es, como el arte moderno “objetualista” y no “performativista”, siempre es arte y no vida, pero aspira a ser una mercancía que produzca conciencia.
La vinculación vanguardista de la superación de la institución arte (y su autonomía) con la superación de la sociedad burguesa sólo era sostenible como subproducto de su propia indefinición política. El desarrollo de la mentalidad burguesa propició la superación de la segregación arte-vida con la estetización de la vida cotidiana en la sociedad de consumo. Y esto no parece haber contribuido mucho al advenimiento de una sociedad sin clases y ni siquiera a la emancipación del individuo. La pérdida de elementos de mediación cultural terminó con la fusión efectiva de todos los criterios de valoración en el mercado (en el estadio más bajo de la demanda). En Estados Unidos la herencia cultural no había jugado ningún papel en la legitimación de la dominación burguesa hasta, curiosamente, el Expresionismo Abstracto (que se convirtió en paradigma del accionismo desmemoriado carente de complejos y de la libertad norteamericana frente al realismo nazi y soviético y, por ello, en objeto codiciado por lo nuevos ricos, que legitimaban doblemente su situación de privilegio): la negación de la cultura de la distinción se convierte así en mecanismo de distinción al mismo tiempo que esa distinción dejaba de exigir formación para hacerse prêt-à-porter (ya no había que cultivarse, bastaba con consumir cultura). De ahí que el neo.dadaismo pop y el ‘neo,suprematismo’ minimal operaran en la tardovanguardia como reacción a la supuesta vanguardia (el expresionismo abstracto o la abstracción lírica) convertida en arte pequeño-burgués. Al ser un fenómeno norteamericano (o determinado por su influencia), una sociedad que jamás creyó sinceramente en la capacidad del arte para transformar el mundo (esta creencia formaba parte de la herencia burguesa de la vanguardia), la tardovanguardia ya no se pone al servicio de una vanguardia política: a partir de los 40, política y arte de vanguardia corren por caminos ajenos, aparece entonces el arte neovanguardista.
Aunque conviene distinguir el objeto estético del proceso que cataliza y del que depende su interés; no obstante, desde mi punto de vista, el término ‘objeto estético’ no es muy afortunado: la estética, al fin y al cabo, no deja de ser una parte de la filosofía, y la filosofía, al fin y al cabo, está por naturaleza consagrada a la búsqueda de la Verdad, una Verdad con mayúsculas que sólo se revela al ojo desinteresado: si, en el camino hacia las cosas, no nos “liberamos” de nuestros intereses y circunstancias cometeremos una y otra vez la equivocación en la que incurre la retórica: esta no trata de evitar el error encaminándose hacia la verdad sino hacia el acierto, un acierto necesariamente parcial, circunstancial, eventual, funcional, es decir, falso. A la retórica no le preocupa tanto la corrección como la pertinencia; y, sin embargo, según hemos planteado, el interés del ‘objeto estético’ no sólo señala una instancia externa al artefacto, sino que implica la pertinencia de sus consecuencias sobre una conciencia y en una situación comunicativa marcada por sus circunstancias históricos, sociales y culturales. En consecuencia, la obra moderna debería considerarse un ‘objeto retórico’.
Sugiere un arte ordenado para una vida ordenada.
El procedimiento de la descontextualización (que podía realizarse mentalmente por ejemplo mediante la nunca desarrollado disciplina de la ‘pintura comparada’) se formalizó con la práctica de la instalación, y la desauratización se puso en relación con las tecnologías de la imagen. Pero, en contra de lo que se cree, el aura artística está ligada con el aquí y el ahora y no desaparece con la reproductivilidad sino que, en rigor, aparece con ella. Sólo desde que podemos bajarnos Las Meninas de Internet, llevar las cuevas de Altamira a Madrid, el Puente Rialto a Las Vegas o meter a la sinfónica de Chicago en el CD del coche, se hace imprescindible reclamar el aura de lo auténtico. Benjamin decía que el aura era una cuestión topográfica: si algo viene a ti no tiene aura, si tú vas a ello la recupera. Cada día resulta más evidente que los objetos artísticos se perciben en su verdadera dimensión en el catálogo y no ‘en directo’, esta conciencia pone en peligro el valor fetichista del artefacto y el turismo aurático que genera, de ahí que la pintura, fácil de bajar de la red, se desprecie, paradójicamente, por aurática, para promocionar ‘instalaciones’ de todo tipo que reeditan el culto al aquí y el ahora. La instalación no tiene un punto de vista único, no puede fotografiarse, sus dimensiones sinestésicas no pueden filmarse, hay que ir a verla en su manifestación y utilizar la documentación sólo para recordar su presencia. El bienalismo es la nueva herramienta de la industria del aura para despertar la mala conciencia de los que no podemos pagarnos el vía crucis cultural, y alentar la sensación de que la sensación de banalidad es debida a que nos hemos perdido algo. El copyright, que impide que accedamos a la mayoría de las obras supuestamente ‘antiauráticas’, cuya naturaleza es precisamente su reproductibilidad, es otro patrocinador del parque temático del aura.
En la postmodernidad, la crítica institucional y los estudios culturales pusieron en evidencia los vínculos de ese canon con las relaciones de poder propias de la cultura burguesa y eurocéntrica. En lo sucesivo, el análisis de la obra se sometería al dictado de la pragmática para incluir en su estructura sintáctica las condiciones sociopolíticas en las que adquiere la consideración de tal. Como habían advertido los modernistas, la pérdida de autonomía del arte ha puesto en serio peligro de extinción uno de los últimos espacios en los que el valor no dependía del precio o la eficacia (cfr. Escenografía). La crítica institucional a la autonomía estética tiene su correlato en el plano de la subjetividad: allí donde el sujeto se defina en términos voluntaristas y humanistas como agente autónomo unitario, como autor, fuente de autoridad y significación, la postmodernidad denunciará su condición de construcción social dependiente de posiciones de sujeto.
La autoproducción no escapa al efecto rebote pues, sobre todo, lo que ahorramos al hacernos un yogur es dinero. Si lo invertimos en un viaje de vacaciones, sobrecompensaremos el efecto beneficioso. El tiempo de fabricación del yogur habría que detraerlo del trabajo asalariado para que disminuyera la renta disponible. En ese caso, también disminuiríamos la distribución de renta a través de un trabajo (vender yogures autoproducidos) integrado en la economía de proximidad y nos haríamos más autárquicos.
El término viene a sustituir al de ‘felicidad’, demasiado incierto, subjetivo, edulcorado, incluso sentimental y ligado a una cierta pérdida de conciencia crítica. Por su propia vocación prosaica el término bienestar cae con facilidad en las redes del materialismo y se convierte en un elemento base del imaginario del crecimiento. Afirmar que los niños pobres son felices resulta cínico, demandar para ellos mayor bienestar ayuda a orientar su modo de vida hacia el desarrollo, lo que, con frecuencia, convierte la pobreza en miseria y desestructura las economías de proximidad. El término «sociedad del bienestar» define los territorios donde el desarrollo de la economía convive con un conjunto de limitaciones, dentro de un régimen de libertades, orientadas a asegurar unos estándares de calidad de vida de los ciudadanos mediante la intervención estatal en materia de política medioambiental, social y, más en general, de calidad de vida. Requiere pues indicadores para ese concepto de calidad. Los modelos liberales entienden que esta intervención amenaza la libertad y genera un gasto público que pone en peligro la misma eficacia del sistema, que por su propia dinámica puede asegurar los recursos de los ciudadanos sin entrar a definir su concepto de bienestar y calidad de vida. Su perspectiva cortoplacista no entra a valorar la incidencia de su dinámica en la preservación de recursos no renovables con presunta incidencia en la calidad de vida como el paisaje o la calidad del aire. Tras la crisis de la mentalidad burguesa, el bienestar ha dejado de enmarcarse en un paradigma social para hacerlo dentro de un criterio personal. La privatización del reconocimiento evita el conflicto en beneficio de la tranquilidad y la inhibición (cada cual a lo suyo): el mundo ya no es un tablero de juego (político) sino el escenario de mi despliegue y desarrollo personal, en consecuencia, el bienestar no es objeto de reivindicación política (de igualdad de oportunidades) sino una responsabilidad personal. El éxito no hace referencia a metas externas o la promoción social, sino a un sentimiento personalizado. La crisis de la sociedad del bienestar tiene menos que ver con el vaciado de las arcas públicas que con la incapacidad para representar ese bienestar mediante imágenes que, a diferencia de las que nos proporciona la publicidad, no resulten incompatibles con la posibilidad de alcanzarlo y mantenerlo a medio plazo; con la creación de necesidades que desmientan la supuesta capacidad de la economía de libre mercado para satisfacerlas.
La economía clásica se representa como el encuentro puntual de productores (también productores de trabajo) y consumidores (también consumidores de trabajo) en el mercado. Aparentemente, por una especie de darwinismo económico, la actuación egoísta de estos agentes convergerá en beneficio mutuo: siempre habrá alguien dispuesto a satisfacer la necesidad de alguien con una relación calidad precio competitiva, que siempre será demandada. Este acuerdo fija los precios que, multiplicados por los intercambios, nos dan el PIB, indicador básico de la economía. La bioeconomía se representa como un sistema de transformación de energía y materiales en productos y servicios útiles y en residuos. No analiza el encuentro miope de intereses en una determinada situación sino los resultados del mismo en un escenario prolongado en el tiempo.
La obra de arte tiene vocación de permanencia, es un enunciado que se emancipa de la voz de su emisor y, en consecuencia, de su campo de indicación. Actúa como si ella misma fuera nuestro interlocutor y su potencial alegórico latente permite deducir contrastes dialécticos con diferentes contextos y, en consecuencia, diversos mensajes. Pero para recibirlos, exige del interlocutor la reconstrucción previa mediante el estudio del campo de indicación que formaría parte estructural del contenido latente de la obra incluso antes de iniciar el trabajo de inferencia del mensaje (antes incluso de resolver el conflicto conceptual que nos plantea la alegoría debemos percibir un enunciado coherente como tal alegoría). Esta inducción al esfuerzo interpretativo es el contenido formativo del arte del que la literalidad de la in.mediatez nos exime. Conviene entender que la ‘interpretación literal’ (una catacresis, dado que literal es el enunciado pero nunca la interpretación, que presupone el establecimiento de una relación inferencial entre dos elementos heterogéneos: un enunciado y un mensaje) no implica respeto al enunciado sino falta de colaboración con él (escasa disposición a recoger la cocina cuando escuchamos ‘estoy muerto’ generalmente ‘muerta’-).
En el plano de la subjetividad el capitalismo triunfante o postburgués se define por una miopía que obliga a considerar las perspectivas humanas y laborales a corto plazo. Si en el capitalismo burgués, la bio.grafía se inscribía en un relato (‘por.venir’) con sentido enmarcado en escenarios institucionales estables, en la época del empleo cambiante y la movilidad laboral y sentimental la vida se improvisa. En consecuencia, la ‘competencia’ de un yo tan flexible como el sistema se identifica con la capacidad de adaptación a relaciones novedosas de baja intensidad. La experiencia y la vocación (la valoración del trabajo como fin en sí mismo al margen de su cuantificación en capital) pierden importancia en relación a la juventud, que no hace referencia tanto a una edad cronológica como mental. En un mundo donde el Estado ya no protege el temor a la inadaptación (nueva fuente de exclusión social) se traduce en un paradójico narcisismo vinculado a una constante re.modelación y reciclaje (educación permanente) basado en la renuncia a proyectos a largo plazo vinculados a gratificaciones postergadas y a recuerdos o relaciones comprometedoras y compromisorias.
Cuando no se puede representar, es decir, cuando no se puede establecer una relación fija (no ideológica) entre un significante y un significado al margen de un contexto concreto, el sentido y el valor de las obras y el obrar adquiere carácter relativo, cartográfico (como el paisaje sentimental, físico o social- ya no puede representarse -su complejidad no puede identificarse ideológicamente con un punto de vista monofocal- se cartografía). La cartografía parte de la convicción de que el mapa no es ni pretende suplantar el territorio, no tiene pues dimensión simbólica, ni trascendente ni profunda, es un plano. Hace también referencia a la desorientación del individuo contemporáneo, a su deriva y a la pérdida del punto de vista exterior a los acontecimientos. En este escenario las obras y el obrar adquieren carácter relativo, cartográfico. La actuación se convierte en una toma de postura, la definición de un lugar que, una vez señalado, altera la propia topografía en la que se inscribe y exige por ello una constante resituación. De ahí que el sentido (de la actuación) cobre un carácter espacial y se convierta en sentido de la orientación, en un modo de hacer derivar un orden de cosas hacia otra dirección. En este paradigma cobra importancia la toma de posición local, la ubicación: entender un significado es reconocer su lugar dentro del sistema, la posición que ocupa una imagen, un objeto o un acontecimiento en relación a los discursos políticos, estéticos, geográficos o institucionales. El lugar es siempre un lugar discursivo.
Hoy no sólo es que las obras de arte traten sobre la ciudad, es que se han hecho urbanas: han abandonado la expectativa de inscribir su identidad estable en el destino de una comunidad orgánica y luchan por hacerse un hueco eventual entre el tráfago de las opiniones y las miradas desatentas. En el marco teórico de la pragmática que desequilibra la relación fondo-figura al inclinar definitivamente la vieja tensión entre el yo y sus circunstancias hacia este último extremo, la ciudad se convierte en continente y contenido. No hay imagen abarcable de metrópolis que nos permita cartografiarla de manera estable; cualquier promesa de reconciliar el yo y sus circunstancias, lo uno y lo múltiple, lo que es y lo que debe ser, lo necesario y lo contingente, lo esencial y lo devenido… es pura ideología; tampoco existe un núcleo de identidad esencial que pueda sustraerse al espacio del intercambio y el reconocimiento, pero esta realidad no hace menos perentoria, sino más, la necesidad de volver a replantear el problema de la relación fondo-figura. Sin el contrapunto del sujeto, el predicado se convierte en pura acción sin beneficiario y la ciudad se convierte en una segunda naturaleza sometida al darwinismo social. Urbanizar no tiene sólo que ver con acabar con los dogmas naturales, tiene también que ver con aprender a vivir en esa comunidad en la que nadie tiene nada en común, con ejercitar una mínima capacidad narrativa para vincular lo acaecido y jerarquizar lo sucedido, tiene que ver con aprender a digerir los residuos sólidos de la modernidad.
El abaratamiento de la construcción de objetos a costa de la destrucción de los sujetos sotierra la pérdida de protagonismo del individuo bajo una montaña de productos “personalizados”: el mercado (también el del arte) nos procura identidades prêt-à-porter, materiales o ideológicas, que sacian nuestras necesidades inmediatas de adquirir un look o de pertenecer a una comunidad sectaria, pero, desde luego, no nuestras necesidades radicales, relativas a la posibilidad de construir un recorrido vital que implique la recuperación de la agencia. La autonomía se confunde hoy con la libertad de consumo: se escoge pareja, amigos, bienes, ciudad, imagen o figura dentro de un catálogo amplio de entrega inmediata y pago aplazado incompatible con la dilatada inversión en un verdadero estilo de vida. El consumo disuelve la vida pública, basada en la gratificación aplazada, al convertir al ciudadano en un consumidor impaciente.
Determinar el modelo sería muy sencillo si discriminar entre las copias buenas y las malas no fuera tan difícil. La «buena» no es «parecida» al modelo -no buscamos las semejanzas que nos puede proporcionar la percepción- sino espiritualmente análoga al ser (una cosa merece un nombre, una identidad, sólo en la medida en que participa del ser del modelo: uno merece ser llamado canario no si parece canario o si aparentemente o accidentalmente lo es, sino si participa de la esencia de lo canario). En el fondo, como no podía ser de otro modo, esa analogía profunda que nos convierte en legítimos representantes de lo que somos está custodiada por el mito: del ser y el modelo al que nos debemos (parecer) no tenemos noticia desde que nacemos. En última instancia, Platón sólo puede distinguir a los pretendientes en función de un criterio mítico basado en lo que sus almas pudieron conocer de las ideas antes de su encarnación, es decir, en función de su linaje, de lo que uno ya era antes de ser nada (ni que decir tiene que este es el criterio aristocrático que la modernidad vino a poner en duda al postular que uno será lo que sea sólo después de no ser nadie). El problema al que se enfrenta la filosofía clásica -y, en general, la metafísica- es en realidad bien diferente al que en apariencia se plantea: a la postre, no consiste en determinar el modelo y su relación con su copia, sino en discriminar entre las buenas y las malas copias a partir de la exclusión del otro. En realidad, lo que se busca con el contraste de copias no es más que «gente de buena familia», de casta. El modelo será, en consecuencia, lo castizo: se trata de identificar a la “madre idea” a través de sus vástagos legítimos diferenciándolos de los simulacros.
Intelectualmente, es el ‘pensamiento único’ de nuestra civilización: sindicatos y patrones, políticos de izquierda y derecha y ciudadanos lo citan como indicador de forma mecánica, ¡hasta el punto de que los problemas provocados por el decrecimiento se tratan de solventar recurriendo al crecimiento (nuevas tecnologías, nuevos recursos, gasto público en infraestructuras, aumento del crédito…). Esta disposición a producir y tener más con independencia de qué, es nuestra teleología y, casi, nuestra teología, el referente de nuestra felicidad y el indicador de nuestro éxito profesional, personal y social. No sólo el imaginario del capitalismo sino su propia dinámica depende de él, se estanca con crecimientos inferiores al 2%, lo que supone multiplicar por 18 el PIB en un siglo y por 550 en dos. Este indicador del éxito podría pues considerarse el indicador del fracaso de un sistema incapaz de controlar su propia dinámica, que depende de unos recursos que no genera.
Hoy, el progreso no es la solución sino el problema, y el listado de las catástrofes sociales, por ejemplo, ecológicas, no sólo es bien conocido sino asumido. Más incluso, comercializado. La ‘concienciación’ se ha convertido en un instrumento publicitario al servicio de la dinámica que pretende superar. Una lógica que, en el marco del bio.poder, ha calado hondo en nuestras conciencias, perfectamente apercibidas pero neutralizadas por la dinámica de la economía de mercado. En el arte, la crítica se ha convertido en una actitud retórica con enorme capacidad promocional en los circuitos institucionales (la ‘crítica institucional’ ha dejado de ser una crítica a lo instituido para convertirse en una crítica institucionalizada). Hoy, en palabras de Félix Ovejero, ‘para que un ideario cuaje en acciones se requiere: a) que los problemas se perciban; b) que la percepción se acompañe de la posibilidad de actuación; y c) que la actuación resulte interesante para quienes han de realizarla’. En definitiva, la conciencia crítica sigue siendo indispensable pero insuficiente si no combina su ‘negatividad’ con una acción propositiva acompañada, además, de la ‘promesa de felicidad’ que, durante décadas, fue despreciada por el mundo del arte.
No es un modelo o una receta económica prêt.à.porter, es más bien, en palabras de Latouche, una ‘palabra.obus’, un slogan con implicaciones teóricas que simboliza la disposición a escapar de la adicción al productivismo. El propio Latouche propone llamarlo a.crecimiento, por analogía a a.teismo, para aludir a su principal contenido: el escepticismo con respecto al imaginario dominante del crecimiento económico que identifica bienestar con bientener. No obstante, aborda técnicamente y de modo realista el principal problema de la humanidad a medio plazo: los límites del sistema que articula nuestras actividades y nuestras mentalidades. El decrecimiento es inevitable: el acercamiento del continente africano a niveles de desarrollo y consumo no ya norteamericanos sino simplemente canarios, exigiría más recursos de los que dispone el planeta. En conclusión: o legitimamos un diferencial a todas luces injusto o trabajamos la convergencia en dos frentes: el crecimiento de los países subdesarrollados y el decrecimiento de los desarrollados. La única alternativa es abordar este problema con previsión y de manera racional y programada o esperar a que el propio colapso del sistema imponga sus limites por la vía de la catástrofre. No obstante, es cierto que, hoy por hoy, no se dispone de ese programa. Como afirma Latouche, el decrecimiento no se propone como una alternativa realista en la medida en que tal cosa es antinómica: toda verdadera alternativa choca contra el paradigma de define nuestro concepto de lo real. El decrecimiento es tan utópico como inevitable, su misión es operar de manera eurística como un elemento de contraste dialéctico que desplace pie firme de nuestro paradigma de lo real para abrir espacios mentales opacados. No es un ideario ni una estrategia concreta, sino una idea fuerza que arracima diversas acciones locales y parciales en torno al objetivo común de hacer ver el sinsentido del crecimiento por el crecimiento y las posibles alternativas colaborativas a la colonización mental de la economía de mercado. Quizá porque el deterioro social sea menos evidente (no menos real) que el deterioro ambiental, el decrecimiento suele poner el acento en los problemas ecológicos. Pero el decrecimiento no puede entenderse como una solución a los límites físicos del crecimiento (esto le convertiría en una vertiente del ‘desarrollo sostenible’) sino como un proyecto político complejo que apuesta por una nueva manera de entender el desarrollo de los sujetos y las colectividades al margen del imaginario de la producción-consumo, que tendría sentido incluso si el crecimiento no tuviera límites físicos. Ni todas las áreas geográficas, ni todas las actividades deben decrecer, sólo aquellas que superan el máximo rendimiento sostenible y degradan la condición humana o afectan al bienestar colectivo. Podría seguir creciendo el nivel cultural, el educativo, el del conocimiento fundamental, del deporte de base, de las relaciones humanas… Como llevamos siglos identificando mecánicamente crecimiento y bienestar (a pesar de que hace décadas que el deterioro ambiental incluído el ecosistema sociolaboral- hace indefendible el imaginario economicista de que más es mejor) la sola mención del decrecimiento causa pavor en unos ciudadanos que no encuentran otra forma de respetarse a sí mismos y cifrar su bienestar que el consumo suntuario. Y ahí es donde tanto el problema como la solución adquieren dimensiones culturales a menudo poco desarrolladas en el propio ideario del decrecimiento. La obesidad no se combate desarrollando inhibidores de la acumulación de grasas, ni las enfermedades coronarias mejorando las técnicas de by-pass, ni los accidentes de tráfico con cinturones con pretensores y frenos ‘abs’, sino caminando más y cogiendo poco un coche mucho menos potente. Una solución sencilla que, al mismo tiempo, evita el cambio climático, el consumo de energías no renovables, la proliferación de infraestructuras, el alejamiento de los productores y los consumidores, la economía de escala, la separación de productores y consumidores, la zonificación urbana, el consumo de territorio, la ansiedad… El ‘desarrollo sostenible’ nos hace soñar con soluciones tecnológicas a problemas culturales para sostener lo único que de verdad le importa: el desarrollo. Por su parte, el desarrollo de la sostenibilidad exige un decrecimiento que sólo puede lograrse evitando la catástrofe- mediante acciones culturales sobre el imaginario ciudadano que desarrollen una economía relacional no basada en la producción de bienes de consumo. En cualquier caso parece indiscutible que el debate actual no puede plantearse en términos de crecimiento sino de límites al mismo, ya sean sociales, económicos, geográficos, éticos o estéticos. De igual modo, el desarrollo intelectual tiene hoy más que ver con la reducción y la articulación (la cartografía y la orientación) que con la extensión y la proliferación. En nuestra época la división marxista entre estructura y superestructura resulta inoperante: no es sólo que el motor de la economía sea la cultura (turismo, moda, imagen, comunicación, ocio…) o que la cultura se haya mercantilizado (la representación y el reconocimiento dependen de los valores cuantitativos de la sociedad de consumo), sino que los problemas estructurales son de índole cultural. Los obvios (integración y articulación social, redefinición de los conceptos de bienestar y ciudadanía, crisis de valores…) y los no tan obvios. Los flujos migratorios son expresión de una lacerante desigualdad que no se puede solventar únicamente con ayuda al desarrollo: el acercamiento del continente africano a niveles no ya norteamericanos sino simplemente canarios exigiría más recursos de los que dispone el planeta. En conclusión: o legitimamos un diferencial a todas luces injusto o trabajamos el problema en dos frentes: el crecimiento de los países subdesarrollados y el decrecimiento de los desarrollados.
Pero el problema de la superpoblación está ligado al de la huella ecológica. Ya estaríamos superpoblados si todos consumiéramos como un estadounidense: ese nivel de consumo nos obligaría a matar a 5.000 millones de los actuales habitantes del planeta. Un nivel de consumo africano permitiría multiplicar aún por cuatro la población actual.
En cualquier caso, su horizontes es la ausencia de límites. La religión del progreso introduce mediante este concepto la infinitud en el imaginario cultural y económico, sorteando la verdadera condición humana y vinculando su plenitud y realización con el crecimiento, en lugar de con la discriminación de las posibilidades y la definición de los límites.
No obstante, la expresión es intencionadamente ambigua pues hace referencia tanto a un desarrollo sin crecimiento como a la sostenibilidad del propio desarrollo. En cualquier caso, su acción es sintomática, no replantea la lógica del sistema ni renuncia a su modo de producción y consumo, o al estilo de vida propio del desarrollismo y el economicismo. Antes bien, alienta la confianza neoclásica en las soluciones técnicas de los problemas culturales. Y combatir el efecto siempre refuerza la causa. Esta alentado por los avances alcanzados en lo tocante a la ecoeficiencia y desmaterialización de la economía. En los países desarrollados, cada unidad producida requiere cada vez menos energía y contamina cada vez menos. Por su parte, la tercialización de la economía la desmaterializa en buena medida. Pero, debido al efecto rebote, el consumo total de energías no renovales y la producción de residuos no asumibles ha aumentado. Por otra parte, la aparente ecoeficiencia del desarrollo es en su mayor parte el efecto a la transferencia al tercer mundo de las actividades más energívoras y contaminantes. Lo que, además, a aumentado el tráfico de mercancías. Además, la pérdida de empleos industriales es debida en buena parte a la externalización de determinadas actividades (seguridad, restauración…) que antes computaban como personal de la empresa secundaria. En cualquier caso, cualquier empleado de cuello blanco consume y contamina hoy en día mucho más que un campesino o un obrero de principios del XX
Despolitiza la responsabilidad, y corre el peligro de mistificar el ascetismo provocando una reacción bulímica.
En buena medida cabría afirmar que el territorio natural del ser humano es la desterritorialización. No sólo por ser el único animal que no está adaptado a ningún hábitat (en todos ellos es más torpe y está menos dotado que las especies adaptadas) y es por ello el único animal capaz de adaptarse a cualquier hábitat (en todos ellos es mucho menos torpe y está mucho más dotado que las especies inadaptadas), dicho de otro modo, es el único animal adaptado a su inadaptación; sino porque sus procesos de adaptación implican una suspensión o recalificación de los hábitos previos (que le resultaría imposible a cualquier otro animal). El proceso de emancipación que define al sujeto moderno está determinado por el abandono del hogar, en el que gozamos del calor fraternal del hábito natal y somos reconocidos como alguien ‘muy especial’, y la inmersión en la fría e insulsa sociedad civil donde somos ‘reconocidos’ como uno más, un advenedizo. La permanente expatriación del ser humano se compensa con el establecimiento de nuevas relaciones que siempre estarán marcadas por la melancolía causada por el abandono de la ‘patria trascendental’ (donde se reconcilia vida y sentido), por la expulsión del paraíso ‘prelingüístico’ (donde la búsqueda de sentido no era sólo innecesaria sino aun inconveniente) pero que jamás nos devolverán a un estadio originario que, en realidad, siempre fue otra forma de territorialidad. No se debe confundir la reterritorialización con el retorno a una territorialidad primitiva, o más antigua: ella implica necesariamente un conjunto de artificios por los cuales un elemento, el mismo desterritorializado, sirve de territorialidad nueva a otro que pierde la suya. (Guattari y Rolnik, cit. en María Teresa Herner). Por ello mismo, el desarraigo humano no se traduce en una desterritorialización que no produzca nuevas formas de territorialidad. La desterritorialización es un elemento connatural al ser humano pero especialmente característico del estadio postfordista del capitalismo en varios planos: las formas de producción (deslocalización), los medios de producción (TICs), la cultura (transculturalidad), la subjetividad (personalidad flexible), las relaciones humanas (movilidad afectiva), el hábitat (movilidad geográfica)… La deslocalización de la economía ha acelerado la crisis del espacio físico como sustrato indisociable del territorio de jurisdicción de las prácticas que definen las diferencias entre “unos” y “otros” (los de “adentro” y los de “afuera”): los públicos ya no se dan cita en el patio de butacas, la institución arte ya no se ubica en el museo, las identidades ya no encuentran una tierra prometida. Pero todos ellos se reubican en discursos que definen territorios, cada día más parecidos a los mapas, que producen nuevos agenciamientos, juegos de lenguaje o poder, en el que pierden importancia las causalidades, las jerarquías, los lugares de estancia y la ganan las intensidades, los contagios, los lugares de paso.
Esta metodología filosófica alumbró la postura política del modernismo basada en la práctica de una negatividad dialéctica: abandona cualquier contenido positivo y propositivo (fácilmente asumible por la industria de la cultura o el arte pequeño burgués) para señalar un lugar fuera del sistema e incluso de la realidad con la única confianza de que esa postura alienada se interprete como contenido dialéctico y nos permita observar por comparación el delirante estado de cosas vigente. Esta resistencia dialéctica no aspira a la victoria, ni a la reconciliación, ni siquiera confía en su autonomía (que, más pronto que tarde, resultará mancillada), es una mera aspiración (no poco desesperanzada) a ese grado de libertad (a resguardo del mercado, el valor de cambio y la razón instrumental): la negación implica un retardo en la imposición del poder (mediante el que este se revela como intolerable), no cambia el mundo pero hace ver la naturaleza de la situación y nos permite imaginar que otro estado de cosas es posible.
Desde luego, «no-A» no es «B», ni «C», ni «D», no hay en ello nada positivo, no alcanza identidad propia. Es sólo la parte excluida de «A». Este es, básicamente, el procedimiento por el que el centro se identifica negándose a sí mismo, afirmado su pasión por lo exótico y condenándolo, al mismo tiempo, a identificarse como lo otro de la metrópoli “cosmopolita”. “El otro mismo” no posee la capacidad de afirmarse, ni la de ser afirmado, sólo puede ser reconocido como subproducto invertido de la identidad fundamental. De este modo la apología de la diferencia se convierte en puro racismo, que Castoriadis identifica con «la aparente incapacidad del sujeto de construirse a sí mismo sin excluir al otro -y la aparente incapacidad de excluir al otro sin desvalorizarlo y, finalmente, odiarlo» (Castoriadis 90: 26). Diferenciar es el modo de identificar, que es el modo de conocer, que es un modo de poder: la representación identifica, nombra y homogeneiza al mismo tiempo que domina. Y no sólo intelectualmente. Tener conocimiento de tal cosa [Egipto] es dominarlo, tener autoridad sobre ello… porque lo conocemos y, en cierto sentido, existe tal como lo conocemos. (Balfour, cit. en Said 78: 32). Inglaterra conoce Egipto; Egipto es lo que Inglaterra conoce; Inglaterra sabe que Egipto no puede tener un autogobierno; Inglaterra lo confirma ocupando Egipto; para los egipcios, Egipto es lo que Inglaterra ha ocupado y que ahora gobierna; por lo tanto, la ocupación extranjera se convierte en “la propia base” de la civilización egipcia contemporánea. (Said 78: 34). Pero no acaban ahí los servicios de la identificación y la diferencia: esa ocupación física e intelectual es el fundamento del ser de la propia metrópolis (en este caso, de lo mismo), pues, como afirma Said, dada la improbabilidad de llegar a crear una disciplina llamada “estudios occidentales”, el concepto de Oriente (en este caso, lo otro) se crea para, en el acto de su exclusión, definir al europeo (al pretendiente legítimo). Gracias al exotismo de la diferencia se supera la crisis de la identidad, uno no es nada sin negar al otro ‘A’ = no (‘no-A’). De ahí de la vocación antiideológica de los filósofos de la diferencia.
Hoy se utiliza el concepto de dispositivo para designar las prácticas artísticas que articulan diversas instancias extraestéticas con el objetivo de poner en evidencia las estructuras mentales e institucionales que subyacen a los acuerdos tácitos y redireccionar su lógica hacia otros propósitos.
Al no llegar la privación a constituir una carencia, la degradación de la calidad de vida vinculada a la puesta en disvalor de determinada riqueza no se computa como contraproductividad.
Es el gran argumento del desarrollo sostenible, pero produce efecto rebote.
El mercado, más que una realidad, es una orientación, pues los precios no los fijan sólo las demandas ‘racionales’ sino las estructuras de producción, los aranceles, los lobbies, los ajustes estructurales y, sobre todo, las mentalidades fijadas por la publicidad y otros dispositivos de la subjetividad. Pero esta orientación neutraliza la agencia e induce a los individuos a hacer cosas que quizá no deseen. Simultáneamente, podemos estar tan convencidos de que lo que hacemos es insostenible como de que si no lo hacemos nosotros otros aprovecharán la posibilidad dejándonos en una posición de desventaja para afrontar la inevitable crisis del crecimiento (por otra parte, el riesgo es menor si es colectivo y coherente con la dinámica general por absurda que sea: si todos concedemos créditos basura cuando el tinglado se desinfle el estado vendrá al rescate (pues lo que estará en peligro es la economía del conjunto) y, personalmente, tendremos el colchón de los incentivos conseguidos mediante nuestra actitud irresponsable). A escala nacional ocurre lo mismo: si dejamos de hacer lo que no debemos hacer, otro país lo hará, los males serán compartidos pero no los beneficios. El mercado provoca impotencia, los individuos se sienten incapaces de actuar libremente. Para poder interferir en una secuencia causal que se considere indeseable hay que actuar coordinadamente (hacer política), algo que el mercado impide al generar un modelo de orden basado en la dispersión competitiva de las voluntades. Por otra parte, el mercado determina también que sólo se consideren necesidades las demandas de los que pueden pagarlas, con lo que se integra todo el horizonte del deseo en el imaginario economicista.
La critica a la metafísica ‘historiza’ (es decir, baja al plano de lo físico a todo lo que se pretende más allá de él) la verdad, entendiendo que su predicación depende de un sistema de creencias suficientemente extendido como para permitir que una determinada representación (que necesariamente pone en relación dos elementos heterogéneos) merezca la consideración de verdadera. De ahí que Foucault denomine episteme a un determinado corte histórico en el que opera un determinado régimen de verdad y al conjunto de regularidades que unifican sus discursos. Estas regularidades dotan de una cierta coherencia lo que, en realidad, sólo es un campo de relaciones abiertas pero en el cual algunas de estas relaciones resultan más probables que otras.
Por otra parte, la “problematización” de la representación, es decir, la re.presentación crítica (y autocrítica), mnemotécnica, hace referencia a lo escenográfico. En dos sentidos. Primero, porque, en el mundo de la incertidumbre, donde cualquier afirmación es relativa, es imposible establecer atribuciones de sentido “puntuales” (según el modelo semiótico de signo y significado como caras de una misma moneda) e imprescindible hacerlas espaciales (como una cartografía de las referencias, como una implosión de accidentes). Segunda, porque esta ‘espacialización’ del sentido coincide con su ‘teatralización’: la autocrítica exige la re.presentación del escenario de la representación, sólo así se evita la ideología. Teatralización no exenta de dramatismo, pues la responsabilidad a la que la “problematización” hace referencia (el consumo responsable) carga psicológicamente las acciones micropolíticas que antes se llevaban a cabo mecánica y desapercibidamente. La escenografía pone en evidencia que la realidad es un montaje, un diorama sujeto a convenciones susceptibles de ser alteradas pero no por ello menos operativas.
Por regla general los modos de vida los marcan las prácticas de subjetivación de la clase media ilustrada, un grupo social ‘sin identidad’ (con el que, paradójicamente, la gente se identifica) bastante esnob y preocupado por la imagen. La capacidad micropolítica de incidir en la mentalidad de esas capas sociales ha sido sistemáticamente infravalorada dado el tradicional desprecio de la izquierda por el burgués y su confianza en el proletariado, el subalterno o la multitud como sujetos históricos.
Es la economía que se desarrolla por sí sola al margen del objetivo del bienestar humano. La acumulación de capital se convierte así en espectáculo (y el espectáculo, en acumulación de capital). § 4. El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre las personas mediatizada por las imágenes. § 10. El espectáculo es la afirmación de la apariencia y la afirmación de toda vida humana, o sea social, como simple apariencia. § 12. El espectáculo se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible. No dice más que esto: «lo que aparece es bueno, lo bueno es lo que aparece». La actitud que por principio exige es esa aceptación pasiva que ya ha obtenido de hecho gracias a su manera de aparecer sin réplica, gracias a su monopolio de las apariencias. § 13. El carácter fundamentalmente tautológico del espectáculo se deriva del hecho simple de que sus medios son, al mismo tiempo, su fin. Es el sol que nunca se pone en el imperio de la pasividad moderna. § 16. El espectáculo […] no es otra cosa que la economía que se desarrolla por sí sola. § 17. La primera fase de la dominación de la economía sobre la vida social comportó una evidente degradación del ser en tener en lo que respecta a toda valoración humana. La fase actual de ocupación total de la vida social por los resultados acumulados de la economía conduce a un desplazamiento generalizado del tener al parecer, del cual extrae todo «tener» efectivo su prestigio inmediato y su función última. Al mismo tiempo, toda realidad individual se ha hecho social, directamente dependiente del poder social, elaborada por él. Sólo se le permite aparecer en la medida en que no es. § 38. La forma de la mercancía es enteramente igual a si misma, es decir, a la categoría de lo cuantitativo. § 43. Mientras que en la fase primitiva del la acumulación capitalista «la economía política no ve en el proletario más que a obrero» (Marx), que debe recibir el mínimo indispensable para la conservación de su fuerza de trabajo, sin considerarle jamás «en su ocio, en su humanidad», esta mentalidad de la clase dominante se invierte tan pronto como el grado de abundancia alcanzado por la producción de mercancías exige una colaboración suplementaria por parte del obrero. Este obrero, repentinamente liberado del total desprecio que hacia él manifestaban ostensiblemente todas las modalidades de organización y control de la producción, se encuentra diariamente a salvo de ese desprecio y aparentemente tratado como una persona relevante, con una atenta gentileza, bajo su disfraz de consumidor. En este punto, el humanismo de la mercancía se hace cargo del «ocio y la humanidad» del trabajador, simplemente porque la economía política puede y debe ahora dominar estas esferas en cuanto economía política. Así la «perfecta negación del hombre» ha alcanzado a la totalidad de la existencia humana. § 44. El espectáculo es una permanente guerra de opio cuyo objetivo es conseguir la aceptación de la identificación entre bienes y mercancías, así como en la satisfacción de necesidades y la supervivencia ampliada según las leyes de la mercancía. Pero la supervivencia consumista es algo que siempre debe ampliarse, porque no deja de contener la privación. No hay un más allá de la supervivencia ampliada, ningún límite de detención del crecimiento, porque ella misma no se encuentra más allá de la privación, sino que es la privación misma enriquecida. § 47. La tendencia a la baja del valor de uso, que es una constante de la economía capitalista, […] el hecho de que la utilidad bajo su forma más pobre (comer, habitar) ya sólo exista en cuanto encerrada en la riqueza ilusoria de la supervivencia ampliada es la base real de la aceptación de la ilusión generalizada que tiene lugar en el consumo de las mercancías modernas. El consumidor real se transforma en consumidor de ilusiones. La mercancía es la ilusión efectivamente real, y el espectáculo es su manifestación general. § 51. La victoria de la economía autónoma conlleva al mismo tiempo su derrota. Las fuerzas mecanizadas por ella suprimen la necesidad económica que fue la base sobre la cual se sustentaron las sociedades antiguas. Al sustituirla por la necesidad de un desarrollo económico infinito, tiene que suplantar la satisfacción de las necesidades humanas primarias, sumariamente reconocidas, por una producción ininterrumpida de seudonecesidades que remiten a la gran seudonecesidad: el mantenimiento. § 53. La conciencia del deseo, idéntica al deseo de la conciencia, es el proyecto que, en su aspecto negativo, quiere la abolición de las clases, es decir, que los trabajadores se adueñen directamente de todos los momentos de su actividad, La sociedad del espectáculo es lo contrario, pues en ella la mercancía se contempla a sí misma en el mundo que ella ha creado. (G. Debord: La sociedad del espectáculo).
El modernismo también hereda muchas de sus características de la disciplina: a su juicio, la obra de arte, como la verdad, debería ser extrahistórica, y, por ende, no dejarse contaminar por sus circunstancias; autónoma, pero no sólo respecto a las exigencias del poder sino, muy especialmente, respecto a sus propias veleidades retóricas. Por otra parte, el acercamiento al interés del arte por la vía de la belleza natural le exige alejarse de la cultura (y, por ende, de la opinión, de la doxa) para acercarse a la naturaleza, y no a las imágenes de la naturaleza (a la versión literaria de la misma, aquella que nos proporciona la cultura) sino a la esencia de la verdadera naturaleza al verdadero referente de esa mala traducción que nos proporciona nuestra mirada aprehensora y técnica a esa sustrato adánico que debe aún permanecer en estado larvario en algún lugar por debajo del logos (de la razón y el lenguaje). Esa bajada a los infiernos de la sinrazón que mora en nuestras entrañas no puede ser finalista; lógicamente, ha de ser auténtica. La autenticidad sería el correlato de la autonomía en el ámbito del comportamiento artístico y, como aquella, debe sellar un compromiso absoluto con un depósito de intenciones liberado de todo proyecto de futuro racional o colectivo, necesariamente literario y, por ende, falso. El artista auténtico es el que sólo atiende a sus motivaciones; motivaciones, por supuesto, no intencionales. Este modelo de identidad coadyuvó a la efectiva muerte del sujeto sujeto que se identificaba sistemáticamente con la versión más sesgada del burgués voluntarista y pragmático y terminó, en consecuencia, desvinculando al arte de toda fuente de criterios morales. En torno a estos presupuestos de genialidad, muerte del sujeto (ética) y crítica del lenguaje, embriaguez, inutilidad, inmediatez, naturalidad e irresponsabilidad, se han sentados las bases de buena parte del arte contemporáneo y, sobre todo, las de su percepción, mediatizada por la famosa ‘experiencia estética’. Es cierto que, al menos desde Nietzsche, la filosofía ha cobrado un perfil “arqueológico” consagrado no tanto al desvelamiento de la verdad como de los mecanismos por los que accedemos a la convicción de que algo es verdadero. Hace ya tiempo que los filósofos han convertido su lucha contra las apariencias en pos de la verdad en una lucha contra la obviedad en pos de la conciencia, de la emancipación o, por decirlo más claramente, del pleno desarrollo del potencial humano. Pero no es menos cierto que Nietzsche (como Foucault o Derrida) era más un retórico que un filósofo, y que esa tradición de la sospecha se remonta muy atrás en el ámbito de las bellas artes, consagradas desde hace muchos siglos a cuestionar la realidad de lo que se ve (cfr. Re.presentación). Aunque seguramente podríamos retrotraernos mucho antes, al menos desde el pleno desarrollo de la pintura de caballete a finales del XVI las artes plásticas han dedicado buena parte de sus esfuerzos a analizar los mecanismos que median entre la realidad, las imágenes que nos brindan conocimiento de la misma y las convenciones que permiten considerar verdadera esta correspondencia.+
Los sujetos y los grupos no son unidades sino multiplicidades que tratan de hacer de sí y de otras multiplicidades estructuras de sentido. Por ello mismo la apariencia de unidad de los sujetos y los grupos no preexiste a la estructura en la que se integran. El universo humano es lenguaje, un cosmos semiótico cuyas partículas elementales se afectan íntimamente creando de ese modo un campo gravitatorio, una relación de relaciones que posibilitan ulteriores relaciones.
Las externalidades pueden ser positivas (cuando la acción de un agente aumentan el bienestar de otros; p.e. un agricultor cuida el terreno contiguo a un hotel rural), o negativa (cuando lo reducen; p.e. un industrial contamina el río que pasa por ese hotel).
La sociedad mesocrática fordista, con su imaginario basado en la igualdad y el ‘tener’, favoreció la zoonificación y la homogeneización de las soluciones urbanas y las pertenencias. El culto postfordista a la diferencia ha desarrollado una especial sensibilidad hacia pautas de consumo idiosincrásicas que procuran mayor reconocimiento social y determinan poderosamente, en consecuencia, las expectativas y estilos de vida. Hoy llamamos gentrificación al aprovechamiento intencional de esta coyuntura en procesos de especulación inmobiliaria, con impacto en la estructura social y la fisionomía urbana, basados en el aburguesamento -y la consecuente inflación de los precios- de una zona antaño periférica y, ahora, debido al crecimiento urbano, céntrica o estratégica. Zonas de los cinturones industriales, vinculadas a actividades fordistas en decadencia y habitadas aún por sus antiguos pobladores, son ‘colonizadas’ por nuevas actividades financieras y servicios vinculadas a estamentos sociales ‘mejor adaptados’ presionando al alza los precios mediante la creación de ‘atractores’, muy especialmente grandes infraestructuras socioculturales con arquitectura ‘de marca’, vinculados a las tendencias emergentes de consideración social.
En materia artística, esta instrumentalización cobra dos formas vinculadas al la lógica de la identidad y la diferencia: o la descentralización de los centros de arte los convierte en franquicias del pensamiento metropolitano; o bien les induce al cultivo del exotismo para satisfacer los gustos metropolitanos.
Aún es posible combatir la deserción de lo público traduciendo en términos políticos lo que hoy se piensa sólo en clave psicológica o se confina en ámbitos (supuestamente) privados: el narcisismo, la obsesión por la identidad, la necesidad del reconocimiento, la autoestima, la felicidad, el bienestar, los conflictos familiares, las formas de convivencia, el machismo, la experiencia del cuerpo, el deporte, la salud, el malestar laboral, el deterioro de las condiciones de vida, las desigualdades culturales, la educación…
La Historia (history), se opone a la historia (story), que devuelve al acontecimiento su discontinuidad y a la decisión contingente su responsabilidad. Parte de un problema actual para entender la historia como una sucesión de escenarios de racionalidad que ofrecen distintas posibilidades para el conocimiento y la experiencia- en los que el sujeto ético toma decisiones que muestran la dimensión contingente de su evolución. La historicidad sólo es posible como ausencia de Historia, del gran relato del devenir orientado a una meta teleológica y al desarrollo de una racionalidad específica. La historia (history) se opone, además, a la herstory.
De todo lo que es sólo merece atención lo esencial, lo que tiene identidad. Nada tiene de particular que, si esta es la mentalidad que reposa en el mismísimo origen de nuestra tradición intelectual, la identidad se convierta forzosa y forzadamente en la máxima aspiración individual o colectiva, en la condición sine qua non para ser verdaderamente y, sobre todo, para ser objeto de consideración, es decir, para ser (re)conocido. Una identidad que sólo se puede conseguir retornado a la esencia: a la postre no se discute si se es o no se es (por ejemplo, canario), sino que se asume de entrada que no se es (por ejemplo, canario), por una especie de pecado original de existencia (naturalmente decaída), y que se debe uno a sí mismo el esfuerzo de ser (por ejemplo, canario), es decir, de convertirse en copia (y no simulacro) de un atributo que, en realidad, sólo es una abstracción filosófica. La identidad (y su colaborador necesario, la diferencia) proporciona una orientación retrograda a la perfectibilidad humana y la desliga de la agencia; pero la inquietud que produce el carácter siniestro de la modernidad, unida a la desorientación que provoca el capitalismo postfordista (cfr. Mentalidad burguesa) alienta la nostalgia de certezas sustanciales. Del mismo modo que utilizamos contradicciones en los términos como la del “desarrollo sostenible” para edulcorar un concepto a todas luces insostenible, creamos oxímoros como el de “identidades múltiples” o “variables” para revitalizar un concepto infame que no sólo late detrás de la inmensa mayoría de los asesinatos masivos y los procesos históricos de segregación sino que, además, encubre nuestra disposición a someternos a los atributos antes que comprometernos en la engorrosa tarea de imaginar para nosotros mismos una vida digna de ser vivida. Preferimos seguir hablando de identidad aún a sabiendas de la improcedencia del término, para evitar hablar de estilo, idiosincrasia, distinción, compromiso, ejemplo y, sobre todo, de la fuente de todo ello, de coherencia y responsabilidad.
La crítica a la ilustración denuncia cómo la razón se convierte en irracional a perder la capacidad re.flexiva de tomar consciencia de sí, de la naturaleza lingüística de sus discursos y relativa (dialéctica) de sus enunciados. El terror que le provoca lo sublime, aquello que queda más allá de sus fronteras, le mueve a reprimir la diferencia (inscrita en el lenguaje) en beneficio de la identidad del concepto.
Durante siglos las imágenes ocuparon un ámbito muy limitado en el que el poder representaba las ideas que debían ser imitadas. En la cultura del espectáculo la imagen ha proliferado e invadido los cuerpos, sociales y físicos, y ha dejado de representar la cosa para suplantarla. Esa autonomía con respecto a la idea, que define su naturaleza post.lingüística (cfr. Estudios visuales), la convierte en un síntoma y en un simulacro: ya no nos orienta entre las cosas, se convierte ella misma en cosa que dificulta más nuestra orientación. El hombre es una historia recordada (cfr. Bio.grafía), realiza su vida orientándola en la secuencia de un relato retrospectivo, pero sólo recordamos lo que nos representamos, de ahí la importancia de la imagen, el registro de lo fugaz.
La imitación no era pasiva ni, por supuesto, “retiniana”. Lo que se trataba de imitar era precisamente lo que la retina no alcanzaba a ver: lo uno tras lo múltiple, lo necesario en lo contingente, lo esencial dentro de lo circunstancial. Precisamente porque su objetivo se focalizaba en lo que no se podía percibir -la idea- se remitía al modelo -una instancia intermedia entre la idea y la copia-. Claro está, como de la idea no podíamos tener información alguna, en realidad era la copia la que instauraba el modelo (que, sin embargo, pretendía hacer derivar su legitimidad, no de una decisión mundana -contingente, variable, circunstancial- sino de una instancia ideal). Y el modelo no era -como los que hoy ponemos en las tarimas de nuestras facultades de arte- un mero motivo, sino un verdadero ejemplo a imitar. La imitación era mucho menos inocente de lo que hoy nos hemos acostumbrado a creer, pues instituía los modelos sociales a seguir con una aparente actitud “receptiva”, que era la que hacía verosímil que se invirtiera el proceso de legitimación y se pusiera en boca de Dios lo que los hombres deseaban imponer de manera ideológica. La copia celebraba la belleza y la armonía de un modelo con el fin de predisponer a su seguimiento y, al mismo tiempo, de hacer verosímil su linaje supraterrenal, derivado de un orden cósmico natural incontrovertible.
Los indicadores se corresponden siempre con los objetivos propuestos. Si se persigue el aumento de la producción, sin entrar a valorar su naturaleza, el PIB resulta ideal, pues no cuenta lo que realmente cuenta hasta que se traduce en dinero, es decir, hasta que lo que cuenta cuesta. De ahí que, en el horizonte del desarrollismo, el indicador básico sea el PIB per capita, que está asentado en nuestro imaginario como sinónimo de nivel de vida. En consecuencia, vinculamos nuestro bienestar con los intercambios mercantiles, con la cantidad de bienes y servicios que la economía genera a nuestro alrededor. A partir de ahí nos proyectamos y nos reconocemos, nos realizamos o nos frustramos. Los indicadores son también instrumentos para el imperialismo cultural. En una sociedad mercantil la carencia de bienes materiales se computa inmediatamente como pobreza y, en consecuencia, se trata como un problema, incluso de orden moral, que hay que abordar inmediatamente generando ‘riqueza’, es decir, crecimiento. Pero como en términos mercantiles la pobreza es relativa y el diferencial de riqueza aumenta siempre con el desarrollo, la ‘ayuda al desarrollo’ deberá aumentar exponencialmente, lo que hará aumentar el diferencial, la pobreza y la ayuda. Todo ello mediado, además, por el crédito y los ajustes estructurales que hipotecan la vida al crecimiento. En última instancia, la ayuda al desarrollo es literalmente eso, no una ayuda a la población, sino al mismo desarrollo, que integra formas de vida austeras y autárquicas en la dinámica del comercio internacional. Cuando se exporta un modo de medir la calidad de la vida se desestima una manera de relacionarse con el medio. Por todo ello, la batalla por los indicadores resulta fundamental. Algunos creen incluso que bastaría computar las verdaderas variables que convergen en la realidad económica para que la dinámica cambiara. De ahí que es hayan creado numerosos indicadores para tratar de suplir las carencias del PIB: el ‘Indicador de salud social’, el ‘indice de bienestar permanente’, el ‘Indicador de desarrollo humano’ (IDH), el ‘Indicador de bienestar alternativo’, el ‘Indicador de progreso auténtico’ (GPI, genuine progress indicador). En general, todos ellos ignoran los valores de uso cuando no se traducen en mercancías o en servicios no mercantiles validados socialmente por su financiación pública (es decir, fiscalizados). Tienen el problema añadido de introducir todas las actividades no económicas en el terreno de lo económico, quedando de nuevo atrapadas en su imaginario.
Por otra parte, mientras que la belleza, en virtud de esa autosuficiencia, podía sobrevivir incluso en una situación de aislamiento, el interés sólo se retroalimenta en un entorno intelectual desarrollado y articulado. En adelante, la obra de arte no será el correlato de un cierto ideal de integridad cósmica, sino un sistema de vectores culturales susceptible de proporcionar cierto grado de cohesión al heterogéneo mundo histórico: la obra de arte es la implosión de unas inclinaciones en una forma que no funda pero define un territorio. En cierta medida, cabría pues decir que la obra moderna es una forma de conocimiento local y retórico. Cuando, también a comienzos de nuestra época, Kant se planteara ¿qué es la ilustración?, comprometió por vez primera el interés del pensamiento moderno con aquello que nos estaba pasando en una circunstancia espaciotemporal precisa y con una intención previdente.
La deslocalización postindustrial determina que el empresario no dependa de la capacidad adquisitiva de sus trabajadores pues el comercio global permite producir allí donde la mano de obra sea más barata y la legislación fiscal, laboral y medioambiental menos exigente y trasladar el producto hacia los potenciales consumidores. La competitividad de unos productos sin valor de uso que dependen de una demanda cambiante ya no se basa en la optimización productiva mediante la inversión en competencia y experiencia sino en el decrecimiento de los costes laborales y, sobre todo, de los costes de la destrucción de empleo en función de la variabilidad de la demanda. El trabajador no compite mediante su capacidad de producción sino de adaptación a unas circunstancias inestables, no puede, en consecuencia, invertir en narratividad y se ve obligado a adoptar una subjetividad postburguesa.
La crítica a la burguesía cargó contra su alta conciencia de sí, contra su (auto)confianza en la voluntad y la libertad, demostrando que la conciencia era producto del estadio de la economía (Marx), que la voluntad era una máscara del inconsciente (Freud) y que la libertad era una ilusión del lenguaje que nos pensaba (el estructuralismo). Pero la crítica a la mentalidad burguesa se quedó pronto sin enemigo. La ética puritana basada en el ahorro y la inversión conformó el espíritu del capitalismo en su fase ‘militante’, mientras este necesitó acumular capital y difundir para ello la reinterpretación protestante de la parábola del camello y la aguja que demonizaba no la ganancia sino el gasto. Cuando la acumulación de capital fue suficiente como para asegurar el funcionamiento del capitalismo (como para comprar todas las voluntades) se hizo necesario dar salida a su sobrecojedora capacidad de producción: la mentalidad burguesa no sucumbió a manos de sus críticos sino de la tarjeta de crédito, que postergaba el pago y resituaba la gratificación en el presente. Pronto, la flexibilización laboral del capitalismo postfordista disolvió los últimos restos de la subjetividad burguesa al vincular la competencia con la capacidad de adaptación a circunstancias cambiantes. El sujeto postburgués hubo de escapar al orden del relato para sobrevivir en el escenario del capitalismo ‘triunfante’: abandonó sus planteamientos (principios o convicciones), nudos (compromisos afectivos o éticos), y desenlaces (objetivos a largo plazo). El burgués puritano, con su radicalidad económica, había mejorado los niveles de productividad alterando las relaciones productivas y mejorando los medios de producción. Pero el desarrolló capitalista exigía también la modificación de las ‘relaciones de consumo’. El burgués, un lobo en el terreno público pero un cordero en el ámbito de lo personal (según el código de la ética protestante del capitalismo: obligación, ahorro, fidelidad, autocontrol, abnegación, templanza, laboriosidad), tuvo que dar rienda suelta a su licantropía privada: el capitalismo abolió la ley seca. Este hecho marcó el fin de la contradicción interna de la burguesía: el lobo público se hizo también lobo privado, el contrato social ya no se basaba en la contención de ese hombre que era un lobo para el hombre sino en la canalización de esa agresividad al ámbito de la producción y el consumo: el corredor de fondo se hizo velocista, el estilo se fabricó prêt-à-porter; si antaño estaba mal considerado disfrutar, hoy (en el marco de la privatización del bienestar) no hacerlo es un síntoma de fracaso personal que provoca los sentimientos de culpa antes ligados al placer. La desigualdad adquiere tintes psicológicos que, en el marco del bio.poder, nos (auto)responsabiliza del sistema: el consumo no es sólo una competición por el estatus en el teatro social, sino una lucha por un modelo de autoconsideración que pasa por encima no sólo de la vocación sino del ascenso en la escala social (lo importante es poder adoptar un estilo –prêt-à-porter– de vida aunque se sea prostituyéndose en un ‘reallity-show’ o pegándole patadas a un balón). El concepto ‘publicidad’ cambia radicalmente de significado: de ‘representación en la esfera pública’ pasa a designar la ‘venta de productos’. El lujo (que ya no identifica como en la premodernidad un origen) es una necesidad psicológica y una responsabilidad social (con la reproducción del sistema): el trabajo sigue siendo la contribución personal del ciudadano al bien común sólo en la medida en que se incardina hacia la ostentación que institucionaliza la envidia y la convierte en motor de un crecimiento desvinculado de las biografías y su bienestar. Durante años el puente entre lo público y lo privado fue la vocación (y su concreción en ‘la carrera’), en el marco del postfordismo el trabajo es un mero instrumento del nuevo elemento de enlace entre lo público y lo privado: el consumo. El sujeto postburgués no identifica la satisfacción con objetivos meritorios a largo plazo, no la vincula con la disciplina y el sacrificio sino con la liberación (en sentido mecánico, no filosófico), es decir, con ausencia de impedimentos a los impulsos, incluidos los planteamientos, los nudos y los desenlaces. La emancipación se ha traducido en autoexpresión (diferencia), autosuficiencia e independencia (en el ámbito de la casa del padre), y el reconocimiento en autosatisfacción (convertida en un imperativo moral y económico) en el marco de la lógica de la ‘autoayuda’: nadie te va a querer, luego aprénde a quererte tú mismo, nadie te va a amar, luego aprende a gustar(te) en el espejo del consumo-. La felicidad ya no tiene que ver con el autocontrol, sino con la autorrealización. Mientras tanto, la reedición postmoderna de la crítica al fantasma de la burguesía creaba un colchón intelectual para el nuevo escenario económico: sus metáforas ‘libertarias’, creadas contra un burgués que llevaba décadas haciendo cola en los parques temáticos para vivir situaciones ‘epatantes’ y contra un estado que llevaba años en fase de privatización, se parecían sospechosa y sintomáticamente al campo semántico del nuevo capitalismo: mestizaje, travestismo, esquizofrenia, red, desterritorialización, transculturación, fragmentariedad, apropiacionismo, sincretismo, descentramiento, hibridación, transfronterizo…-. Economía y vanguardia se han hecho culturalmente coherentes (la alienación ya no tiene contenido dialéctico ni, por lo tanto sentido, sólo indica una imperdonable incapacidad de adaptación) en torno a la idea de autorrealización, experiencia vital, narcisismo, placer, juego, intensidad y horror a la postergación. “Hacer de uno lo que esté dentro de nuestras propias posibilidades” es un lema que iguala a empresarios y artistas. El burgués había revolucionado las fuerzas productivas y las relaciones de producción en el ámbito de la economía, el artista en el de la cultura; juntos habían barrido lo fijo, lo estable, lo sólido, habían profanado lo sagrado. Iguales, se temían: uno era radical, individualista y arriesgado en materia económica, donde asumía un alto grado de stress y riesgo, pero conservador, comunitarista y moderado en gustos y hábitos; el otro, todo lo contrario, abogaba por la solidaridad y la fraternidad económica pero se escindía socialmente (adoraba la humanidad pero no soportaba a las personas) y necesitaba radicalmente “sentir su existencia” individual de forma inmoderada y aguda. Hoy el artista adopta sin ambages la razón cínica del capitalismo y el postburgués se apunta a la bohemia.
A partir de los 80 la micropolítica se ve adsorbida por la corriente multicultural y se vincula a las políticas de la identidad. La vieja aspiración de la izquierda internacionalista a la justicia social se tiñe de romanticismo y abandona el horizonte ilustrado de la emancipación universal de los individuos libres mediante su elevación al plano público de la ciudadanía para replegarse hacia el territorio incivil de la identidad en defensa del reconocimiento de los viejos atributos (biológicos, étnicos, lingüísticos, religiosos, sociales, genéricos o culturales) más o menos puestos al día. La micropolítica de la diferencia aldeana favorece la tendencia del capitalismo a la reclamación corporativa (frente al viejo sindicalismo de clase) y deja definitivamente desasistida la preocupación por lo público.
El cubo vacío marcó un punto de inflexión que culminaba la lógica del modernismo al tiempo que anticipaba su necesaria superación. La propia indisposición a incluir en la obra el más mínimo elemento capaz de dar satisfacción a la vocación mimética de los seres humanos, a su tendencia a reconocerse en anhelos pasados e identificarse con proyectos futuros, terminó convirtiendo el pedestal vacío del Minimal en un monumento al aquí y al ahora que extendía su tiranía sobre el amplio desierto del nihilismo. Su crítica a la representación nos proporciona una visión monolítica y sin fisuras de la incapacidad de la idea para trascender o alterar el bien asentado orden de cosas presente. De manera franca, abierta e inmediata, el Minimal nos revela que ‘lo que vemos es lo que vemos’, un imponente vacío simbólico donde no hay más cera que la que arde. Lo contingente, lo circunstancial y lo coyuntural adquiría así visos de eternidad e ineluctabilidad precisamente porque la critica a la representación había desterrado, con toda naturalidad, cualquier ejemplo que sirviera de alternativa. Tanto es así que esta vez no hizo falta que trascurriera el plazo habitual para que el arte “radical” alcanzara reconocimiento mediático: incluso antes del Minimal el minimalismo se había convertido en un estilo “pop” que marcaba los perfiles de nuestra ropa, nuestros muebles o nuestras casas. Tampoco se produjo pérdida alguna de intensidad en este tránsito: la realidad minimalista era mucho más radical que el Minimal. El minimalismo es el escenario de una experiencia moderna marcada por una espectacular literalidad: las cosas son como son y no nos cabe otra alternativa que definir nuestra ubicación por referencia a esos mojones del feudo del nihilismo. De manera más radical si cabe que la pintura (que siempre es deudora de su vocación representativa estructural), y, como siempre, de manera más monumental, la escultura había culminado la crítica a la representación con la desantropomorfización del espacio del arte. Después de un siglo de variaciones sobre las posibilidades materiales del pedestal y conceptuales de su vaciamiento, el Minimal había culminado también en el plano formal la escalada modernista hacia el aburrimiento. Durante los años 70, década de crisis petrolera en la que apenas existía dinero excedentario para invertir en arte, no resultó inconveniente que las salas permanecieran vacías y admitieran ensayos sobre la muerte del arte. Pero el resurgir económico de los 80 produjo una liquidez que demandaba mercancías; y el cinismo postmoderno no dudó en proporcionárselas recurriendo a todos los tópicos románticos con los que el arte suele vencer su propio hastío: la expresividad, la naturaleza, el genio, la desinhibición, la liberación, el mito, la tradición, lo vernáculo, la identidad, la pasión, el origen… Este recurso elemental demostró que es fácil hacer arte al margen del Minimal, pero no tanto hacer arte después del Minimal, es decir, hacer arte sin obviar que el pedestal vacío no es un síntoma de falta de creatividad sino el correlato no ya de la dificultades del arte de aportar algo (que no sean mercancías especulativas) en nuestras circunstancias históricas sino de las serias dudas que suscita la mera posibilidad de hacerlo reeditando unos procedimientos que justificaron el vaciamiento del pedestal. Esculpir después del Minimal es el problema que nos plantea esa segunda fase de la modernidad que implica la restauración de los referentes en el mundo del nihilismo, la re.presentación tras la crisis de la representación, la reposición de contenidos en el pedestal sin olvidar por qué lo dejamos vacío.
La modernidad es pues un proceso de secularización y desacralización revolucionario en la medida en que atentó contra la autoridad, y lo hizo, como no podía ser de otro modo, cargando contra el telón de fondo de la tradición ante la que aquella cobraba sentido. La ruptura de la continuidad de la tradición abrió las puertas a una sociedad progresista cuyos evidentes logros iniciales se fundaron en la caracterización de los viejos credos como prejuicios y en su sustitución por unos descubrimientos sin pasado, cuya autoridad, por primera vez, sólo se cimentaba en el futuro, en lo que habría de venir. La desnaturalización (desacralización) de las jerarquías (y sus lazos de dependencia) plantea que el hombre, en tanto que hombre, es portador al nacer del derecho (la obligación) a la libertad, a decidir sobre su destino. La modernidad inyecta suspense a la realización de la vida humana, desvirtúa la identidad al proyectarla hacia el futuro en función de la capacidad del hombre para convertirse en lago diferente a sí mismo y la convierte en mera idiosincrasia. Los individuos se despersonalizan y se personajizan. La autonomía e independencia individual (no sólo teóricamente, como en los textos monoteístas) se convierte en el principio de la coexistencia: el hombre se percibe con independencia de su rango, pertenencias o naturaleza, con independencia de aquello que le identifica o particulariza. El prójimo deja de considerarse “en tanto esto o aquello”, y pasa a convertirse en un individuo singular. El otro deja de ser diferente y se convierte en nuestro semejante, en consecuencia, pasa a resultarnos indiferente, no nos vinculamos a él por lazos comunitarios sino por circunstancias accidentales. Adquiere perfiles siniestros.
Pese a su retórica antiburguesa (basada en su desconfianza ante el disfrute estético) muestra tintes puritanos en su fe en la capacidad esclarecedora y emancipadora de la dificultad y la ética protestante del esfuerzo. De ahí su animadversión al arte de masas, ejemplo de aplicación de la razón utilitarista al ámbito de la cultura, no sólo por su disposición a gratificar y seducir emocional e intelectualmente al espectador con su retórica sensiblera y poco exigente sino por aprovechar y, así, malbaratar todos los esfuerzos modernistas y vanguardistas por sacar al espectador de su adocenamiento mediante el shock al convertir este en un mero espectáculo. No critica la institución arte sino su puesta al servicio de la burguesía, el fascismo o la industria de la alienación: el público no puede convertirse en juez de un mérito cultural que sólo puede cifrarse en un criterio de calidad tanto más alto cuanto más alejado de cualquier contaminación con intereses mundanos. Es un pensamiento pesimista y derrotista, consciente de que cualquier esfuerzo contrahegemónico está condenado a ser absorbido por el sistema, por eso defiende básicamente una radical contención (cercana a la represión), una constante autocrítica y una exquisita atención para no dejarse contaminar ni utilizar por los intereses espurios y degradados de las formas bajas de la cultura. Por ello postula un elitismo radical. Defiende un arte chocante pero no gamberro, un arte ordenado para una vida voluptuosa.
La narratividad es la génesis del sentido, el sentido no es una idea previa, es un efecto, el efecto de conminar a lo que ocurre a revelar una dirección, esa dirección es la que permitirá evaluar lo ocurrido y las ocurrencias, que no tendrán valor espectacular, como fin en sí mismo, sino como medios de orientación. La narratividad recupera el convencimiento de que nuestras acciones nos significan, nos orientan, nos comprometen; nos devuelve con ello la agencia.
Si quieres un coche o necesitas una casa la culminación de este deseo (por elevado que sea su coste personal y medioambientalmente) no sólo resulta compatible con la dinámica del sistema sino que lo refuerza, razón por la cual este genera instrumentos financieros para satisfacer estas demandas ‘productivos’ que, de paso, hipotecan la vida de los ciudadanos a necesidades que engrasan su mecánica. Pero si lo que quieres tiempo libre, tiempo para el ejercicio de la libertad, para la proyección bio.gráfica (una necesidad que no es más auténtica que la de un coche, sino posiblemente menos), la satisfacción de ese deseo implica invertir la productividad en disminuir la jornada laboral al tiempo que desvincular el ocio del consumo y fomentar el control del propio sistema de necesidades; cosas todas ellas que implican a su vez una modificación del sistema, una alteración de su inercia, un freno a su deriva hacia el nihilismo y la entropía, un atisbo de resistencia. Deseos aparentemente muy radicales y bienintencionados, como elevar el nivel de vida de los países menos desarrollados, pueden plantear necesidades que consoliden el estado de cosas que provoca las desigualdades. Por el contrario, deseos aparentemente muy triviales, como que nuestros hijos puedan bajar solos a jugar a la calle, pueden exigir cambios estructurales en nuestro modo y concepto de vida. Siguiendo a Marx, Heller llamaba necesidades de cumplimiento incompatible a aquellas que no pueden ser cumplidas dentro de la mecánica del sistema donde se generan y, por lo tanto, apuntan a su alteración. Como ser humano es oponer voluntad a la mecánica, es querer lo que no podemos conseguir, esa disposición a la utopía alienta este tipo de necesidades.
La categoría, fuertemente ideológica, vincula carácter e identidad. La supuesta dificultad que opone al sentido de pertenencia se ve contradicha por el hecho de que las oligarquías locales se asienten en zonas funcionales carentes de carácter y cedan el ‘barrio’ con todo su poder rememorante a comunidades inmigrantes que no guardan memoria del lugar. Al mismo tiempo, los que recorren el espacio con mayor sentido del lugar son los turistas personas de paso que, sin embargo, tratan vivamente de recrear y experimentar la memoria del lugar.
La otra cara de la novedad es que el capitalismo triunfante se basa en la lógica de la obsolescencia programada, que convierte el consumo de novedades en un motor estupefaciente del desarrollo insostenible.
La crisis de la representación nos invita a entender el conocimiento como capacidad de orientación y la propia orientación como una forma de conocimiento y reconocimiento. El arte no representaría lo real ni anticiparía lo posible sino que plantearía una deriva entre lo dado que definiera una orientación relativa. Los actos son una forma de manifestar preferencias, y las preferencias una forma de interpretar nuestra ubicación en un territorio epistemológico que debemos articular mediante asociaciones y disociaciones estratégicas, con visitas guiadas a lugares significativos y significativas ausencias por lugares de paso, describiendo el discurrir y discurriendo sobre la descripción. Siempre sabiendo que nuestra orientación canaliza el flujo del poder. Durante años, el arte suscribió un compromiso con la emancipación. Ligado al paradigma de la autonomía, hacía relación al ejercicio de la libertad humana liberada de los prejuicios de la tradición (de la que el propio arte se había liberado al mismo tiempo que de sus antiguos comitentes: la iglesia, la nobleza y la realeza). En el contexto del bio.poder, el imaginario de la emancipación y la autonomía se desdibuja y el ejercicio de la conciencia se traduce en sentido de la orientación: un desplazamiento por el plano de lo real en el que más que liberarnos de nuestros condicionantes tratamos de encontrar entre ellos nuestro lugar. Trasmutado el ciudadano en consumidor, el sentido de la orientación hace también referencia al contenido político de la capacidad de elección mediante la alineación (que no alienación) del deseo.
En la globalización ya no somos habitantes de un espacio sino de un tiempo, ya no somos paisanos sino coetáneos (nuestros hijos no conocen las canciones de nuestros padres, sino las que cantan chicos de su edad en la otra parte del mundo). El habitante del tiempo en una bienal se siente como en casa se halle donde se halle, el habitante del lugar no se reconoce en una bienal aunque la tenga en casa. Irónicamente, este desarraigo le permite al paisano percibir su propio paisaje.
A diferencia de esos otros términos con vocación científica (o teológica) y no estética, el paisaje no se puede conservar ni preservar, ni tampoco convocar como un referente de verdad, sólo se puede re.presentar, poner en práctica (interpretar, actuar) como escenario de una determinada forma de ver o traer a colación para entender los fenómenos que los hacen evolucionar. Es la trabazón la que hace paisaje, pero la trabazón no está en las cosas, que compiten entre ellas, sino en la mirada (que percibe el equilibrio en la disputa). Es lo que se ve, pero verlo requiere adiestramiento, adiestramiento en la capacidad holística y heurística de la mirada.
¿Qué podemos representar, reconocer, distinguir (epistemológica y moralmente) en la indiferencia?: nada esencial, aspectos superficiales, no lo que se es sino lo que se hace, una determinada orientación, no un modo de ser sino una manera de estar. Quizá esa singular manera de estar en la condición de alguien y no más bien de nadie, propia de alguien que se distingue de los que son nadie, de los idénticos, y, a su vez, distingue a los que se “personajizan”, a los que se niegan a ser un medio y pretenden que sus acciones se traduzcan en algo, a los advenedizos -que reclaman su derecho a encontrarse en casa allí dónde recalan-, a los que reconocen su desarraigo y practican el heroísmo de la vida moderna.
La postmodernidad postula que no hay más realidad que la devenida, la que percibimos, que el mundo es cambiante, que nada permanece. En consecuencia, la idea no es más que una ficción metafísica creada para jerarquizar lo real. La idea se tilda de ‘idealista’, una ideología que trata de hacer creer que existe algo más real que la propia realidad para otorgar rango de derecho a situaciones de hecho. Se olvida así que la idea es también el contrapunto de lo que efectivamente deviene, de lo que realmente ocurre, que, al apuntar a lo que debería o podría ser ejerce de contrapeso dialéctico o indicador frente a lo que efectivamente es, a la dictadura de lo devenido. El platonismo invertido no escapa a las redes de la metafísica, le concede a lo devenido el privilegio que antes se concedía a la idea, entroniza así el simulacro convertido ahora en verdad esencial (nada es verdad excepto esto) y olvida que lo real es lo devenido más lo posible.
El poder no es una potestad que pueda poseerse (y que permita, por lo tanto, identificar a su poseedor), es algo disperso, incluso caótico. Es una relación de fuerzas descentrada y deslocalizada que definen un campo cuyos soportes estructurales no existen hasta que no se generan mutuamente. Foucault nos enseño a interpretar el poder desde la óptica de la inmanencia: los poderes externos se interiorizan y pugnan por dominar a un sujeto cuya actividad vital consiste en ensamblar esas fuerzas que le habitan de forma que le lleven a ocupar una posición distintiva en la red. El poder se convierte así en bio.poder. El poder son pues fuerzas externas que nos descentran, pero también relaciones internas que nos ubican; puede interpretarse, en consecuencia, como una actividad heurística capaz de otorgarnos, si no una plena libertad, sí ciertos niveles de autodeterminación. Como conclusión a todo ello, en lo sucesivo el arte más avanzado -difícilmente se le podría llamar ya «de vanguardia» sin generar confusión-, es decir, el más emancipador, no pugnará por renunciar al uso de los códigos, sino a su uso normalizado, no tratará de liberarse del poder sino de gestionarlo: “más que de un “antagonismo” esencial, habría que hablar de un “agonismo” -de una reacción que es a la vez incitación recíproca y lucha-; no tanto una confrontación que bloquea a ambas partes, como una permanente provocación” (Foucault 82: 432).
El postestructuralismo, que en lo fundamental mantiene una línea de continuidad con el estructuralismo, pone en duda la autonomía de los sistemas. El estructuralismo entiende que cada disciplina tiene un marco. El postestructuralismo sitúa ese marco en el núcleo mismo del acto de habla. Al hablar (o al pintar) no sólo movilizamos reglas internas sino que reproducimos los presupuestos de todo un universo conceptual: una racionalidad específica y discursiva, un marco referencial, una bibliografía y un canon implícito, un orden jerárquico definido por un conjunto de valores… que determina nuestro derecho a hablar (o a pintar). Con independencia del contenido específico de un acto de habla (y por contrahegemónico que se pretenda), todo intercambio verbal implica la aceptación del marco institucional de los pre.supuestos del intercambio. Se puede cuestionar ‘un marco’ (de ahí que la obra de arte sea siempre una jugada en la economía de los valores y las consideraciones), pero no “el marco” sin el cual el sistema de referencias que implica el acto lingüístico deja de ser performativo. No existe pues la posibilidad de ‘liberarse’ del poder, de emanciparse de sus pre.supuestos, las acciones contrahegemónicas definen vectores, orientaciones, que se limitan a desplazar el marco, no tanto para subvertirlo como para evitar que se estabilice, sus normas se normalicen y las relaciones de poder se estabilicen.
A juicio de sus críticos, el corte epistemológico moderno pondría en relación la ilustración con el progreso y el dominio de la naturaleza, o, lo que es lo mismo, la perfectibilidad humana con la autosuficiencia y el autocontrol (del puritano burgués) como instrumentos para la mejora de una individualidad cotidiana forjada de racionalidad instrumental, fuerza de voluntad y abstinencia. Ese proyecto privado tendría su correlato público en una obsesión por la regularidad y el control, la clasificación, distinción y discriminación. En términos generales, la postmodernidad definiría en consecuencia la critica la modernidad bajo la su línea de flotación subrayando, por un lado, los vínculos del proyecto de emancipación con un proyecto de dominación eurocéntrico de las formas de vida no ilustradas y, por otro, la misma inconsistencia de un paradigma que necesita ignorar (es decir, reprimir) los aspectos variables, incalificables, ambiguos y fascinantes de la realidad para creerse la racionalidad y universalidad de su propio metarrelato. La postmodernidad desvela (deconstruye por un método genealógico) el carácter inestable de la conciencia, de las estructuras lingüísticas y de su significado, identifica el conocimiento siempre y en todo lugar como una función epistémica de la voluntad de poder y denuncia la naturaleza ideológica de cualquier metarrelato. Lo que empieza siendo una herramienta metodológica para volver la modernidad contra sí misma alertando de sus excesos y contradicciones, se convierte en el espíritu de una época en la que el relativismo se convierte en un dogma que deslegitima cualquier intento de trascender lo devenido: cualquier situación pretendidamente de derecho sólo sería el resultado de la lucha competitiva de los discursos por su supremacía. El desarrollo humano ya no se legitima en el metarrelato ilustrado de la emancipación sino en el impulso político empresarial de aumento de poder. Al carecer de un punto exterior a la propia dóxa resultaría imposible discriminar entre opciones irreductibles a un mínimo común denominador, lo que nos aboca a una (multi)cultura del espectáculo y el simulacro donde lo devenido adquiere su legitimidad por el hecho mismo de ocurrir (cfr. Platonismo invertido). La propia crítica pierde responsabilidad social al convertirse en un pasatiempo sofisticado de sofismas cruzados en el marco de una epistemología lúdica.
En este contexto, las pertenencias-rango lo son “de nacimiento”, parecen naturales y esenciales, forman parte del orden natural del mundo. De manera que las desigualdades no lo son sólo de hecho, sino también de derecho. Para que resulte asumible que la posición de un individuo en la cartografía social quede atribuida desde el mismo nacimiento se otorga un fundamento religioso a la injusticia que permite gratificar la dependencia y castigar el desorden: la desobediencia es, además de contra natura, pecado y la crítica es blasfema. Lo natural (físico y normativo) es así considerado sobrenatural, lo que efectivamente es se identifica con lo que debe ser.
La primera, vinculada al hecho de que el PIB, a diferencia de la mayoría de las contabilidades microeconómicas, mida el producto bruto y no el neto, es decir, el resultante de descontar los gastos de ‘amortización’ (el valor estimado del desgaste y la depreciación de los útiles de trabajo). De esta manera, el PIB ignora el modo en que la producción compromete el futuro: iguala producir manzanas a producir petróleo, sin tener en cuenta que una aumenta y otra disminuye la capacidad de producción futura; iguala la pesca que esquilma un caladero con la que preserva su capacidad de regeneración. Más aún, la pesca que lleva al borde de la extinción una especie puede aumentar su valor y, en consecuencia, ‘mejorar’ la producción. Paradójicamente, el PIB computa los gastos defensivos lo que invertimos no en estar mejor sino en evitar estar peor- en el activo. Así, considera riqueza el gasto ocasionado para limpiar la costa de chapapote, o los costes médicos de asistencia a un herido en un accidente de tráfico. Por el contrario, y ese es el segundo gran inconveniente del indicador- al identificar la producción con la generación de ingresos, no computa la salud de los niños, la calidad de su educación, la creatividad de sus juegos, la serenidad de sus padres, su grado de atención. Para nuestros contables, el trabajo de controlar nuestras pasiones en aras de la disminución de la violencia, el consumo de tiempo ayudando a los demás y haciéndoles sentir bien, el trabajo doméstico, el esfuerzo extra de un profesor o un sanitario en beneficio de su ‘cliente’, el voluntariado… sencillamente carecen de valor. Ya no digamos el sueño reparador, la tranquilidad, el sosiego. En fin, el PIB mide todo menos lo que hace que la vida merezca la pena. La perversa consecuencia es que interpretamos que las cosas van tanto mejor cuanto más heridos haya en un accidente, más sangre requiera, más lejos tenga que llegar la ambulancia, más médicos se movilicen, más destrozos se ocasionen en los vehículos o las carreteras, más abogados pleiteen… Y que van tanto peor cuanto más paseen los padres dialogando con sus hijos. Hacerles la comida y ayudarles con sus deberes, empeora las cosas, comprarles una pizza y una moto, las mejora. La perversión llega más lejos. El agua pura, el aire fresco, la calle segura, la ausencia de ansiedad o miedo, la tranquilidad familiar, la calidad de la alimentación, las buenas condiciones de trabajo, el tiempo libre… no son riqueza… ¡a menos que se privaticen!: si el agua está comercializada por un aguateniente, el aire por una estación de esquí, la ausencia de ansiedad por una industria farmacológica, la tranquilidad familiar por una empresa de seguridad, etc. entonces sí se convierten en riqueza. En consecuencia, son los gastos que hacemos para costear la usurpación de la riqueza lo que computamos como riqueza y esta, dividida por el número de habitantes, como nivel de vida. La economía disocia el valor de la satisfacción: el mismo yogur aumenta su valor cuanto más lejos se encuentre el forraje de las vacas, estas de la central lechera, la central de la planta de envasado y todo del consumidor. Y más aún si lo publicitamos, embalamos, y pagamos royalties. Y todo ello sin mejorar nada el sabor o la capacidad nutritiva. Eso sí, gracias a un largo proceso de desnaturalización, el yogur perderá buena parte de su capacidad nutritiva, lo que nos permitirá comer más cantidad de ese producto -que ha contribuido a contaminar el planeta, a deslocalizar las economías, a aumentar el poder de las corporaciones, etc.- para satisfacer una necesidad ligada a nuestra ansiedad bulímica. No tiene pues nada de particular que no exista correspondencia entre el nivel de vida medido por el PIB y la satisfacción manifestada por los ciudadanos, a pesar de verse mediatizados por los indicadores. La comparación entre países pone de manifiesto que, por encima de un determinado nivel de renta, no existe correspondencia entre el nivel de felicidad y el PIB per capita. El PIB, no obstante, traduce bien el imaginario occidental, en el que las categorías sociales fundamentales son la producción, el consumo y el trabajo, y aún estos contemplados como valor de cambio y no de uso.
A pesar de que hoy se pone cada vez más en duda el carácter beneficioso del progreso (incluido el desarrollo tecnológico) -lo que determina que las fuerzas progresistas sean cada vez más conservadoras (del medio ambiente, de los derechos laborales adquiridos, del patrimonio, de los ecosistemas locales…)- lo cierto es que sigue funcionando junto al crecimiento- inercialmente como un índice incontrovertible de la buena marcha de las cosas en la practica totalidad de los discurso.
Los indicadores alternativos tratan de valorar económicamente las variables no económicas. Pero, al hacerlo, hacen crecer las fronteras del imperio del imaginario economicista en lugar de trasladar el valor más allá de las mismas. Esta solución repite la paradoja de tratar de solucionar los problemas que ocasiona el crecimiento mediante el crecimiento tratando ahora de escapar de la economía en términos económicos. Quedan muchos índices de naturaleza cultural por inventar.
El hombre domina la vida mediante la representación, la congela, la hace previsible, la somete al orden del sentido. La imagen no sólo selecciona lo que es digno de ser recordado y lo hace pregnante, sino que lo selecciona desde un enfoque y trata de someter la realidad a ese enfoque exorcizando su sublimidad: lo efímero, lo pasajero, la muerte. Las cosas son cambiantes, diferentes a sí mismas. La representación imagina para ellas una naturaleza más real que su propia realidad que las hace idénticas y la metafísica encubre esta heterogeneidad radical del lenguaje.
La única forma de atenuar los delirios de una conciencia conceptual que está inscrita en la naturaleza humana no es evitándola sino poniéndola en evidencia. No se trataría (resistiendo al concepto o invirtiendo el platonismo) de prescindir de la representación, y así la posibilidad de relacionar lo devenido con la idea, sino de “problematizarla”, es decir, practicarla de manera crítica, mnemotécnica. No se trata de prohibir la adscripción de sentido sino de tomar conciencia del carácter contingente, interesado y meramente lingüístico de esa adscripción y de sus consecuencias. La crítica se hace filológica no tanto para desentrañar los orígenes (ideológicos) de las verdades como los procedimientos por los que acceden a la condición de tal (cfr. crítica institucional).
Ser humano no es una condición ontológica un atributo adquirido por nacimiento-, “ser” es un verbo, ser humano es estar en humano, jugar a imponer voluntad al nihilismo, no dejarse llevar por la buena vida, por la inercia, por lo que nos pide el cuerpo. Estar en humano es crear un sistema de necesidades de cumplimiento incompatible.
De forma que como la identidad del ser está bajo el recaudo de ese instrumento de prestidigitación que es el lenguaje, del que también parte su amenaza, todo el problema idealista se reduce, a fin de cuentas, a identificar la magia blanca de la magia negra: el lenguaje del filósofo es a la copia lo que el lenguaje del sofista al simulacro. Esto es tanto como decir que la verdad de la imagen depende de la definida vocación de su fabricante a identificarla con la esencia, con la verdad de lo representado, siempre teniendo en cuenta que lo representado no es lo que vemos. Verdaderas son las imágenes de la naturaleza (de las cosas) y no del paisaje (humano) en la medida en que se elaboran como dios manda, cabalmente, es decir, con absoluta naturalidad. Por eso la naturaleza no es nunca un referente, sino un talante, no es un signo de distinción sino un grado de determinación. Esta actitud está en el origen del curioso prestigio concedido no al uso representativo sino al uso sencillamente ideológico del lenguaje, y sobre todo, está en el origen de la posterior confusión casi absoluta entre representación e ideología que identificará la crítica a la segunda con la recusación de la primera. Este es el punto en el que la crítica a la brutalidad identificante de la filosofía se convierte en crítica al lenguaje y a la representación, es decir, al fundamento que sustenta todo el edificio intelectual al proporcionarnos la apariencia de la esencia, o lo que es lo mismo, al privilegiar ciertas apariencias. Pero entiéndase bien que en (la versión más seria de) esa crítica “representación” y “lenguaje” no son lo que habitualmente entendemos los mortales: simples instrumentos en manos de sofistas para jugar con semejanzas sin fundamento. Para la crítica (seria) a la representación, «representar» es fabricar imágenes que merezcan el marchamo de verdaderas por consagrarse a identificar a la esencia, la verdad, siempre teniendo en cuenta que lo verdadero no es lo que vemos. La cultura Pop desmonta la mera posibilidad de trascender lo devenido para encontrar en un plano superior un referente que nos permita distinguir las copias de los simulacros. En estas condiciones, la inversión del platonismo implica la inversión de la jerarquía tradicional de la imagen y el referente, la verosimilitud de la primera no depende de su correspondencia con el segundo sino a la inversa: no hay más realidad que la que sale en la foto, el simulacro es el índice de certificación de lo real. De este modo se consuma también la metafísica (invertida): la imagen representa sin resto lo real, la dialéctica que establece la re.presentación entre el orden de cosas dado y el orden del discurso deja de convertirse en fuente de tensión productiva.
En plena cultura del simulacro -que anula la distancia entre la imagen y la realidad- y de crisis del relato y del sujeto, los objetos y los objetos huérfanos cobran, más que una apariencia, una realidad pavorosa, al sustraerse a cualquier orden de sentido precisamente por plegarse a cualquier interpretación. Los objetos están ahí, manifiestamente ahí, como los sujetos; incluso los escenarios están ahí; en realidad, lo «único» que falta es la organicidad que trababa y jerarquizaba su relación. La relación de sujeto, objeto y entorno parece ahora marcada por la simultaneidad. Simultáneamente, el concepto hace referencia al carácter accidental de la existencia. La metafísica clásica solo identificaba la sustancia. Aquello que, por su inesencialidad, no servía para diferenciar se consideraba meramente accidental. Pero Spinoza postuló que lo no idéntico podía tener sustancia, una sustancia entendida, precisamente, como un concierto de accidentes. La intimidad no se pliega al principio de identidad, no nos diferencia: de nosotros se puede predicar lo mismo que del resto y cosas diferentes en momentos diferentes, pero la coherencia de nuestras inclinaciones, de nuestros encuentros y encontronazos, define las intensidades, jerarquiza las afinidades electivas, las concierta, las afina, las hace sonar a alguien.
La sostenibilidad pasa por adaptar el modo de vida al entorno y no el entorno al medio de vida.
Las prácticas de subjetivación, las formas de vida, son históricas y, por lo tanto, susceptibles de ser transformadas enfrentando las normas (reconocimiento por adaptación a la convención) con la observación de las formas: toma de conciencia de la existencia que implica tener experiencias (estructuras, conexiones, relaciones) y reflexionar sobre cómo decantan en ellas las relaciones de poder (desnaturalizar la subjetividad: problematizar sus prácticas, discutir sus formas, redefinir sus gustos…). El capitalismo se sustenta en una subjetividad (la inalienable libertad de consumo) que decanta en un sujeto consumidor.
En consecuencia, el sujeto, vilipendiado durante la modernidad por considerarse el sustento del voluntarismo individualista burgués, es capital en la actual coyuntura política. Su recuperación de la agencia en la determinación de las necesidades puede convertir el consumo en el que se sustenta el capitalismo en motor de cambio: el sujeto debe volver a ser el sintagma del que se predique la acción, es decir, el indicador del beneficio (bienestar) del discurso de un progreso hoy puramente inercial.
Queda contradicha por la ley de la entropía (y por el jocoso proyecto de hacer una pizza gigantesca sustituyendo la harina por un mayor número de hornos y cocineros).
Antaño la imagen imitaba lo (que se consideraba) real, ahora es la realidad la que se esfuerza por parecerse a la imagen. En un proceso paralelo, antaño eran los parques temáticos los que imitaban a la realidad y ahora es el territorio el que se tematiza, a menudo, tomando como tema su propio pasado. Ante la imposibilidad de heredarlo de manera orgánica (ya no vamos a misa, ni cultivamos el campo, ni hacemos la matanza) traducimos el patrimonio a imagen (quizá incapaces también de identificarnos simbólicamente con nuestros propios hábitos) y reconstruimos los ritos (procesiones, romerías) con la cuidada puesta en escena propia del parque temático.
En términos geopolíticos, define el espacio físico dominado por un grupo social. De ahí que en el periodo histórico en el que el estado nación destaca como entidad geopolítica dominante- designe el sustrato del estado. Intuitivamente entendemos que hace referencia al sustrato físico, pero dado que el estado sin territorio es una entelequia (no tiene ‘donde’ desplegar su misión jurídica o cultural), este fundamento adquiere un valor superior al mero suelo o espacio. Como tal, define las fronteras del estado, es decir, los límites de su jurisdicción (no habría estado sin frontera), pero también el espacio vital de su población y su fuente fundamental de recursos (era un rasgo característico del estado su capacidad de expropiación por causa de utilidad publica). Hoy, el enorme crecimiento de la huella ecológica, el comercio global y la privatización de los recursos ha disociado ambas variables. Aunque incluye elementos vivos implica siempre una visión humanizada del espacio (incluso o, sobre todo, cuando se protege) en la que la naturaleza desaparece como elemento ignoto o carismático que sobrepuja a la razón. Dado que es un espacio administrado constituye un sistema, es decir, una red de infraestructuras, construcciones, vías y flujos interconectados incluyendo los aprovechamientos y usos que una sociedad hace sobre el suelo, su organización económica y política. El ‘éxito conceptual’ del paisaje que le ha robado al territorio su lugar de privilegio en la investigación geográfica- tiene mucho que ver con el interés social, político y económico por superar la percepción preponderantemente administrativa del espacio prestando creciente atención a sus dimensiones simbólicas, estéticas, ética y afectivas. Pero el territorio no está en absoluto exento de estas dimensiones. El territorio es un espacio habitado que marca tiempos, define hábitos, delimita espacios físicos y mentales, cognitivos y afectivos- a partir de sistemas de representación cultural. Es una construcción social derivada tanto del ejercicio de relaciones de poder como de la ‘productividad maquínica del deseo’ que genera agenciamientos. El territorio envuelve siempre, al mismo tiempo […], una dimensión simbólica, cultural, a través de una identidad territorial atribuida por los grupos sociales, como forma de ‘control simbólico’ sobre el espacio donde viven (siendo también por tanto una forma de apropiación), y una dimensión más concreta, de carácter político disciplinar: una apropiación y ordenación del espacio como forma de dominio y disciplinamiento de los individuos (Haesbaert, 2004: 93-94).
El lector ejecuta (como un intérprete y como un asesino) el texto al jugar con él y así inscribe en él una diferencia que define la paradoja de que el texto sólo pueda ser él mismo en su diferencia (diferición). Las citas, referencias y ecos que caracterizan su estereofonía y polifonía no pueden inscribirse filológicamente en el ámbito jerárquico de las influencias y las filiaciones que sigue obsesionado por la paternidad y la autoridad (los derechos de autor en los que se refugia en última instancia la expectativa de superar la inestabilidad semántica y encontrar el sentido concluyente). El texto no es el producto (de la intención expresa) del autor, más bien al contrario, entendemos al autor (como alguien y no más bien nadie-, como tal autor, como existencia con contenido) a resultas de su obra, su bio.grafía es, como no podría se de otro modo, de papel, un texto ejecutado por sus lectores. No se trata de invertir la jerarquía entre escritura y lectura sino de poner de manifiesto su correlación: la obra puede ser objeto de consumo, el texto sólo lo puede serlo de co.participación, de trueque. La expectativa del consumo cultural es responsable del tedio que produce el arte moderno: el espectador permanece a la escucha y se aburre porque es incapaz de re.producirlo, de ponerlo en juego, no entiende que el texto no le trasmite una experiencia clausurada sino una posibilidad de relación, que el placer del texto no se cifra en el consumo sino en la reescritura, en el juego. Porque la interpretación del texto es un discurso, es decir, otro texto, un trabajo textual: la teoría del texto coincide así con la práctica de la escritura. La utopía política del texto radica en el hecho de que hace trasparentes mnemotécnicamente las relaciones lingüísticas y genera un espacio de relaciones no jerárquicas donde el sentido surge de la coparticipación y la corresponsabilidad.
A pesar de sus pesares, el vanguardismo es un producto de la sociedad burguesa: la exigencia revolucionaria de validar los méritos personales no en virtud del pasado (el linaje) sino del futuro (la emprendeduría) obligó al arte a demostrar una pertinencia histórica que durante siglos estuvo vinculada precisamente a la exaltación de los modelos del pasado y el sostenimiento de la tradicional cultura de la imitación. El arte se vio en la obligación de orientarse hacia el progreso con la mezcla de fe y mala conciencia propia del converso y, para ello, tuvo que negarse a sí mismo. Esta nueva connivencia con el poder, ahora burgués, disfrazada de adecuación al espíritu de los tiempos, no hizo más que aumentar la mala conciencia. De ahí que en el vanguardismo conviva una absoluta concomitancia con el capitalismo (progresismo, activismo, vitalismo, infantilismo, tecnologísmo, utilitarismo, performatividad, movilidad, rencor hacia la cultura…) con una crítica frontal al modo de vida de sus padres fundadores (la mentalidad puritana). De ahí también su mezcla de nihilismo y optimismo, el peterpanismo de su metafísica de la radicalidad al margen de toda responsabilidad con la política real (propia de reformistas traidores). Sus bestias negras son el (pequeño)burgués y su institución arte, la obra orgánica, la mímesis y, en consecuencia, la referencialidad. Apuesta, en virtud de su progresismo, por el maquinismo y la tecnoidolatría: se pone el mono y se alinea con el trabajador para actuar a favor de la expansión de las fuerzas productivas, que identifica en su campo de acción con la reproductivilidad y el montaje que, además, destruyen el aura y la organicidad de la obra de arte (en consecuencia, las expectativas de gratificación del espectador enajenado) a favor de una percepción activa pero distraída (propia de la chocante mirada urbana) capaz de poner dialécticamente en relación fragmentos insignificantes (aún no significados por el canon elitista de la alta cultura erudita). Su disposición antiartística define su propensión a lo chocante, no a través de la complejidad sino del gamberrismo (su objetivo era epatar al burgués, no humillarlo por su incultura) anticanónico (también respecto a los cánones de la superioridad moral del modernismo), que confía en que la alteración de los modos de percepción implique también un cambio de los hábitos de vida. De ahí su fe en las acciones estupefacientes. Propone un arte voluptuoso para una vida voluptuosa.