¿QUÉ SIGNIFICA UNA OBRA DE ARTE?
Algunas reflexiones (que desarrollaremos en clase) y que pueden ayudarte a comentar tus obras.
I. Sacar de quicio.
Hacia la mitad de curso debemos manejar ya suficientes recursos como para contar con ellos una gran cantidad de cosas. Debemos, además, manejarlos con suficiente ‘encanto’ plástico (dentro de los estándares del arte contemporáneo, no muy proclives a la ‘belleza’ o el formalismo) como para conseguir que nuestras imágenes atraigan la atención sobre sí y adviertan al espectador de que se halla ante una obra de arte. Eso no quiere decir que esté en presencia de algo muy importante, digno de admiración y respeto, sólo que se encuentra ante una imagen que reclama un tipo diferenciado de atención, algo más atenta, algo menos mecanizada; una imagen que nos quiere decir algo que puede no ser evidente al primer vistazo. ¿Qué es ese ‘algo’?
En principio, lo normal es que, al preguntarnos por el significado de nuestra obra, actuemos de forma demasiado ‘icónica’, nos fijemos en la parte más figurativa de la imagen y nos preguntemos quién o qué se halla en ella representado, qué hace, qué ‘pone’ en el texto o el documento…
Empecemos por la propuesta 1. Si la hemos realizado cabalmente, en nuestras imágenes no habrá nada ni nadie representado, no habrá texto y, si lo hay, no ‘pondrá’ nada. Y si se ve algo, ese algo no será importante, o no tanto como el hecho de mirarlo. Recuerden la resistencia romántica a la representación (esa herramienta de dominio que traduce las cosas a las categorías –instrumentales- del lenguaje humano, que convierte las cosas que son ‘en sí’ en algo ‘para nosotras’), su apuesta por lo tautológico, su interés por aquello que no quiere significar sino limitarse a ser. Recuerden que esa actitud reclama la dignidad de las cosas en y por sí mismas, sin atender a qué significan, para qué sirven, qué podemos hacer mentalmente con ellas.
Y entonces, ¿qué miramos cuando no hay nada que ver? Apenas una textura, una mancha, un gesto de pincel o de la mano. Ni siquiera realizados con una destreza que nos permita interpretar el ‘mérito’ como significado. Una textura directamente derivada del hecho de haber ‘rescatado’ un cacho de cartón, un trozo de estropajo. Quizá esas texturas no se dirijan tanto a la vista (esa otra herramienta de dominio que utiliza la razón para representarse las cosas del mundo) sino a la sensibilidad (esa manera ‘otra’ de percibir, más indefinida, más abierta a lo que el objeto pueda ‘decirnos’ que a lo que nosotras ya sabemos o damos por sabido de él). Siempre que miramos un estropajo, en realidad, no lo miramos, o lo miramos lo justo para poder agarrarlo sin que se nos escape. No hace falta más; total, ya sabemos para qué vale y, en consecuencia, lo que vale.
¿Qué hemos hecho entonces con nuestro trabajo? Hemos cogido algo que estaba ‘en su sitio’ allí donde siempre lo encontramos (y lo esperamos) y lo hemos conducido a un espacio neutro donde ha perdido su utilidad, su significado. Hemos hecho arte. Hemos ‘sacado de contexto’ algo para suspender las atribuciones automáticas de sentido y permitir que lo veamos con nuevos ojos, hemos provocado una pequeña sorpresa sacando algo de quicio para dejar el objeto (y el sujeto) mudo, fuera de sí. La relación habitual que mantenemos con un estropajo se ha visto alterada, la forma utilitaria y casi despótica con la que lo usamos habitualmente se ha visto revolucionada. Ahora está ahí delante, reclama nuestra atención. Es como sí, en el siglo XVIII, un vasallo, esa ‘casi persona’ a la que el señor sólo miraba como tal vasallo, como algo en su papel, de usar y tirar, de repente dijera: ‘¡eh, señor! míreme, soy yo, no un vasallo, no lo que represento, sino una persona, algo con dignidad en sí’. O como cuando las mujeres hace unas décadas dijeron: ‘¡Eh, mírame!, no soy un estropajo, soy algo que no sabes qué es, que no puedes encerrar en un papel fijo o, mejor dicho, que ya no está dispuesta a someterse al papel que te ha venido sirviendo para representarme’.
Y qué podemos ver entonces en un estropajo cuando el estropajo ya no nos muestra la cara que siempre nos ofrecía, aquello que permitía que nos los representáramos como estropajo. Pues lo poco que un estropajo inútil nos puede ofrecer: su textura, su desgaste, las huellas en él del trabajo, su elocuente insignificancia. Quizá poco para la mente utilitaria, quizá demasiado para una sensibilidad aún no entrenada.
En principio, lo normal es que, al preguntarnos por el significado de nuestra obra, actuemos de forma demasiado ‘icónica’, nos fijemos en la parte más figurativa de la imagen y nos preguntemos quién o qué se halla en ella representado, qué hace, qué ‘pone’ en el texto o el documento…
Empecemos por la propuesta 1. Si la hemos realizado cabalmente, en nuestras imágenes no habrá nada ni nadie representado, no habrá texto y, si lo hay, no ‘pondrá’ nada. Y si se ve algo, ese algo no será importante, o no tanto como el hecho de mirarlo. Recuerden la resistencia romántica a la representación (esa herramienta de dominio que traduce las cosas a las categorías –instrumentales- del lenguaje humano, que convierte las cosas que son ‘en sí’ en algo ‘para nosotras’), su apuesta por lo tautológico, su interés por aquello que no quiere significar sino limitarse a ser. Recuerden que esa actitud reclama la dignidad de las cosas en y por sí mismas, sin atender a qué significan, para qué sirven, qué podemos hacer mentalmente con ellas.
Y entonces, ¿qué miramos cuando no hay nada que ver? Apenas una textura, una mancha, un gesto de pincel o de la mano. Ni siquiera realizados con una destreza que nos permita interpretar el ‘mérito’ como significado. Una textura directamente derivada del hecho de haber ‘rescatado’ un cacho de cartón, un trozo de estropajo. Quizá esas texturas no se dirijan tanto a la vista (esa otra herramienta de dominio que utiliza la razón para representarse las cosas del mundo) sino a la sensibilidad (esa manera ‘otra’ de percibir, más indefinida, más abierta a lo que el objeto pueda ‘decirnos’ que a lo que nosotras ya sabemos o damos por sabido de él). Siempre que miramos un estropajo, en realidad, no lo miramos, o lo miramos lo justo para poder agarrarlo sin que se nos escape. No hace falta más; total, ya sabemos para qué vale y, en consecuencia, lo que vale.
¿Qué hemos hecho entonces con nuestro trabajo? Hemos cogido algo que estaba ‘en su sitio’ allí donde siempre lo encontramos (y lo esperamos) y lo hemos conducido a un espacio neutro donde ha perdido su utilidad, su significado. Hemos hecho arte. Hemos ‘sacado de contexto’ algo para suspender las atribuciones automáticas de sentido y permitir que lo veamos con nuevos ojos, hemos provocado una pequeña sorpresa sacando algo de quicio para dejar el objeto (y el sujeto) mudo, fuera de sí. La relación habitual que mantenemos con un estropajo se ha visto alterada, la forma utilitaria y casi despótica con la que lo usamos habitualmente se ha visto revolucionada. Ahora está ahí delante, reclama nuestra atención. Es como sí, en el siglo XVIII, un vasallo, esa ‘casi persona’ a la que el señor sólo miraba como tal vasallo, como algo en su papel, de usar y tirar, de repente dijera: ‘¡eh, señor! míreme, soy yo, no un vasallo, no lo que represento, sino una persona, algo con dignidad en sí’. O como cuando las mujeres hace unas décadas dijeron: ‘¡Eh, mírame!, no soy un estropajo, soy algo que no sabes qué es, que no puedes encerrar en un papel fijo o, mejor dicho, que ya no está dispuesta a someterse al papel que te ha venido sirviendo para representarme’.
Y qué podemos ver entonces en un estropajo cuando el estropajo ya no nos muestra la cara que siempre nos ofrecía, aquello que permitía que nos los representáramos como estropajo. Pues lo poco que un estropajo inútil nos puede ofrecer: su textura, su desgaste, las huellas en él del trabajo, su elocuente insignificancia. Quizá poco para la mente utilitaria, quizá demasiado para una sensibilidad aún no entrenada.
II. El significado es relativo (lo cual no significa que sea subjetivo).
Les propongo un método de interpretación. Pensemos que la obra no significa lo que representa sino el lugar que obliga a ocupar a aquel que la quiera disfrutar. Para que nos guste una obra tenemos que apreciar (percibir, pero también sentir aprecio por) sus características. Imaginemos que nos gusta un cuadro de Rafael. Nos gusta porque tiene mucho mérito, porque es muy difícil de hacer, porque no lo puede hacer cualquiera. Nos gusta porque representa cosas importantes, y lo hace de manera solemne, y clara (la virgen parece una virgen y el niño, un niño). Nos gusta porque es una obra excepcional, única, de un genio. Imaginemos ahora que decidimos que nos guste (y percíbase la implicación que ello implica) el dibujo de una compañera, un dibujo que puede hacer cualquiera, que no entraña gran dificultad, que no habla de nada importante, ni de modo solemne, ni claro. Para que nos guste tenemos que apreciar (percibir y sentir aprecio) las cosas que puede hacer cualquiera, insignificantes, ambiguas, carentes de solemnidad. ¿Que lugar ocuparemos si decidimos que vamos a apreciar ese tipo de cosas? No un lugar absoluto, sino un lugar relativo. Allí lejos quedarán aquellos a los que les gustan las cosas excepcionales, geniales, claras, solemnes, evidentes… y aquí estaré yo. En otro lugar, significativamente alejado del primero. Ese lugar es lo que la obra que (ahora) nos gusta significa. Piensen que, en realidad, las obras, más que significado, tienen sentido. Y acostúmbrense a entender ‘sentido’ de manera direccional: el sentido de la obra es allí donde trata de llevarnos, hacia donde nos orienta.
Dado que los lugares que ocupamos son relativos -unos allí, otras aquí- para analizar el sentido de una obra es menos importante analizar la obra en sí que dónde se ubica relativamente con respecto a otras imágenes (y, en consecuencia, dónde nos ubica a los que nos gusta). Y, para ello, es tan importante pensar a dónde va la obra que estamos interpretando como hacia dónde van el resto de las imágenes.
Y ¿hacia dónde van las imágenes?
Dado que los lugares que ocupamos son relativos -unos allí, otras aquí- para analizar el sentido de una obra es menos importante analizar la obra en sí que dónde se ubica relativamente con respecto a otras imágenes (y, en consecuencia, dónde nos ubica a los que nos gusta). Y, para ello, es tan importante pensar a dónde va la obra que estamos interpretando como hacia dónde van el resto de las imágenes.
Y ¿hacia dónde van las imágenes?
III. El museo (de los horrores).
¿Dónde encontramos imágenes? En principio, convendremos que en los museos, si son artísticas o culturalmente valiosas, o en los medios (televisión, anuncios, Internet…) en los otros casos.
¿Qué vemos en los museos? Primero, un edificio imponente, con una fachada monumental. Después, si el museo es uno de los más famosos, manadas de turistas. En el resto de los casos, un gran vacío. En todos, ‘seguritas’ que nos mandan callar y nos reclaman respeto. Cordones que nos impiden acercarnos a las obras. Y cámaras de vigilancia. Y, por supuesto, imágenes. Y, ¿qué vemos en ellas? Como dijera Aristóteles, personajes carismáticos en posturas paradigmáticas: generales a caballo con batallas de fondo; aristócratas engalanados junto a sus tierras; mártires en su sacrificio; ilustres prohombres de mármol, de ‘una pieza’, en actitud apolínea; vírgenes recibiendo a Reyes Magos o a Espíritus Santos; dioses en majestad, o muriendo por nosotros; reyes en su majestad; señores raros con patas de cabrón persiguiendo a señoras en pelotas… Acabo de poner en Google ‘Museo del Louvre’ y las primeras imágenes que me han salido (después de las miles de imágenes del propio palacio con su cúpula ‘high tech’) han sido ‘La libertad guiando al pueblo’, ‘Eneas cuenta la caída de Troya’, el ‘Embarque para Citerea’ y ‘La coronación de Napoleón’. Dado que todo el mundo afirma entender el arte ‘clásico’ doy por sentado que a todo el mundo le dice más cosas Eneas y Citerea que un estropajo.
Pero imaginemos que, por alguna extraña razón, decidimos que nos gusta más o, al menos, nos ‘cae mejor’ el estropajo de nuestra compañera que ‘la coronación de Napoleón’. ¿A dónde nos conduce esa decisión (qué sentido tiene)? Quizá nos lleve a sentir algo menos de aprecio por un oligarca, con centenares de muertos a sus espaldas, que se hizo retratar como un héroe por un pintor mercenario que puso su talento al servicio del megalómano interés de un dictador por pasar a la historia como un dios (si en lugar de haberles ‘enseñado’ a hacer cuadros con un estropajo les hubiéramos enseñado a pintar ‘como Dios manda’, ¿estarían dispuestos a retratar a Ángela Merkel, por supuesto sin sarcasmo, sobre un caballo blanco en corbeta, rodeada de querubines, con el humo de las cenizas de la Europa del bienestar al fondo?). Quizá nuestra decisión nos lleve a sentir menos aprecio por una maquinaria institucional (que incluye la escuela, el museo, el centro de información turística, los libros…) que hace que sintamos aprecio reverencial por el oligarca asesino, por su pintor servil y, sobre todo, por la costumbre de poner el talento personal al servicio de la legitimación cultural de la historia de los vencedores (y, sobre todo, que hace que creamos que ‘lo entendemos’ mejor que el Minimal).
Pensemos que, durante siglos, la única forma de representar, es decir, de registrar algo, extraerlo del flujo de lo transitorio y vincularlo de manera privilegiada con lo invariable, eterno, universal y esencial, era el arte. Pensemos que, durante siglos, el arte tenía la potestad exclusiva de seleccionar lo memorable, aquello que estaba destinado a permanecer en la memoria de los hombres, a definir sus modelos de comportamiento y modelar sus referentes. Y que tenía la capacidad de hacer creer que esos referentes –curiosamente de la estirpe del comitente- no eran un encargo de un oligarca deseoso de legitimar sus privilegios sino la revelación de la voluntad de los dioses. Imaginemos ahora que entráramos en un museo de arte contemporáneo y nos encontráramos, en el pasillo central, una imagen de G.W. Bush bombardeando Irak rodeado de ángeles y santos cantando sus glorias y con Aznar a sus pies rezando por su buena puntería. O un retrato de grupo del consejo de administración de Bankia rodeados de sus joyas, sus mejores vajillas y unos cuantos patos recién cazados por el suelo. O a Paulino Rivero en contraposto con una sabana anudada sobre su hombro, tocado con una corona de Laurel, una lira en la mano y la mirada perdida hacia la trascendencia. O a Bin Laden subiendo en cuerpo y alma a los cielos con un cinturón explosivo llevando en cada una de sus manos una torre gemela. E imaginemos que esas fueran las únicas imágenes disponibles, y que nadie tuviera ninguna posibilidad de representarse nada al margen de ese imaginario. E imaginemos que esas imágenes las hicieran los mejores publicistas, cineastas, fotógrafos, guionistas y productores del mundo, y que lo hicieran con tanto talento que lograran que Bush, Aznar, Rivero, Rato y Laden parecieran dioses ¿entenderíamos mejor el arte contemporáneo? Imaginemos, por último, que entráramos en ese museo y nos provocara risa, o asco, o enfado, y enseguida llegara alguien con uniforme a pedirnos que guardáramos el debido decoro y mostráramos reverencia hacia esas imágenes. Imaginemos que, indignadas, quisiéramos comentar lo que vemos y nos hicieran guardar silencio. Imaginemos que quisiéramos salir de ese museo para ir a visitar los barrios populares y nos dijeran que esas no son las visitas que están en el programa turístico. En realidad, si lo piensan bien, tampoco tenemos que imaginar tanto. Eso es lo que ocurre cada día en uno de eso museos que conservan el patrimonio que decimos entender, con el nos reconocemos y el que nos hace identificarnos con nuestra cultura, nuestra patria o nuestra humanidad.
Volvamos a nuestro estropajo. Antes aún de mirarlo. Lo llevamos bajo el brazo, lo prestamos, anotamos junto a él lo que nos interesa, lo comentamos, lo tratamos con cariño pero sin reverencia, lo sometemos a discusión, lo utilizamos para aprender y para enseñar, entre todas, en abierto, participativamente. Lo compartimos, lo criticamos, lo discutimos, lo alteramos. Sin seguritas, sin cordones, sin masas de turistas, sin caminos pautados. Y sin dioses, mártires, prohombres, militares, mujeres objeto, políticos. Imaginemos que nos gusta nuestro cartapacio ¿ven ahora a dónde nos lleva, qué sentido tiene, hacia dónde nos orienta?, y, sobre todo, ¿ven ahora de quién nos distancia?
¿Qué vemos en los museos? Primero, un edificio imponente, con una fachada monumental. Después, si el museo es uno de los más famosos, manadas de turistas. En el resto de los casos, un gran vacío. En todos, ‘seguritas’ que nos mandan callar y nos reclaman respeto. Cordones que nos impiden acercarnos a las obras. Y cámaras de vigilancia. Y, por supuesto, imágenes. Y, ¿qué vemos en ellas? Como dijera Aristóteles, personajes carismáticos en posturas paradigmáticas: generales a caballo con batallas de fondo; aristócratas engalanados junto a sus tierras; mártires en su sacrificio; ilustres prohombres de mármol, de ‘una pieza’, en actitud apolínea; vírgenes recibiendo a Reyes Magos o a Espíritus Santos; dioses en majestad, o muriendo por nosotros; reyes en su majestad; señores raros con patas de cabrón persiguiendo a señoras en pelotas… Acabo de poner en Google ‘Museo del Louvre’ y las primeras imágenes que me han salido (después de las miles de imágenes del propio palacio con su cúpula ‘high tech’) han sido ‘La libertad guiando al pueblo’, ‘Eneas cuenta la caída de Troya’, el ‘Embarque para Citerea’ y ‘La coronación de Napoleón’. Dado que todo el mundo afirma entender el arte ‘clásico’ doy por sentado que a todo el mundo le dice más cosas Eneas y Citerea que un estropajo.
Pero imaginemos que, por alguna extraña razón, decidimos que nos gusta más o, al menos, nos ‘cae mejor’ el estropajo de nuestra compañera que ‘la coronación de Napoleón’. ¿A dónde nos conduce esa decisión (qué sentido tiene)? Quizá nos lleve a sentir algo menos de aprecio por un oligarca, con centenares de muertos a sus espaldas, que se hizo retratar como un héroe por un pintor mercenario que puso su talento al servicio del megalómano interés de un dictador por pasar a la historia como un dios (si en lugar de haberles ‘enseñado’ a hacer cuadros con un estropajo les hubiéramos enseñado a pintar ‘como Dios manda’, ¿estarían dispuestos a retratar a Ángela Merkel, por supuesto sin sarcasmo, sobre un caballo blanco en corbeta, rodeada de querubines, con el humo de las cenizas de la Europa del bienestar al fondo?). Quizá nuestra decisión nos lleve a sentir menos aprecio por una maquinaria institucional (que incluye la escuela, el museo, el centro de información turística, los libros…) que hace que sintamos aprecio reverencial por el oligarca asesino, por su pintor servil y, sobre todo, por la costumbre de poner el talento personal al servicio de la legitimación cultural de la historia de los vencedores (y, sobre todo, que hace que creamos que ‘lo entendemos’ mejor que el Minimal).
Pensemos que, durante siglos, la única forma de representar, es decir, de registrar algo, extraerlo del flujo de lo transitorio y vincularlo de manera privilegiada con lo invariable, eterno, universal y esencial, era el arte. Pensemos que, durante siglos, el arte tenía la potestad exclusiva de seleccionar lo memorable, aquello que estaba destinado a permanecer en la memoria de los hombres, a definir sus modelos de comportamiento y modelar sus referentes. Y que tenía la capacidad de hacer creer que esos referentes –curiosamente de la estirpe del comitente- no eran un encargo de un oligarca deseoso de legitimar sus privilegios sino la revelación de la voluntad de los dioses. Imaginemos ahora que entráramos en un museo de arte contemporáneo y nos encontráramos, en el pasillo central, una imagen de G.W. Bush bombardeando Irak rodeado de ángeles y santos cantando sus glorias y con Aznar a sus pies rezando por su buena puntería. O un retrato de grupo del consejo de administración de Bankia rodeados de sus joyas, sus mejores vajillas y unos cuantos patos recién cazados por el suelo. O a Paulino Rivero en contraposto con una sabana anudada sobre su hombro, tocado con una corona de Laurel, una lira en la mano y la mirada perdida hacia la trascendencia. O a Bin Laden subiendo en cuerpo y alma a los cielos con un cinturón explosivo llevando en cada una de sus manos una torre gemela. E imaginemos que esas fueran las únicas imágenes disponibles, y que nadie tuviera ninguna posibilidad de representarse nada al margen de ese imaginario. E imaginemos que esas imágenes las hicieran los mejores publicistas, cineastas, fotógrafos, guionistas y productores del mundo, y que lo hicieran con tanto talento que lograran que Bush, Aznar, Rivero, Rato y Laden parecieran dioses ¿entenderíamos mejor el arte contemporáneo? Imaginemos, por último, que entráramos en ese museo y nos provocara risa, o asco, o enfado, y enseguida llegara alguien con uniforme a pedirnos que guardáramos el debido decoro y mostráramos reverencia hacia esas imágenes. Imaginemos que, indignadas, quisiéramos comentar lo que vemos y nos hicieran guardar silencio. Imaginemos que quisiéramos salir de ese museo para ir a visitar los barrios populares y nos dijeran que esas no son las visitas que están en el programa turístico. En realidad, si lo piensan bien, tampoco tenemos que imaginar tanto. Eso es lo que ocurre cada día en uno de eso museos que conservan el patrimonio que decimos entender, con el nos reconocemos y el que nos hace identificarnos con nuestra cultura, nuestra patria o nuestra humanidad.
Volvamos a nuestro estropajo. Antes aún de mirarlo. Lo llevamos bajo el brazo, lo prestamos, anotamos junto a él lo que nos interesa, lo comentamos, lo tratamos con cariño pero sin reverencia, lo sometemos a discusión, lo utilizamos para aprender y para enseñar, entre todas, en abierto, participativamente. Lo compartimos, lo criticamos, lo discutimos, lo alteramos. Sin seguritas, sin cordones, sin masas de turistas, sin caminos pautados. Y sin dioses, mártires, prohombres, militares, mujeres objeto, políticos. Imaginemos que nos gusta nuestro cartapacio ¿ven ahora a dónde nos lleva, qué sentido tiene, hacia dónde nos orienta?, y, sobre todo, ¿ven ahora de quién nos distancia?
IV. Pero ¡si esto lo puede hacer cualquiera!
El arte contemporáneo suele irritar a su público porque ‘cualquiera puede hacerlo’, incluso ‘un niño de seis años’. Esta irritación proviene de un desencuentro que es real: el desencuentro entre las expectativas del espectador, que cree que debe contemplar algo (preferentemente bello), y la intencionalidad de la obra que, precisamente, persigue exactamente lo contrario, que el espectador deje de serlo, que no pretenda ver algo acabado y ‘patrimonializado’ sino una gran variedad de recursos para re-crear-se en ellos y con ellos.
El arte contemporáneo pretende que el espectador, es decir, ‘cualquiera’, lo use, lo re-cree, juegue con él (con el sentido que el verbo ‘jugar’ tiene en francés o inglés, idiomas en los que significa también ‘ejecutar’ -una pieza musical- o ‘poner en escena’ -una obra dramática-).
Lo primero que ‘significa’ nuestro cartapacio es su adscripción al arte contemporáneo, es decir, su declaración de que cualquiera puede hacerlo, no sólo personas dotadas de un talento excepcional, personas ejemplares pero, paradójicamente, inimitables. El trabajo de nuestro cartapacio es realmente ejemplar, muestra ejemplos de que algo puede hacerse, precisamente porque es imitable, porque imita e invita a imitar. El que vea su cartapacio no imaginará detrás un ser excepcional haciendo gala de su excepcionalidad, sino un ejemplo de cómo cualquiera puede dejar de ser un cualquiera sin más recursos que un bloc de notas.
¿Se imaginan que, pese a las enormes ventajas cardiovasculares y sicológicas que reporta su ejercicio, el deporte estuviera restringido a Messi o Nadal y convertido en un mero espectáculo?, ¿se imaginan que todos pudiéramos verlo pero no practicarlo (salvo que demostráramos cualidades excepcionales)? Igual que se fomenta (poco, la verdad) el deporte de base ¿no deberíamos fomentar el arte de base y no sólo el de élite?
Y si resultase que la practica artística fuera ‘neuronal y socialmente’ saludable ¿deberíamos limitarla a media docena de genios al siglo y restringir el contacto con ella a un simple espectáculo en el que unos pocos hacen y todos los demás miran?
Su cartapacio, como el arte contemporáneo, nos dice básicamente: ‘hágalo usted mismo’, y hágalo, si es posible, con su hijo de seis años. Y nos enseña mil maneras de hacerlo y cómo hacerlo.
Su cartapacio es ‘copyleft’, trabaja con ‘códigos abiertos’, no utiliza técnicas o procedimientos muy diferentes a los que usamos el común de los mortales para realizar los videos que subimos a la red, o para hacer las fotos que colgamos en nuestro perfil en las redes sociales, o para componer nuestro álbum familiar, cuidar nuestra imagen personal, explicar al obrero la reforma que pretendemos hacer en la cocina, seleccionar los objetos que hablan de y por nosotros… Eso sí, lo que resulta muy diferente no es la técnica sino su uso, pues el arte precisamente juega con (ejecuta, pone en escena) la alteración de la lógica desapercibida que subyace a las miles de prácticas que, diaria y mecánicamente, ponemos en obra en relación con la imagen. Hoy, que todos somos ‘prosumidores’, que producimos imágenes a partir de su consumo (diferencial) y que consumimos de manera creativa; hoy que el poder ya no se entiende como un elemento externo y represor que nos constriñe, sino como una disposición interiorizada que nos modela y gratifica; hoy el arte pone a nuestra disposición recursos manuales y mentales para ‘prosumir’ de manera creativa y responsable, para poner en practica alternativas a las formas vigentes de reconocernos y hacernos reconocer (basadas en una insostenible capacidad de producción y consumo), para convertir el ocio en verdadero tiempo ‘libre’, para recuperar la agencia en la determinación de nuestros deseos y la importancia de lo que nos preocupa y ocupa.
El arte contemporáneo pretende que el espectador, es decir, ‘cualquiera’, lo use, lo re-cree, juegue con él (con el sentido que el verbo ‘jugar’ tiene en francés o inglés, idiomas en los que significa también ‘ejecutar’ -una pieza musical- o ‘poner en escena’ -una obra dramática-).
Lo primero que ‘significa’ nuestro cartapacio es su adscripción al arte contemporáneo, es decir, su declaración de que cualquiera puede hacerlo, no sólo personas dotadas de un talento excepcional, personas ejemplares pero, paradójicamente, inimitables. El trabajo de nuestro cartapacio es realmente ejemplar, muestra ejemplos de que algo puede hacerse, precisamente porque es imitable, porque imita e invita a imitar. El que vea su cartapacio no imaginará detrás un ser excepcional haciendo gala de su excepcionalidad, sino un ejemplo de cómo cualquiera puede dejar de ser un cualquiera sin más recursos que un bloc de notas.
¿Se imaginan que, pese a las enormes ventajas cardiovasculares y sicológicas que reporta su ejercicio, el deporte estuviera restringido a Messi o Nadal y convertido en un mero espectáculo?, ¿se imaginan que todos pudiéramos verlo pero no practicarlo (salvo que demostráramos cualidades excepcionales)? Igual que se fomenta (poco, la verdad) el deporte de base ¿no deberíamos fomentar el arte de base y no sólo el de élite?
Y si resultase que la practica artística fuera ‘neuronal y socialmente’ saludable ¿deberíamos limitarla a media docena de genios al siglo y restringir el contacto con ella a un simple espectáculo en el que unos pocos hacen y todos los demás miran?
Su cartapacio, como el arte contemporáneo, nos dice básicamente: ‘hágalo usted mismo’, y hágalo, si es posible, con su hijo de seis años. Y nos enseña mil maneras de hacerlo y cómo hacerlo.
Su cartapacio es ‘copyleft’, trabaja con ‘códigos abiertos’, no utiliza técnicas o procedimientos muy diferentes a los que usamos el común de los mortales para realizar los videos que subimos a la red, o para hacer las fotos que colgamos en nuestro perfil en las redes sociales, o para componer nuestro álbum familiar, cuidar nuestra imagen personal, explicar al obrero la reforma que pretendemos hacer en la cocina, seleccionar los objetos que hablan de y por nosotros… Eso sí, lo que resulta muy diferente no es la técnica sino su uso, pues el arte precisamente juega con (ejecuta, pone en escena) la alteración de la lógica desapercibida que subyace a las miles de prácticas que, diaria y mecánicamente, ponemos en obra en relación con la imagen. Hoy, que todos somos ‘prosumidores’, que producimos imágenes a partir de su consumo (diferencial) y que consumimos de manera creativa; hoy que el poder ya no se entiende como un elemento externo y represor que nos constriñe, sino como una disposición interiorizada que nos modela y gratifica; hoy el arte pone a nuestra disposición recursos manuales y mentales para ‘prosumir’ de manera creativa y responsable, para poner en practica alternativas a las formas vigentes de reconocernos y hacernos reconocer (basadas en una insostenible capacidad de producción y consumo), para convertir el ocio en verdadero tiempo ‘libre’, para recuperar la agencia en la determinación de nuestros deseos y la importancia de lo que nos preocupa y ocupa.
V. Los media.
Ya hemos visto nuestro trabajo en relación con la primera de las fuentes principales de las imágenes que conforman nuestro imaginario (el museo). ¿Dónde más estamos acostumbrados a ver imágenes? Sin duda, en los media, en la televisión, en los anuncios y carteles de nuestras ciudades, en Internet, en el cine… Pues bien, si pensamos en esas imágenes ¿qué es lo primero que se nos viene a la cabeza? Probablemente, mujeres despampanantes asiliconadas y varones musculosos atiborrados a esteroides rodeados de productos glamorosos. Gente guapa, segura, bien terminada, sonriente, satisfecha ¿Cómo son esas imágenes? brillantes hasta la ostentación, llamativas hasta la provocación, sensuales hasta la pornografía. Y caras, muy caras. ¿Qué pretenden esas imágenes? sin duda, captar nuestra atención de la manera más directa posible, apelando a nuestros más bajos instintos o a nuestra sensibilidad más cruda, para seducirnos, engatusarnos y, en la práctica totalidad de los casos, vendernos algo. Excitan nuestros deseos y los proyectan más allá de nuestras necesidades para impedir que nuestros apetitos se satisfagan y lograr que se retroalimenten con nuestra propia ansiedad.
Volvamos a nuestro cartapacio ¿qué vemos allí? imágenes opacas, de bajo tono, poco ostentosas… tratan de llamar la atención sin gritar, de manera sutil, sin retórica ampulosa. Son inciertas, dubitativas, casi tímidas… seguramente porque no tienen nada que vendernos. No tratan de raptar nuestros sentidos ni excitar nuestros deseos. Antes bien, pareciera que a cualquiera que le gustaran tendría que ser una persona que se conforma con poco, apenas con disfrutar de una mancha en un papel. O quizá no. Quizá la persona a la que le gustaran tendría que ser una persona muy exigente, que no se conformara con que excitaran su bajo vientre con trucos de prestidigitador de la imagen, sino que demandara algo que le hiciera mirar para otro lado, pensar las cosas de otra manera, aprender a disfrutar al máximo con lo mínimo, recapacitar sobre por qué le gusta lo que le gusta y si deberían gustarle otras cosas… En fin, quizá la persona a la que le gustaran tendría que esperar que le enseñara algo en el sentido más amplio de la palabra.
Si las imágenes que nos rodean nos imaginan como necios sacos de testosterona nacidos para consumir, como insaciables eyaculadores precoces, envidiosos, vanidosos, narcisistas, codiciosos, gregarios, ostentosos… ¿cómo nos imaginan las imágenes de nuestro cartapacio?, ¿a dónde quieren llevarnos? Y ¿a qué ritmo? Su indisposición a decirnos algo evidente de manera urgente ¿no estará zancadilleando la comunicación, demorando la respuesta, para generar un espacio de reflexión en el que pueda aflorar un sentido (una orientación) diferente? ¿No nos piensa, nos desea, nuestro cartapacio, como personas capaces de sortear las respuestas inducidas e instintivas y de tomarnos nuestro tiempo, ahora sí libre, en el ejercicio de la recuperación de la agencia sobre nuestros gustos e inclinaciones?
Volvamos a nuestro cartapacio ¿qué vemos allí? imágenes opacas, de bajo tono, poco ostentosas… tratan de llamar la atención sin gritar, de manera sutil, sin retórica ampulosa. Son inciertas, dubitativas, casi tímidas… seguramente porque no tienen nada que vendernos. No tratan de raptar nuestros sentidos ni excitar nuestros deseos. Antes bien, pareciera que a cualquiera que le gustaran tendría que ser una persona que se conforma con poco, apenas con disfrutar de una mancha en un papel. O quizá no. Quizá la persona a la que le gustaran tendría que ser una persona muy exigente, que no se conformara con que excitaran su bajo vientre con trucos de prestidigitador de la imagen, sino que demandara algo que le hiciera mirar para otro lado, pensar las cosas de otra manera, aprender a disfrutar al máximo con lo mínimo, recapacitar sobre por qué le gusta lo que le gusta y si deberían gustarle otras cosas… En fin, quizá la persona a la que le gustaran tendría que esperar que le enseñara algo en el sentido más amplio de la palabra.
Si las imágenes que nos rodean nos imaginan como necios sacos de testosterona nacidos para consumir, como insaciables eyaculadores precoces, envidiosos, vanidosos, narcisistas, codiciosos, gregarios, ostentosos… ¿cómo nos imaginan las imágenes de nuestro cartapacio?, ¿a dónde quieren llevarnos? Y ¿a qué ritmo? Su indisposición a decirnos algo evidente de manera urgente ¿no estará zancadilleando la comunicación, demorando la respuesta, para generar un espacio de reflexión en el que pueda aflorar un sentido (una orientación) diferente? ¿No nos piensa, nos desea, nuestro cartapacio, como personas capaces de sortear las respuestas inducidas e instintivas y de tomarnos nuestro tiempo, ahora sí libre, en el ejercicio de la recuperación de la agencia sobre nuestros gustos e inclinaciones?
VI. La subjetividad.
Pero, en realidad, ¿están las imágenes ya sólo en los carteles y las pantallas?, ¿no están también en los escaparates?, ¿son nuestros brillantes coches otra cosa que una imagen?, ¿no son nuestros auditorios high tech y nuestros museos ‘de marca’ simples adornos de (los gestores de) unas ciudades que quieren vivir de su imagen?, ¿no es imagen lo que rodea nuestro cuerpo? Mas aún, ¿no es nuestro cuerpo mismo una imagen?, ¿no comemos por imagen, corremos por imagen, trabajamos por imagen, amamos por imagen…?, ¿son imagen nuestras experiencias?, ¿y nuestras relaciones?
Y ¿qué hace nuestro cartapacio con/por nuestra imagen?, ¿salimos guapos?
¿Cómo es nuestro álbum de fotos?, ¿cómo nos gusta recordarnos?, ¿en qué momentos? Guardamos, patrimonializamos, las fotos de los viajes, las fiestas, las conmemoraciones o las adquisiciones ¿están en el álbum las fotos de las depresiones, las frustraciones, las dudas o los miedos? ¿Y en nuestro cartapacio?
¿Cómo salimos en el álbum? en el centro de la foto, de cuerpo entero, sonriendo, satisfechos, seguros. ¿Y en ese extraño álbum que llamamos cartapacio? Qué le debería gustar a alguien al que le gustara nuestro cartapacio?, ¿esos álbumes ‘personales’ en el que todo el mundo tiene indefectiblemente las mismas fotos en los mismos momentos, ante los mismos monumentos, con las mismas caras y los mismos acompañantes?, ¿esos álbumes de la gente que sabe qué es lo importante: hacer la comunión, casarse, viajar, tener hijos, celebrar la navidad, y, sobre todo, salir sonriente en la foto, no vayan a decir que no lo pasamos bien? ¿O quizá deberían interesarle esos álbumes de la gente que no sabe bien qué hace, ni quién es, ni hacia donde debe mirar, ni qué es lo importante… pero que toma nota de su propia incertidumbre con la esperanza de encontrarle un sentido? El álbum de fotos funciona como el relicario de la nostalgia de una vida con planteamiento, nudos y desenlace, con infancia familiar, mili y otros ritos de paso, viaje de fin de curso, y de boda, alumbramientos, construcción de una familia con un pasado compartido en el que reconocerse… una vida narrada con final feliz. ¿Cómo debería ser el álbum de un individuo postfordista, flexible, infiel, adaptable, variable, oportunista, precario, expuesto, un individuo que pasó sus primeras navidades con los hijos de la tercera pareja de su padre biológico; que, en lugar de jurar bandera, emigró en patera; que se fue de luna de miel para encontrar pareja…?
Recuerden aquel ensayo en el que Enzensberger comparaba los conocimientos de un humanista del Renacimiento y una peluquera del Berlín actual. Sorprendentemente, concluía que los dos tenían una ‘cantidad’ comparable de conocimientos: la peluquera sabía conducir, sacar dinero de un cajero, hacer biberones, vestirse, navegar por Internet y, por supuesto, peinar, cosas todas ellas que el humanista, que sabía latín, había leído a los clásicos y dominaba la retórica, desconocía. La diferencia no estribaba en la cantidad, ni siquiera en la calidad, sino en la relación. Todos los conocimientos del humanista eran coherentes, se vinculaban los unos a los otros como si formaran parte de un cuerpo de doctrina, mientras que el saber hacer de la peluquera hacía referencia a ámbitos del conocimiento y la práctica absolutamente heterogéneos. Listados, parecerían describir la mente disgregada de un esquizofrénico si no fuera porque ahora todos nos reconocemos en esa disgregación. Quizá por eso fuera posible en el Renacimiento hacer un retrato de un individuo ‘de una sola pieza’ con un perfil definido, cerrado, centrípeto, y todos los retratos de nuestro cartapacio vinculan un perfil sin terminar con un fragmento de un atributo, una factura, una receta y un mapa, fragmentos de un contexto que define un sujeto más como elemento cruzado por esos elementos que como un centro capaz de darles unidad.
Y ¿qué hace nuestro cartapacio con/por nuestra imagen?, ¿salimos guapos?
¿Cómo es nuestro álbum de fotos?, ¿cómo nos gusta recordarnos?, ¿en qué momentos? Guardamos, patrimonializamos, las fotos de los viajes, las fiestas, las conmemoraciones o las adquisiciones ¿están en el álbum las fotos de las depresiones, las frustraciones, las dudas o los miedos? ¿Y en nuestro cartapacio?
¿Cómo salimos en el álbum? en el centro de la foto, de cuerpo entero, sonriendo, satisfechos, seguros. ¿Y en ese extraño álbum que llamamos cartapacio? Qué le debería gustar a alguien al que le gustara nuestro cartapacio?, ¿esos álbumes ‘personales’ en el que todo el mundo tiene indefectiblemente las mismas fotos en los mismos momentos, ante los mismos monumentos, con las mismas caras y los mismos acompañantes?, ¿esos álbumes de la gente que sabe qué es lo importante: hacer la comunión, casarse, viajar, tener hijos, celebrar la navidad, y, sobre todo, salir sonriente en la foto, no vayan a decir que no lo pasamos bien? ¿O quizá deberían interesarle esos álbumes de la gente que no sabe bien qué hace, ni quién es, ni hacia donde debe mirar, ni qué es lo importante… pero que toma nota de su propia incertidumbre con la esperanza de encontrarle un sentido? El álbum de fotos funciona como el relicario de la nostalgia de una vida con planteamiento, nudos y desenlace, con infancia familiar, mili y otros ritos de paso, viaje de fin de curso, y de boda, alumbramientos, construcción de una familia con un pasado compartido en el que reconocerse… una vida narrada con final feliz. ¿Cómo debería ser el álbum de un individuo postfordista, flexible, infiel, adaptable, variable, oportunista, precario, expuesto, un individuo que pasó sus primeras navidades con los hijos de la tercera pareja de su padre biológico; que, en lugar de jurar bandera, emigró en patera; que se fue de luna de miel para encontrar pareja…?
Recuerden aquel ensayo en el que Enzensberger comparaba los conocimientos de un humanista del Renacimiento y una peluquera del Berlín actual. Sorprendentemente, concluía que los dos tenían una ‘cantidad’ comparable de conocimientos: la peluquera sabía conducir, sacar dinero de un cajero, hacer biberones, vestirse, navegar por Internet y, por supuesto, peinar, cosas todas ellas que el humanista, que sabía latín, había leído a los clásicos y dominaba la retórica, desconocía. La diferencia no estribaba en la cantidad, ni siquiera en la calidad, sino en la relación. Todos los conocimientos del humanista eran coherentes, se vinculaban los unos a los otros como si formaran parte de un cuerpo de doctrina, mientras que el saber hacer de la peluquera hacía referencia a ámbitos del conocimiento y la práctica absolutamente heterogéneos. Listados, parecerían describir la mente disgregada de un esquizofrénico si no fuera porque ahora todos nos reconocemos en esa disgregación. Quizá por eso fuera posible en el Renacimiento hacer un retrato de un individuo ‘de una sola pieza’ con un perfil definido, cerrado, centrípeto, y todos los retratos de nuestro cartapacio vinculan un perfil sin terminar con un fragmento de un atributo, una factura, una receta y un mapa, fragmentos de un contexto que define un sujeto más como elemento cruzado por esos elementos que como un centro capaz de darles unidad.