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glosario

Este hipertexto es un glosario de conceptos que pueden servir para articular las derivas por el escenario de la cultura contemporánea. No tiene intención enciclopédica, sus definiciones son sesgadas e intencionales. Tiene vocación procesual, dista mucho de estar acabado y de poderse acabar, pero puede resultar orientativo (en la misma medida que el disenso) e irá completándose y modificándose con las aportaciones de aquellos que deseen participar en el proyecto.

[Estamos en obras, disculpen las molestias]

No creemos que resulte polémico afirmar que la creación artística (al menos en lo tocante a las artes visuales a las que nos circunscribiremos) se halla en Canarias en un nivel de desarrollo superior a la crítica de arte, una circunstancia que determina que el territorio cultural se halle relativamente poco estructurado intelectualmente: grupos y francotiradores de la cultura desarrollan su trabajo en un ámbito donde encuentran más acogida que eco, que ofrece más oportunidades a la promoción que al discernimiento. Lo que sí sería más discutible es mantener la tradicional distinción creación / crítica. Diluir esta frontera nos remitiría en nuestro diagnóstico a una hipotética negligencia por parte de los artistas (que, encerrados en su creación se olvidan de tomar la palabra para hacerse eco de la situación cultural) o a una falta de creatividad por parte de los analistas (que no perciben la dimensión heurística de su labor). Parece pues lógico que un proyecto interesado en analizar la producción cultural emergente no sintácticamente (en función de los propios parámetros o estructuras de las obras) sino dialécticamente (en función de la posición que ocupan en su contexto político.cultural) se apoye en una cartografía conceptual que, a modo de work in progress, trate de articular y ubicar la creación actual con la colaboración de sus propios agentes.

Mapa conceptual.

Somos conscientes de la imposibilidad de dar cuenta de la totalidad de los múltiples factores que determinan la creación contemporánea. Precisamente por ello se hace más necesaria la cartografía y más disculpables sus errores: el mapa no es el territorio. Somos también conscientes del riesgo de simplificar una realidad tan compleja como la artística al tratar de encasillarla en un determinado espacio que, necesariamente, adquirirá sus características representativas por su relación con los territorios adyacentes. Lo que se presenta es, como el mapa, una herramienta; una herramienta, como los primeros mapas, manifiestamente mejorable a partir de las aportaciones de los viajeros. No pretendemos ubicar lo ya creado, sólo poner sobre el tapete las variables entre las que los nuevos creadores tendrán que ubicar su obra: la bio.grafía no señala un punto en el mapa sino una deriva que permitirá deducir su sentido (de la orientación) de su gestión de los recorridos y los tiempos de estancia. Al fondo del mapa se percibe una red urbana de comunicaciones. No pretendemos situar las creaciones, sino crear trayectos, líneas (que podrán ser circulares o atravesar el territorio transversalmente, conectar con intercambiadores y crear paradas o moverse por las periferias…), orientaciones.

[Mapa]

No suscitará mucha controversia que situemos en el centro de nuestro paisaje el capitalismo en su versión planetaria: la globalización. En torno a ese eje pivota el sujeto y se distribuyen dos grandes territorios mentales y no sólo cronológicos: el de la modernidad y el de la postmodernidad. En el primero se mantiene la expectativa de que una racionalidad (auto)crítica pueda dirimir los conflictos humanos; en el segundo se considera esa expectativa como la última variante refinada del autoritarismo ilustrado eurocéntrico. A su vez, estos dos grandes territorios se encuentran intersectados por otras dos grandes orientaciones: la individualista y la de grupo. La primera considera los derechos sociales como un derivado de los individuales; la segunda pone el énfasis en que la unidad básica de la existencia humana y, por lo tanto, la cifra de su bienestar– es el grupo. Las encrucijadas de estos cuatro territorios generan a su vez los cuatro cuadrantes básicos del mapa: el del individualismo postmoderno (definido por un cierto narcisismo en el marco de la sociedad del espectáculo), el del intimismo moderno (definido por un cierto puritanismo en el marco de la utopía de la autonomía y la emancipación); el del comunitarismo postmoderno (definido por una cierta nostalgia identitaria en el marco del multiculturalismo); y el del colectivismo moderno (definido por un cierto compromiso social en el marco de la confianza en la multitud como sujeto histórico). Claro está que ni la modernidad y la postmodernidad tienen lindes definidos ni en consecuencia fronteras marcadas-, ni tampoco lo individual es la antítesis de lo colectivo (sino, a menudo, su complemento natural), pero este despliegue provisional nos puede ir permitiendo ubicar el resto de los conceptos, incluyendo movimientos artísticos y culturales e intelectuales y artistas de referencia. Grosso modo, cabría decir que en el ámbito del individualismo postmoderno se ubicarían los fenómenos vinculados al desarrollo de la ‘razón cínica’, el interés por los medios, la cultura del espectáculo, los estudios visuales o la influencia tecnológica. En el ámbito del comunitarismo postmoderno se ubicarían los fenómenos, con orientación antropológica, ligados al multiculturalismo y el postcolonialismo, el encanto exótico de las periferias, el renacer de las identidades o el elogio de las diferencias. En el territorio del colectivismo modernista se ubicarían las prácticas activistas y participativas, con orientación sociológica, derivadas de las neovanguardias de los 60 y 70 (y a su vez de las vanguardias de principios del XX) , la preocupación por el deterioro del espacio público, el territorio o la injusticia social. Y, finalmente, el espacio del individualismo modernista lo ocuparían las prácticas micropolíticas vinculadas al gobierno del yo en clave narrativa e intimista. Insistamos: los territorios no son estancos y se pueden poner en relación mediante un recorrido. Otros conceptos (como el de poder o ciudad) se expanden por varios ámbitos, así como la influencia de pensadores o artistas de la importancia de Foucault o Broodthaers.

Hipertexto.
No es estrictamente la leyenda del mapa conceptual aunque sí pretende proporcionar las herramientas conceptuales básicas para orientarse por el territorio que define. El carácter hipertextual sugiere una deriva similar a la que se propone con el mapa. Como este, el texto es susceptible de ser modificado, ampliado o reducido (los conceptos se publicarán en un blog donde perderán su carácter hipertextual pero podrán ser comentados), de hecho el glosario tiene muchos términos por definir que se irán llenando de contenido a medida que avance el proyecto.

No todos los problemas del mundo actual son de naturaleza estrictamente cultural (el cambio climático, la deuda externa, los residuos sólidos, las pandemias…) no obstante, casi todos ellos tienen un trasfondo que los vincula a los hábitos, modos de vida y practicas de subjetivación de los habitantes de la aldea global. La vieja separación marxista de estructura (económica) y superestructura (cultural) no tiene vigencia alguna: por un lado el motor de la economía es el ocio y el consumo ‘suntuario’ de imagen prêt-à-porter; por otro, el reconocimiento cultural está ligado a la capacidad adquisitiva. En ese contexto en el que el espíritu se mercantiliza y la producción se estetiza y en el que el uso de laca del pelo orada la capa de ozono que protege el planeta no tiene demasiado sentido marcar las fronteras entre lo público y lo privado. Partimos de la convicción de que los problemas culturales del siglo XXI serán, como dictaminara Foucault, bio.gráficos y demo.gráficos, es decir, cómo definir, dibujar una vida y un pueblo, una colectividad. Plantear la subjetividad individual y el colectivo como problemas implica situarse en un horizonte tardomoderno: después de la crisis del sujeto y la conciencia, la identidad y la comunidad. El problema se podría plantear mediante la pregunta ‘¿qué podemos ser ahora que hemos conseguido no ser nadie?’, una formulación que presenta una modernidad inconclusa: tras una primera fase desconstructiva que desfondó todas las convicciones dogmáticas, los destinos providenciales y los atributos de la identidad (primera fase que tiene aún mucho por hacer en buena parte del planeta y que encontrará numerosos abscesos de nostalgia en los territorios ya ‘urbanizados’) no podemos contentarnos con solazarnos en el desierto del nihilismo y adaptarnos a su proliferación convertida en espectáculo; hay que reconstruir, con los restos de naufragio, un conjunto de criterios, contingentes y civiles, que permitan habitar la incertidumbre y hacerla sostenible. La ‘aldea global’ no sólo designa la extensión planetaria de lo profano sino también el paralelo retorno nostálgico de lo sagrado. Para realizar proposiciones que doten de contenido la segunda fase de la modernidad en este contexto sincrético creemos que conviene tomar en consideración varios de los conceptos que aquí se desarrollan.

Actuación.
El mundo del arte vive sumido en la confusión entre acción y actuación. La vanguardia artística se vio muy influida por el ataque de mala conciencia que sufrió Marx cuando, al redactar la tesis XI sobre Feuerbach, postuló que el filosofo no debía interpretar el mundo sino cambiarlo. En su pulsión autodestructiva apostó por la vida en detrimento del arte. La neovanguardia y muchas de sus derivas postmodernas reeditaron ese compromiso a favor de la acción identificando las actuaciones culturales con las acciones políticas y, en consecuencia, evaluando las primeras en función de sus logros efectivos en el terreno material. Se subestiman así en un insostenible mundo ‘accionista’ que no adolece de inmovilismo sino de falta de rumbo- las actuaciones simbólicas que, tanto en el arte como en la vida, definen esperanzas, deseos, dudas o enfados que quedan más allá de la posibilidad real de revertir el orden de cosas dado a corto plazo, pero que ponen de manifiesto orientaciones alternativas o sirven de contraste a las operativas.

La ansiedad implícita en la “estética accionista” socava el valor biográfico de las actuaciones que permiten colegir una orientación en el escenario de la historia y reconocerse en un relato al margen de atributos esencialistas y distintivos cortoplacistas. Porque somos lo que hacemos, pero con frecuencia acabamos haciendo lo que haría el que creemos que somos. Cuando proyectamos nuestros actos en la imagen del individuo que creemos que merecería la pena ser, la identidad se trasciende, como quería Taylor, en una orientación en el espacio moral: lo que hacemos nos significa y esa significatividad le trasmite sentido a la vida misma.

Adolescencia.

No es cierto que el conocimiento de la historia prevenga su repetición, pero nos hace conscientes de que las cosas no siempre fueron del mismo modo (y de que, en consecuencia, pueden dejar de ser así). El niño no puede distanciarse de la actualidad (no conoce alternativas reales o ideales), por lo que vive el estado de cosas vigente como si perteneciera al orden de lo natural (y sus normas como leyes naturales). La ilustración perseguía la superación de la minoría de edad del género humano, la vinculación postmoderna de su proyecto con un eurocentrismo patriarcal insostenible, unida a la crisis de la mentalidad burguesa que basaba la competencia en la adquisición de experiencia (y la realización en la adquisición de sabiduría), determinan que la desorientación moderna cale en unos padres que fluctúan entre la creencia (inercial) de que la cultura (el cultivo) produce prosperidad y la percepción de que el desconocimiento (la identificación de educación y capacitación o la mera inconsciencia) favorece la adaptación a un orden dado como segunda naturaleza. La adolescencia, es decir, la carencia de distancia respecto a la actualidad y el propio ego, se ha convertido no sólo en un mérito curricular -en una economía postfordista que privilegia la ausencia de planteamientos, nudos y desenlaces y basa el reconocimiento en el cultivo de una imagen narcisista-, sino en una receta psicológica para sobrevivir al fin de la historia (a la actualidad prepotente de un platonismo invertido espectacular que convierte los hechos en fuentes de derecho).

La emancipación ha entrado en crisis como objetivo no sólo intelectual (la correspondencia infantil entre el universo conceptual y el corte epistemológico convierte la adaptación en un hecho indoloro e incluso jubiloso) sino socioeconómica (los salarios bajos y los contratos temporales impiden abandonar la casa del padre y adquirir compromisos, lo que convierte el sueldo en una paga consecuentemente orientada hacia el consumo cortoplacista de chucherías y las relaciones personales en citas). Por otra parte, el culto a la imagen abunda en el desprestigio de la madurez (identificada con la inflexibilidad propia de la convicción). Las canas merecen tan poco respeto como la experiencia o la sabiduría. El padre, amenazado por la obsolescencia laboral que le obligado a un constante reciclaje, ya no dispone de la cobertura burguesa que proporcionaba autoridad a su ausencia; con el lastre de mala conciencia patriarcal sobre sus espaldas consiente al hijo no sólo porque no tiene certezas que trasmitirle sino porque desea ser su colega. El cuarentón con vaqueros aspira (con cirugía si hiciera falta) a la condición de adolescente honorario. La vida pública se rejuvenece y convierte la responsabilidad política del ciudadano en exigencia del consumidor en el marco del derecho personal a la realización. En la cultura del espacio el padre enseñaba a su hijo las canciones que aprendió del abuelo (canciones que desconocían en el país vecino), en la cultura del tiempo el padre aprende la canción de moda de su hijo, que la comparte con todos los miembros de su generación de un lado al otro del mundo. Esta inversión de la autoridad está en la base de esa mezcla de procacidad pornográfica e ingenuidad, de candor y seducción, de morbo, resabio y simpleza que caracteriza la cultura del chiste fácil y el golpe ingenioso (que se ejercita en el diálogo cuasionomatopéyico de los locales estruendosos). El sistema escolar norteamericano comprendió pronto que para vender coches de segunda mano no hacía falta saberse los afluentes del Ebro y que la sobrecapacitación produce primero fracaso escolar y después frustración. La destrucción de la comunidad y la pérdida de prestigio de la alternativa ilustrada (el canon cultural compartido) determinan que la cultura del tiempo no disponga de más campo de indicación que la actualidad, por lo que la imagen (cfr. Alegoría) debe establecer un orden de relación in.mediato y la interpretación debe desvincularse de la formación. De este modo la cultura de los países incultos (adolescentes) sirve de alternativa postmoderna al elitismo de una Europa decadente y atenazada por la mala conciencia de sus arrugas.

Agencia.
Capacidad individual o social de determinarse uno mismo y a las propias acciones. Hace referencia a la posibilidad de estar intelectualmente presente y activo en la realización de una subjetividad individual o política que, no obstante, vendrá necesariamente determinada por agentes externos (y adoptará, de hecho, el perfil de una forma de mediación) y por juegos de poder.

Agenciamiento.
Una estructura presupone un sistema. Puede articular elementos dispares pero tiende a homogeneizarlos mediante relaciones jerárquicas típicas de un “pensamiento arborescente”. Polemizando con este paradigma, el postestructuralimo promueve un pensamiento que, como un rizoma…

…conecta cualquier punto con otro punto cualquiera, cada uno de sus rasgos no remite necesariamente a rasgos de la misma naturaleza; […] No está hecho de unidades, sino de dimensiones, o más bien de direcciones cambiantes. […] Contrariamente al grafismo, al dibujo o a la fotografía, contrariamente a los calcos, el rizoma está relacionado con un mapa que debe ser producido, construido, siempre desmontable, conectable, alterable, modificable, con múltiples entradas y salidas, con sus líneas de fuga… (Deleuze y Guattari, Mil Mesetas).

Este «pensamiento rizomático» fijará su atención menos en los entes individuales que en los acontecimientos, fortuitos y aleatorios, que problematizan el hábito de contemplar la realidad bajo el prisma de pares bipolares (cuerpo y alma, historia y naturaleza, bueno y malo…) y ponen en relación cuerpos e ideas mediante un procedimiento que tiene menos que ver con la filiación y la causalidad que con las alianzas y los contagios. El «engrudo» capaz de superar las categorías dicotómicas y establecer relaciones entre elementos heterogéneos es el agenciamiento, una noción, más amplia que la de estructura o forma, que Deleuze y Guattari proponen como unidad mínima de la significación -en lugar de la palabra, el concepto o el significante- pues designa la «lógica» imperceptible que atraviesa los cuerpos, las ideas y los referentes haciéndo plausibles sus relaciones.
Quizá cabría poner este concepto en relación con la visión pragmática del lenguaje defendida por Wittgenstein que afirmaba que el significado de las palabras y los enunciados derivaba de su uso, es decir, que las relaciones (que transmiten la sensación de ser) coherentes entre las palabras no se deducen de una lógica interna del lenguaje sino de reglas vigentes en determinados «juegos de lenguaje» que no están determinados, por su parte, por la esencia de los significados sino por «parecidos de familia».
¿Podríamos colegir que el sentido, es decir, la sensación de coherencia y sensatez que nos transmite un comportamiento o un enunciado, deriva de la existencia de un espacio mental compartido que hace plausibles determinadas afinidades (y hace inconcebibles otras)? De ser así, cabría pensar el agenciamiento en términos territoriales, como una geografía de los accidentes que pueden ser recorridos en un trayecto vital o mental con.sentido (sentido que depende del consentimiento no explicito de los participantes en un juego de lenguaje).

Todo agenciamiento es en primer lugar territorial. La primera regla concreta de los agenciamientos es descubrir la territorialidad que engloban, pues siempre hay una. (Deleuze y Guattari, Mil Mesetas).

Ahora bien, ese territorio si no estructurado sí puesto en relación por un pensamiento rizomático ¿sería el resultado de un agenciamento o más bien el agenciamiento sería posible en virtud de la existencia de ese territorio? Convendría entender que el postestructuralismo interpreta las estructuras institucionales, administrativas, sociales y políticas, como relaciones entre significados y juegos poder, es decir, entre realidades, lenguaje, construcciones sociales, historia(s) y sujetos que generan vectores de influencia que nos permiten actuar y limitan nuestros actos, nos reprimen, nos constituyen y nos permiten disentir en juegos constantes de territorialización y desterritorialización.
Los agenciamientos son de dos tipos: agenciamientos colectivos de enunciación (que remiten a los enunciados, al régimen vigente de los signos, fijan atributos a los cuerpos los recortan y los resaltan) y agenciamientos maquínicos de los cuerpos o de deseo (que constituyen las máquinas sociales).

Agonismo.
El poder define un ámbito de relación en un campo de interacción que marca (en el sentido en que se marcan las cartas) unas posibilidades que pueden ser reversibles. Se define por el hecho de que determinados hombres pueden determinar la conducta de de otros hombres. Si ese poder se ejerce de manera exhaustiva y coercitiva resulta intolerable, pero si no, define el campo de ejercitación de la ética individual del gobierno de sí en el marco de las relaciones con los demás. La liberación del poder deja un vacío ético que puede derivar en una situación de pura dominación. La actuación política se ejerce desde la indisposición a tolerar lo intolerable (una situación de dominación no reversible) con el objetivo de luchar por redefinir la relación de fuerzas actual. Desde este punto de vista, la ética no encuentra su fundamento en situaciones ideales (en el cumplimiento de normas), sino en un enfrentamiento mediante juegos estratégicos en el seno de las relaciones de poder que define su contenido agonal: una lucha agónica por evitar la estabilidad que provoca la entropía.

Ajuste estructural.
Eufemismo que utilizan los organismos internacionales encargados de conceder ayudas al desarrollo para indicar a los países que las solicitan que deben prepararse para el desarrollo. Básicamente: desregulando el sistema laboral, incentivando fiscalmente (es decir, subvencionando con el dinero de los pobres) el comercio e invirtiendo (el dinero público) en infraestructuras que hagan posible y rentable el transporte de mercancías a gran escala (es decir, la exportación de materias primas, los monocultivos industriales y la importación de productos de alto valor añadido) que desmontarán la economía de proximidad y aumentaran la dependencia de las corporaciones. Los principales daños colaterales del ajuste estructural son el crédito y la hipoteca.

Alegoría.
Es una figura retórica que, como tal, plantea al interlocutor una contradicción conceptual. A diferencia de la metáfora (y al igual que en la ironía) en la alegoría la contradicción no aparece en la sintaxis del enunciado. En consecuencia, su interpretación nos remite a un elemento exterior (cfr. Interesante). En el enunciado metafórico “Juan es una máquina” la contradicción aparece en los términos (dado que Juan, obviamente, no es una máquina) para que el interlocutor infiera que “Juan es frío”, “Juan es eficaz” o “Juan corre mucho”. En el enunciado “Juan es carnicero” o “Juan es listísimo” ni siquiera sabremos si estamos en presencia de una alegoría y una ironía (dado que Juan sí puede ser carnicero y listísimo) sin recurrir al contexto o al tono de la enunciación. Sólo si ‘Juan’ entra con bata blanca en un quirófano, juega de defensa central en un equipo de fútbol o goza de una dudosa reputación sabremos que el enunciado aparentemente coherente encubre una contradicción que el interlocutor debe resolver infiriendo el mensaje: ‘no te operes con Juan’ o ‘ten cuidado con sus entradas’.

Los borrachos de Velázquez o aquel nocturno de Magritte en el que luce el sol son imágenes metafóricas: la recreación académica del tema mitológico del triunfo de Baco contrasta con la realidad social de la España del XVII. Esta fractura entre la realidad y el aparato conceptual que pretendidamente debería servir para representárosla permite que accedan al plano de la representación personajes ‘obscenos’ (fuera de escena). Pero buena parte de las obras de arte son alegóricas: enunciados coherentes contrastan dialécticamente con un estado de cosas que opera como campo de indicación por relación al cual el espectador puede inferir un mensaje.

Alienación.
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Animación pobre
Procedimiento artístico de creación de animaciones low tech. Combina la asunción crítica de que el imaginario social está marcado por la imagen en movimiento, la cultura popular y la reproductibilidad y enmarcado en la cultura del espectáculo; y de que la pluridimensionalidad de realidad moderna no puede representarse desde un punto de vista fijo y en una imagen estática. Utiliza el potencial narrativo de la imagen en movimiento, la capacidad comunicativa de la cultura popular, la capacidad de suspender el aura de la imagen tecnológica y la capacidad seductora del espectáculo pero de manera anamnésica, re.presentativa, con un movimiento entrecortado, aparatoso, con una tecnología sin brillantez que no hipoteca la autonomía del arte a los gastos de producción.

Archivo.
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Arqueología.
Forma de investigación que socava los fundamentos del pensamiento (poniendo a la luz la génesis histórica y los vínculos con las estructuras de poder de conceptos pretendidamente neutros) y de ese modo los fundamenta, en la medida en que los terrenos removidos señalan el espacio para asentar nuevos cimientos. Por ejemplo, la socavación de los conceptos de hombre o sujeto define el territorio donde se instaurará el trabajo del hombre consigo mismo.

Arte.
Hay cosas que tienen definición, otras tienen historia. El arte se encuentra entre estas últimas, de ahí que la obra de arte siempre sea un comentario sobre la historia del arte. De ahí también su naturaleza estructural: la obra de arte es un significante cuyo significado es la relación que establece con un orden de cosas definido a su vez por unas relaciones estructuradas. El arte es pues de naturaleza retórica: mediante figuras (cfr. Alegoría) establece relaciones diferenciales (conflictos conceptuales) que pueden funcionar como indicios para que un interlocutor los interprete en un campo de indicación como mensajes referidos a un orden de cosas exteriores al mismo arte. En un horizonte postestructuralista estas relaciones disciplinares se enmarcan en unas relaciones de poder que le confieren al arte su propio estatuto, de ahí que sus mensajes pretendidamente contrahegemónicos no hagan más que actualizar el orden de cosas dado. Esta desazón determina que el arte sueñe con la posibilidad de desprenderse de sí mismo para referirse a la cosa (en el paradigma cristiano a la hipóstasis de la divinidad, clásico a la esencia de lo representado, en el romántico a lo sublime que se halla más allá del lenguaje, en el vanguardista a la vida más allá del principio de placer… actualmente, a la realidad social del excluido), de ahí que la historia del arte sea la historia de los intentos por superar los límites del arte. Esta paradoja solivianta y reafirma más al arte que ve como su institución una y otra vez integra unos intentos por superarla que, obviamente, no tienen sentido fuera de esa misma institución que desequilibran y, así, asientan. Desde este punto de vista el arte en su estadio actual (que no goza de más estabilidad que la que le proporciona su naturaleza de referencia a superar) haría referencia a la forma memorable (susceptible de ser reconocida por la historia del arte por su significatividad) que adquiere un conjunto de decisiones, dialécticas respecto a otras posiciones estéticas (significativas). Esta forma pues establece una relación diferencial (alegórica) con otras obras de arte (significativas), relación susceptible de ser interpretada en un determinado contexto como indicio de un cambio de orientación del foco de atención del interés de la cultura. Pese que ese cambio se hace legible en un espacio institucional (de manera análoga a cómo una figura del lenguaje se hace legible en el ámbito de las convenciones gramaticales que pone en solfa) no es autónomo: promueve la toma en consideración de realidades o valores (no meramente estéticos) hasta infravalorados en la economía de la consideración en menoscabo de otros. La relación entre la propuesta formalizada, el desplazamiento efectivo del foco de interés cultural y el cambio de los hábitos sociales vinculados a esta nueva óptica no es necesaria ni causal ni voluntarista, depende de factores coyunturales, pero tampoco es enteramente ajena a las cualidades de la forma y de la posición que esta designa. No obstante, la historia está llena de ejemplos de la enorme influencia en la praxis de las formas simbólicas (no siempre en una orientación loable).

Para instalarse en la memoria (y adquirir así dimensión simbólica) nos seduce a través del gusto, que el espectador debe compensar con una valoración sobre el lugar que le obliga a ocupar la apreciación de la obra.

Su intervención sobre el país convierte a este en paisaje.

Arte de masas.
Deriva del arte populista hacia un sistema de control a gran escala no ya de la pulsión sentimental y la nostalgia de identidad sino del tiempo de ocio. Convertido en industria opera como mecanismo para reintegrar al sistema, a través de las tecnologías de masas (de la comunicación, el transporte, el ocio…), el tiempo que libera el aumento de productividad. Integrado en la lógica del espectáculo, busca un placer in.mediato que no exige esfuerzos formativos ni persigue cambios de perspectiva.

Puede tener complejidad, calidad e interés, pero su utilitarismo le impele a ‘utilizar’ los recursos del arte modernista privándolos de la dificultad en la que se basaba su contenido emancipador y separándolos de su contenido dialéctico. Es un arte mimético (favorece la identificación del espectador y no su revelador), representativo, imitativo, indoloro, extrovertido, práctico, interesado, efectivo, heterónomo y, por todo ello, perfectamente coherente con el sistema en el que se desarrolla. Esa identificación con el orden de cosas efectivo (en la que se basa su eficacia) le impide plantear resistencia y le hace con conformista. En contra de lo que piensas sus detractores más radicales es obvio que su consumo exige actividad intelectual y que no inhibe el deseo, pero el que suscita, por su propia lógica, se canaliza hacia el espectáculo y se satisface dentro de la lógica del sistema, no plantea pues necesidades de cumplimiento incompatible, dificulta la articulación consciente de los intereses y la vinculación del consumo con finalidades concretas (con el valor de uso del valor de cambio). No hace referencia a géneros sino a orientaciones productivas y formas de consumo (no puede afirmarse que todo el cine, el cómic o la televisión sea o se consuma como arte de masas, igual que tampoco puede pensarse que toda la escultura sea arte ‘elevado’).

Arte burgués.
Es el propio de la burguesía. El mayor invento cultural de la burguesía es la novela (y su deriva cinematográfica) que convirtió la lectura en una actividad privada vinculada a un objeto múltiple mercancía que aborda los problemas de la adaptación de un individuo contingente a un contexto para el que no está destinado. Dada la caracterización negativa de la burguesía por parte de la estética se le atribuyen al arte burgués las características propias de la mentalidad que pretendía combatir la vanguardia y que quizá debería caracterizarse como arte pequeño-burgués.

Arte neovanguardista.
Tercera reedición de la vanguardia. Repite mecánicamente su culto a la novedad en el mundo de la obsolescencia programada, su pasión tecnológica en un mundo donde la tecnología ya no es novedosa, su gamberrismo formulario en el mundo del espectáculo y el shock de parque temático… pero todo ello ya sin el sustrato del progresismo y el optimismo ácrata que le diera su sentido. Plenamente consciente de que la fusión arte y vida se enmarca en el esteticismo de la sociedad de consumo se limita a ponerse a la vanguardia de esta convicción apesadumbrada y autoconsciente convirtiéndose en un mero síntoma de esa realidad. Su cinismo mantiene un cierto potencial desestabilizador con respecto al tardomodernismo y el arte pequeño-burgués dado que destruye cualquier expectativa de que la alta cultura, a pesar de su institucionalización, conserve un cierto contenido formativo. Tiene algo que ver con la actitud del listillo que se afirma contándole a los compañeros de clase más cándidos que los reyes magos no existen.

Arte pequeño-burgués.
De manera convencional (y no demasiado precisa) se entiende por arte burgués (middelbrow) el que responde a las expectativas de la mentalidad burguesa ‘militante’, que privilegia la originalidad del artista y el aura de su obra, que fomenta a su vez una actitud reverencial y un acercamiento contemplativo en busca de una suerte de emanación vinculada a la “experiencia estética” a partir de un objeto con valores eternos y universales. El arte antiburgués contesta todas estas expectativas oponiendo la producción a la expresión, la reproductivilidad técnica y la percepción colectiva simultánea y participativa a la originalidad y la unicidad aurática, una función política (informativa, contrainformativa, concienciadora, liberadora, desconstructiva…) en un contexto concreto a la calidad autónoma, universal y ahistorica, y una operatividad efímera a la eternidad.

Es un arte afirmativo, conformista, conservador y elevado que define el estatus cultural. Aprovecha los avances formales ya consolidades del arte, depotencia su dimensión dialéctica o política y la convierte en fuente de un disfrute intelectual distintivo. Presume que (el consumo privado de) la (alta) cultura mejora a la gente, tanto en lo relativo a la realización de su personalidad (al margen de los conflictos públicos) como a su capacidad productiva y sus expectativas de estatus, vinculadas ambas a la escolaridad. Convierte la autonomía que reclamó la república para una institución arte independiente de los dogmas reaccionarios del clero y el antiguo régimen en una frontera insalvable entre las energías dialécticas del arte y la esfera pública en la que su reorientación del foco de interés adquiere su verdadera dimensión. Sugiere un arte voluptuoso para una vida ordenada.

Arte popular
Arte vernáculo, no profesional, generalmente festivo, sentimental, espontáneo, rítmico y grosero, vinculado a los ritmos económicos de las sociedades premodernas, muy determinados por los ciclos de la naturaleza. Debido a la crisis de la comunidad, está prácticamente extinguido salvo en su versión populista, cada día más en boga. La cultura popular se opone al arte de masas y mercantil, aunque han dado lugar a muchas formas híbridas. También el vanguardismo e incluso el modernismo admiten formas populares precisamente en la medida en que se distancian de las industrias de la cultura y suscitan la nostalgia de una autenticidad perdida vinculada a valores de uso.

Arte populista.
Instrumentalización institucional espuria de las energías del arte popular canalizadas hacia la satisfacción del anhelo nostálgico de identidad provocado por la modernidad. Este arte multicultural proporciona identidades folclóricas prêt-à-porter con las que sobrevivir al duro invierno planetario a las almas derrelictas con escasa capacidad adquisitiva, y también exóticos entretenimientos para el opulento tedio metropolitano.

Arte tardomoderno.
Es al arte modernista lo que el tardovanguardista al vanguardista: practica la dialéctica negativa pero ahora en un entorno de aceptación (o de desinterés) que le proporciona un tinte académico y le resta capacidad revulsiva. Conserva capacidad formativa pero ya no tanto ligada a su capacidad de trasformación o alteración de la conciencia como a la difusión y difusión entre las capas ilustradas de la sociedad de la lógica interna de la historia del arte. Es el arte de una clase media ilustrada con mayor estatuto intelectual que económico: no alcanza a conocer las últimas novedades artísticas (prácticamente reservadas a profesionales o practicantes) pero las reconoce en cuanto alcanzan un cierto grado de aceptación institucional. Igual que el arte pequeño-burgués produce satisfacción en su consumidor, pero no ligada a lo que este tiene (capacidad adquisitiva y de acceso a unos productos culturales de lujo que proporcionan reconocimiento) sino a aquello de lo que carece (está vinculado a una actitud ‘perdonavidas’ propia del que tiene conciencia apesadumbrada e incluso resentida- de poseer más claves sobre el objeto artístico pero menos posibilidades de disfrutar del reconocimiento que proporciona la cercanía al artefacto). Es un arte que permite sublimar el escaso éxito social de unos individuos “de élite” (que han realizado mucho esfuerzo formativo improductivo desde el punto de vista del reconocimiento).

Es el último reducto de la cultura considerada como instrumento para la autonomía del individuo, pues permite la lectura sosegada de unas construcciones culturales densas extraídas del ‘panorama de batalla’ en el que surgieron. Produce disenso sin exclusión: dado que no hay ni habrá otro mundo, la autonomía modernista se identifica en este caso con una conciencia moderadamente apesadumbrada y autosatisfecha de esta circunstancia. Aquí la “muerte del arte” no se identifica con la autoinmolación (al servicio de la política transformadora) sino con la capacidad de observación e interpretación: plantea un disfrute un poco necrológico del arte ligado a unas formas contrehegemónicas que ya han sido asumidas por la institución y han demostrado su incapacidad revulsiva auque conservan buena parte de su ‘calidad’ y dificultad demostrado su operatividad como instrumentos para el ejercicio del espíritu. Depende de la fe descreída y abnegada de su interlocutor: la negatividad modernista se ha convertido, como era previsible, en mercancía, pero debajo del artefacto late aún el potencial del objeto esperando una lectura atenta. Una vez que el espectador ilustrado entiende que ni siquiera el artefacto es capaz de proporcionar el reconocimiento limitado ligado al coeficiente de dificultad intelectual y reposa su mirada en una nueva corriente tardomoderna, la anterior se convierte en arte pequeño-burgués, sale de los circuitos del interés y se convierte en un mero objeto de lujo. En todo caso es, como el arte moderno “objetualista” y no “performativista”, siempre es arte y no vida, pero aspira a ser una mercancía que produzca conciencia.

Arte tardovanguardista.
Un recuerdo perversamente ingenuo de la energía antiinstitucional de la vanguardia convertida en la koiné de la institución arte. En buena medida, el ‘tardo-cualquier.cosa’ hace referencia al hecho de que los Estados Unidos llegaran tarde a la historia del arte y hubiera que contársela de nuevo tras la segunda Gran Guerra, en la que asumieron definitivamente su papel hegemónico. Los emigrados europeos encontraron una ocupación difundiendo sus logros culturales de principio de siglo en una sociedad donde la cultura burguesa no había tenido implantación, por lo que el neovanguardismo nació sin su fundamental impulso dialéctico (las formas vanguardistas y modernistas planteaban una negatividad dialéctica con respecto a algo que, de no existir, las convertía no en una alegoría o una ironía sino en un signo -de distinción-).

La vinculación vanguardista de la superación de la institución arte (y su autonomía) con la superación de la sociedad burguesa sólo era sostenible como subproducto de su propia indefinición política. El desarrollo de la mentalidad burguesa propició la superación de la segregación arte-vida con la estetización de la vida cotidiana en la sociedad de consumo. Y esto no parece haber contribuido mucho al advenimiento de una sociedad sin clases y ni siquiera a la emancipación del individuo. La pérdida de elementos de mediación cultural terminó con la fusión efectiva de todos los criterios de valoración en el mercado (en el estadio más bajo de la demanda). En Estados Unidos la herencia cultural no había jugado ningún papel en la legitimación de la dominación burguesa hasta, curiosamente, el Expresionismo Abstracto (que se convirtió en paradigma del accionismo desmemoriado carente de complejos y de la libertad norteamericana frente al realismo nazi y soviético y, por ello, en objeto codiciado por lo nuevos ricos, que legitimaban doblemente su situación de privilegio): la negación de la cultura de la distinción se convierte así en mecanismo de distinción al mismo tiempo que esa distinción dejaba de exigir formación para hacerse prêt-à-porter (ya no había que cultivarse, bastaba con consumir cultura). De ahí que el neo.dadaismo pop y el ‘neo,suprematismo’ minimal operaran en la tardovanguardia como reacción a la supuesta vanguardia (el expresionismo abstracto o la abstracción lírica) convertida en arte pequeño-burgués. Al ser un fenómeno norteamericano (o determinado por su influencia), una sociedad que jamás creyó sinceramente en la capacidad del arte para transformar el mundo (esta creencia formaba parte de la herencia burguesa de la vanguardia), la tardovanguardia ya no se pone al servicio de una vanguardia política: a partir de los 40, política y arte de vanguardia corren por caminos ajenos, aparece entonces el arte neovanguardista.

Artefacto.
Mukarovský llamaba ‘artefacto’ (‘obra’ en Barthes) a la obra de arte en su materialidad palpable y reservaba el término de ‘objeto estético’ (‘texto en Barthes’) para el correlato de este artefacto en la conciencia de un receptor que la actualiza (la ‘juega’ en el triple sentido del término en inglés y francés de poner lúdicamente en juego, hacer juego como una bisagra- y ejecutar como se ejecuta una partitura pero también a un condenado-) en un contexto histórico social y cultural.

Aunque conviene distinguir el objeto estético del proceso que cataliza y del que depende su interés; no obstante, desde mi punto de vista, el término ‘objeto estético’ no es muy afortunado: la estética, al fin y al cabo, no deja de ser una parte de la filosofía, y la filosofía, al fin y al cabo, está por naturaleza consagrada a la búsqueda de la Verdad, una Verdad con mayúsculas que sólo se revela al ojo desinteresado: si, en el camino hacia las cosas, no nos “liberamos” de nuestros intereses y circunstancias cometeremos una y otra vez la equivocación en la que incurre la retórica: esta no trata de evitar el error encaminándose hacia la verdad sino hacia el acierto, un acierto necesariamente parcial, circunstancial, eventual, funcional, es decir, falso. A la retórica no le preocupa tanto la corrección como la pertinencia; y, sin embargo, según hemos planteado, el interés del ‘objeto estético’ no sólo señala una instancia externa al artefacto, sino que implica la pertinencia de sus consecuencias sobre una conciencia y en una situación comunicativa marcada por sus circunstancias históricos, sociales y culturales. En consecuencia, la obra moderna debería considerarse un ‘objeto retórico’.

Artesanía.
Indica una vinculación funcional a una idea predefinida. En ella el proceso es irrelevante: es mejor zapato el que más se parece al zapato modelo, siendo el proceso de su creación una demostración de habilidad y fiabilidad mecánica. Su nueva formulación es el diseño industrial.

Sugiere un arte ordenado para una vida ordenada.

Atributos.
El atributo es la forma ‘dura’ de la identidad. Mientras que el autoconocimiento premoderno se obtenía mediante la fórmula “yo soy + atributo” (de clase, raza, nación, religión o sexo, con sus variantes: yo soy cristiano, negro, mujer, noble, heterosexual, siervo…) el moderno deriva de un “me gustaría ser + ejemplo”. El atributo genera cohesión sentimental, no exige nada ni requiere mantenimiento; no es un reto ni una aspiración, sino una realidad ya consumada, fuente de orgullo, amor propio (curiosamente desvinculado de los propios méritos y actos) e incluso de supuestos derechos, derechos que, de no ser satisfechos, alimentan un victimismo que nos hace irresponsables de nuestras circunstancias, del mismo modo que el atributo nos hace irresponsables de lo que somos. Por el contrario, renegar de lo que uno es y determinar lo que desea implica reconocerse perfectible, aspirar, diferir (con las dificultades que eso plantea al reconocimiento); implica humildad y esfuerzo que no sabemos si será recompensado. Y, sobre todo, requiere proyectar la vida a largo plazo, hipotecar la propia existencia al interés del relato. Imaginar para nosotros mismos una vida digna de ser vivida, dar forma a nuestras inclinaciones, responsabilizarnos de nuestros puntos de vista, dar sentido a nuestros deseos y participar y hacer apetecibles estos compromisos es mucho más costoso que pedir un crédito rápido para adquirir una identidad pret-à porter o heredar un atributo. De ahí el recurrente éxito de la identidad.

Aura.
Halo de excepcionalidad que desprende la obra de arte y emboba al espectador piadoso, impidiendo que interprete su mensaje, desconstruya su retórica o utilice su capacidad dialéctica frente al orden de cosas dado. Durante la premodernidad, el arte buscaba sobrenaturalizar una determinada representación del mundo mediante el efecto aurático. Cuando el arte moderno se puso al servicio de la emancipación del público el aura se empezó a percibir como un serio inconveniente para la adquisición de conciencia crítica. Sin embargo, esa misma función esclarecedora difícilmente podía cumplirse si no se alteraba de algún modo la normalidad perceptiva. De ahí que el aura se tratara de sustituir por el shock: sacar la obra de arte del contexto institucional en el que se encontraba cómodamente integrada (normalizada y por ende, desactivada) y reubicarla en un contexto en el que recobrara resonancia.

El procedimiento de la descontextualización (que podía realizarse mentalmente por ejemplo mediante la nunca desarrollado disciplina de la ‘pintura comparada’) se formalizó con la práctica de la instalación, y la desauratización se puso en relación con las tecnologías de la imagen. Pero, en contra de lo que se cree, el aura artística está ligada con el aquí y el ahora y no desaparece con la reproductivilidad sino que, en rigor, aparece con ella. Sólo desde que podemos bajarnos Las Meninas de Internet, llevar las cuevas de Altamira a Madrid, el Puente Rialto a Las Vegas o meter a la sinfónica de Chicago en el CD del coche, se hace imprescindible reclamar el aura de lo auténtico. Benjamin decía que el aura era una cuestión topográfica: si algo viene a ti no tiene aura, si tú vas a ello la recupera. Cada día resulta más evidente que los objetos artísticos se perciben en su verdadera dimensión en el catálogo y no ‘en directo’, esta conciencia pone en peligro el valor fetichista del artefacto y el turismo aurático que genera, de ahí que la pintura, fácil de bajar de la red, se desprecie, paradójicamente, por aurática, para promocionar ‘instalaciones’ de todo tipo que reeditan el culto al aquí y el ahora. La instalación no tiene un punto de vista único, no puede fotografiarse, sus dimensiones sinestésicas no pueden filmarse, hay que ir a verla en su manifestación y utilizar la documentación sólo para recordar su presencia. El bienalismo es la nueva herramienta de la industria del aura para despertar la mala conciencia de los que no podemos pagarnos el vía crucis cultural, y alentar la sensación de que la sensación de banalidad es debida a que nos hemos perdido algo. El copyright, que impide que accedamos a la mayoría de las obras supuestamente ‘antiauráticas’, cuya naturaleza es precisamente su reproductibilidad, es otro patrocinador del parque temático del aura.

Autenticidad
Uno de los principales problemas del arte deviene de la interiorización de la lógica de la autenticidad según la cual el valor de la obra o lo obrado depende de la relación entre ella y la intención (autónoma) del creador y no entre ella y el mundo. La obra significaría la intención (consciente o inconsciente) de su creador que expresa en ella algo tanto más verdadero cuanto más alejado se encuentre de las presiones externas. Efectivamente, el arte es un juego en el que el propio jugador se marca las reglas con la obligación implícita de seguirlas de manera estricta no por una coerción externa, sino porque trasgredirlas supondría un autoengaño que arruinaría el juego. El arte, en consecuencia, supone un compromiso, incluso cabría decir que ese compromiso es su contenido, pero el valor de ese compromiso no se deduce de la relación obra-autor, sino de la propia relación de ese compromiso y el mundo en que se suscribe.

Autonomía.
El arte, integrado en el proceso moderno de secularización, se emancipó de los tradicionales comitentes la iglesia, el principie y la aristocracia- que durante siglos dictaron sus contenidos. Esta recién conquistada autonomía se convirtió en el correlato estético del proyecto político de emancipación del individuo, igualmente liberado mediante su ilustración de los dogmas premodernos. Por un lado, la estética era la encargada de contrabalancear con su autonomía la tendencia al utilitarismo heterónomo de las otras dos esferas escindidas del viejo tronco epistemológico de la teología: la ciencia y la moral. Por otro, la vinculación del proceso de emancipación humana con la superación de la cultura de la imitación y la consecuente ejercitación de la conciencia, el criterio y el libre albedrío, hizo que el modernismo viera pronto en la autonomía del arte un mecanismo tanto para dificultar la gratificante identificación del espectador con la obra como su misma comprensión, que, en lo sucesivo, se vincularía a un esfuerzo formativo. Pero la emancipación de los comitentes tradicionales obligó a la obra a introducirse en la lógica de la mercancía y, en consecuencia, de la cultura burguesa, que tendía ha separar netamente la esfera pública (vinculada al desarrollo profesional y laboral) de la privada (vinculada al desarrollo personal). La autonomía del arte se convirtió así en la válvula de escape contra la presión del utilitarismo, un espacio escindido y protegido de la propia codicia del burgués que contrabalanceaba la cruda secularización del mundo. La obra autónoma desarrolló, en consecuencia, un criterio de calidad pretendidamente universal y ahistórico al margen de las tensiones del capitalismo y del contexto específico en el que adquiría tal consideración.

En la postmodernidad, la crítica institucional y los estudios culturales pusieron en evidencia los vínculos de ese canon con las relaciones de poder propias de la cultura burguesa y eurocéntrica. En lo sucesivo, el análisis de la obra se sometería al dictado de la pragmática para incluir en su estructura sintáctica las condiciones sociopolíticas en las que adquiere la consideración de tal. Como habían advertido los modernistas, la pérdida de autonomía del arte ha puesto en serio peligro de extinción uno de los últimos espacios en los que el valor no dependía del precio o la eficacia (cfr. Escenografía). La crítica institucional a la autonomía estética tiene su correlato en el plano de la subjetividad: allí donde el sujeto se defina en términos voluntaristas y humanistas como agente autónomo unitario, como autor, fuente de autoridad y significación, la postmodernidad denunciará su condición de construcción social dependiente de posiciones de sujeto.

Autoproducción.
Mecanismo básico de la desmercantilización y, por ende, del decrecimiento. Utilizando el ejemplo que propone Mauricio Pallante, cuando nos hacemos un yogur en lugar de comprarlo nos ahorramos: un envase de plástico (es decir, petróleo y residuos no degradables), aluminio (es decir, extracciones e industria de transformación), conservantes (es decir, química), transportes (es decir, más petróleo, e infraestructuras, y accidentes y dependencia de multinacionales), co2 (es decir, enfermedades, medicinas), PIB, impuestos… A cambio, obtenemos bacterias más beneficiosas para el organismo y una sana sensación de recuperación de la agencia al neutralizar el efecto de la publicidad, la dependencia de las corporaciones y adquirir competencias integrales que aumentan nuestra autonomía personal.

La autoproducción no escapa al efecto rebote pues, sobre todo, lo que ahorramos al hacernos un yogur es dinero. Si lo invertimos en un viaje de vacaciones, sobrecompensaremos el efecto beneficioso. El tiempo de fabricación del yogur habría que detraerlo del trabajo asalariado para que disminuyera la renta disponible. En ese caso, también disminuiríamos la distribución de renta a través de un trabajo (vender yogures autoproducidos) integrado en la economía de proximidad y nos haríamos más autárquicos.

Bienal.
Es el formato del arte en la sociedad del espectáculo. Vinculado al ritual de la movilidad global y la ubicuidad convierte el derroche espectacular en forma de legitimación de la apariencia. Es el punto de encuentro de los legitimadores culturales de la deslocalización.

Bienes relacionales.
Aquellos que se disfrutan en el marco de una relación de servicios personales (cuidados y asistencia) y culturales (formación, crecimiento espíritual, arte), comerciales o no comerciales. Están vinculados a un concepto de la calidad de vida que no se pueden alcanzar mediante la adquisición de productos de disfrute individual sino de relaciones, cuidados, conocimientos, espacios de participación y de libertad… En el imaginario del decrecimiento deberían sustituir en gran medida al papel económico de los bienes de consumo materiales.

Bienestar.
Conjunto de factores que definen la calidad de la vida de la persona y hacen satisfactoria su existencia. Es una condición abstracta que opera como indicador del desarrollo, y que, significativamente, el capitalismo mide mediante el PIB per cápita (cantidad de bienes materiales y servicios con valor monetario producidos por un país, dividido entre el número de sus habitantes), con la astuta consecuencia de que el grado de desarrollo se convierte en indicador para evaluar el propio desarrollo y, a su vez, en indicador del bienestar, en lugar de suceder al contrario. Esta perversión define la corrupción de la política. Extraer el concepto del bienestar del círculo vicioso de unos indicadores que no cuentan lo que realmente cuenta es la base para la reevaluación y la reconceptualización que ha de permitir escapar al imaginario del crecimiento.

El término viene a sustituir al de ‘felicidad’, demasiado incierto, subjetivo, edulcorado, incluso sentimental y ligado a una cierta pérdida de conciencia crítica. Por su propia vocación prosaica el término bienestar cae con facilidad en las redes del materialismo y se convierte en un elemento base del imaginario del crecimiento. Afirmar que los niños pobres son felices resulta cínico, demandar para ellos mayor bienestar ayuda a orientar su modo de vida hacia el desarrollo, lo que, con frecuencia, convierte la pobreza en miseria y desestructura las economías de proximidad. El término «sociedad del bienestar» define los territorios donde el desarrollo de la economía convive con un conjunto de limitaciones, dentro de un régimen de libertades, orientadas a asegurar unos estándares de calidad de vida de los ciudadanos mediante la intervención estatal en materia de política medioambiental, social y, más en general, de calidad de vida. Requiere pues indicadores para ese concepto de calidad. Los modelos liberales entienden que esta intervención amenaza la libertad y genera un gasto público que pone en peligro la misma eficacia del sistema, que por su propia dinámica puede asegurar los recursos de los ciudadanos sin entrar a definir su concepto de bienestar y calidad de vida. Su perspectiva cortoplacista no entra a valorar la incidencia de su dinámica en la preservación de recursos no renovables con presunta incidencia en la calidad de vida como el paisaje o la calidad del aire. Tras la crisis de la mentalidad burguesa, el bienestar ha dejado de enmarcarse en un paradigma social para hacerlo dentro de un criterio personal. La privatización del reconocimiento evita el conflicto en beneficio de la tranquilidad y la inhibición (cada cual a lo suyo): el mundo ya no es un tablero de juego (político) sino el escenario de mi despliegue y desarrollo personal, en consecuencia, el bienestar no es objeto de reivindicación política (de igualdad de oportunidades) sino una responsabilidad personal. El éxito no hace referencia a metas externas o la promoción social, sino a un sentimiento personalizado. La crisis de la sociedad del bienestar tiene menos que ver con el vaciado de las arcas públicas que con la incapacidad para representar ese bienestar mediante imágenes que, a diferencia de las que nos proporciona la publicidad, no resulten incompatibles con la posibilidad de alcanzarlo y mantenerlo a medio plazo; con la creación de necesidades que desmientan la supuesta capacidad de la economía de libre mercado para satisfacerlas.

Bioeconomía.
Disciplina que, distanciándose de las corrientes neoclásicas, integra la economía en el marco de la biosfera, computando los gastos ocultos relativos a los bienes no reemplazables para determinar la imposibilidad de un crecimiento infinito en un mundo finito. Favorece el mantenimiento de los intercambios comerciales en el marco de las bioregiones.

La economía clásica se representa como el encuentro puntual de productores (también productores de trabajo) y consumidores (también consumidores de trabajo) en el mercado. Aparentemente, por una especie de darwinismo económico, la actuación egoísta de estos agentes convergerá en beneficio mutuo: siempre habrá alguien dispuesto a satisfacer la necesidad de alguien con una relación calidad precio competitiva, que siempre será demandada. Este acuerdo fija los precios que, multiplicados por los intercambios, nos dan el PIB, indicador básico de la economía. La bioeconomía se representa como un sistema de transformación de energía y materiales en productos y servicios útiles y en residuos. No analiza el encuentro miope de intereses en una determinada situación sino los resultados del mismo en un escenario prolongado en el tiempo.

Bio.grafía.
La realidad es pasajera, fluida. Los animales asumen esta condición de lo real. El hombre, consciente de su condición mortal, aspira a la permanencia, aspira a convertir sus sensaciones pasajeras y fugaces en experiencias, es decir, a representárselas como momentos de un relato. A fijarlas. De lograrlo o no depende en buena medida la realización (casi en un sentido cinematográfico) de su vida. La postmodernidad señala la decadencia de los grandes relatos en los que se inscribían las vidas para proyectarse en la eternidad. La alternativa burguesa a la crisis de la identidad encuentra serias dificultades en el marco del capitalismo post.fordista. De ahí que Foucault dictaminara que el problema del siglo XXI sería la bio.grafía, ser capaz de dibujar una vida en el horizonte de la crisis del relato, la liquidez y el corto plazo. La definición de una trayectoria mediante la orientación en un mundo de geometría variable no es sólo un personal, pues remite al problema clásico de la filosofía política -la relación de la figura con el fondo- e incardina el valor biográfico en el horizonte de la afinidad electiva con el consumo como telón de fondo, como paisaje.

Bio.poder.
En el capitalismo avanzado el poder no se presenta como una coerción externa dotada de un aparato represivo frontal, adquiere más bien la forma de microimpulsos que disciplinan nuestras apetencias más íntimos mediante una poderosa maquinaria de seducción a la que nuestros propios cuerpos sirven de plataforma de expansión. De ahí que la resistencia al poder deba adquirir la forma de una protección micropolítica contra nuestros propios deseos. Esta circunstancia modifica radicalmente la tradicional apuesta vanguardista a favor del principio de placer y en contra del principio de realidad de la mentalidad burguesa.

Bioregión.
Región natural en la que la economía puede integrarse en un ecosistema relativamente autónomo que minimiza la dependencia del comercio a gran escala.

Branding.
Aplicación de las técnicas propias del marketing de marcas a cualquier otro ente, desde uno mismo (selfbranding) a una ciudad.

Campo de indicación.
El lenguaje es de naturaleza retórica. Constantemente utilizamos figuras del lenguaje. De hecho, accedemos al lenguaje por vía metafórica: llamamos corazón a nuestro bebe y le hacemos creer que la cuchara es un avión. Estas metáforas normalizadas (catacresis) terminan por ello dando sensación de literalidad (como en el enunciado ‘la pata de la mesa’): da la sensación de que la palabra denota la cosa sin requerir un trabajo de inferencia. Pero el lenguaje siempre es oblicuo. Decimos ‘estoy muerto’ para indicar que estamos cansados pero, sobre todo, dependiendo del contexto ese enunciado aparentemente coherente, para transmitir el mensaje ‘no me apetece salir a cenar’, recoge tú la cocina’ o ‘no quiero hacer el amor’. Habitualmente nunca decimos lo que pretendemos que el interlocutor infiera (lo que, a menudo, nos vale para afirmar de manera irónica o incluso cínica: ‘yo no dije eso’ o ‘yo no te pedí aquello’). La sensación de literalidad de los enunciados deviene del hecho de que habitualmente el interlocutor comparte con nosotros el contexto de la enunciación, tiene, dirían los retóricos el campo de indicación ‘a la vista’ (ad oculos). Sería imposible interpretar los deícticos que saturan nuestros discursos (‘esto’ o ‘aquello’) si no se pudiera deducir el campo que señalan.

La obra de arte tiene vocación de permanencia, es un enunciado que se emancipa de la voz de su emisor y, en consecuencia, de su campo de indicación. Actúa como si ella misma fuera nuestro interlocutor y su potencial alegórico latente permite deducir contrastes dialécticos con diferentes contextos y, en consecuencia, diversos mensajes. Pero para recibirlos, exige del interlocutor la reconstrucción previa mediante el estudio del campo de indicación que formaría parte estructural del contenido latente de la obra incluso antes de iniciar el trabajo de inferencia del mensaje (antes incluso de resolver el conflicto conceptual que nos plantea la alegoría debemos percibir un enunciado coherente como tal alegoría). Esta inducción al esfuerzo interpretativo es el contenido formativo del arte del que la literalidad de la in.mediatez nos exime. Conviene entender que la ‘interpretación literal’ (una catacresis, dado que literal es el enunciado pero nunca la interpretación, que presupone el establecimiento de una relación inferencial entre dos elementos heterogéneos: un enunciado y un mensaje) no implica respeto al enunciado sino falta de colaboración con él (escasa disposición a recoger la cocina cuando escuchamos ‘estoy muerto’ generalmente ‘muerta’-).

Capitalismo.
Es un orden económico, hoy ya una civilización, que privilegia al capital frente al trabajo, reduce el beneficio y la racionalidad económica al indicador abstracto del dinero y, en consecuencia, determina que todo aquello que sea susceptible de ser ‘venalizado’ (traducido a dinero) lo será y, por el contrario, lo que no se pueda comercializar se extinguirá. Convierte de ese modo la acumulación de capital en un fin en sí misma y, consecuentemente, en un espectáculo tautológico (que determina que lo que sobrevive en el mercado- es bueno, y lo bueno es lo que sobrevive).

En el plano de la subjetividad el capitalismo triunfante o postburgués se define por una miopía que obliga a considerar las perspectivas humanas y laborales a corto plazo. Si en el capitalismo burgués, la bio.grafía se inscribía en un relato (‘por.venir’) con sentido enmarcado en escenarios institucionales estables, en la época del empleo cambiante y la movilidad laboral y sentimental la vida se improvisa. En consecuencia, la ‘competencia’ de un yo tan flexible como el sistema se identifica con la capacidad de adaptación a relaciones novedosas de baja intensidad. La experiencia y la vocación (la valoración del trabajo como fin en sí mismo al margen de su cuantificación en capital) pierden importancia en relación a la juventud, que no hace referencia tanto a una edad cronológica como mental. En un mundo donde el Estado ya no protege el temor a la inadaptación (nueva fuente de exclusión social) se traduce en un paradójico narcisismo vinculado a una constante re.modelación y reciclaje (educación permanente) basado en la renuncia a proyectos a largo plazo vinculados a gratificaciones postergadas y a recuerdos o relaciones comprometedoras y compromisorias.

Cartografía.
Los contextos culturales están articulados conceptualmente. Uno de los conceptos más recurridos en el debate artístico contemporáneo es el de ‘cartografía’. Sin duda, hace alusión a la propia heterogeneidad del contexto, que ya no puede describirse o representarse, sólo puede cartografiarse. La cartografía es una representación funcional, parte de la convicción de que el mapa no es ni pretende suplantar el territorio, no tiene pues dimensión simbólica, ni trascendente ni profunda, es un plano. La crítica implícita a la representación es uno de sus contenidos. Hace también referencia a la desorientación del individuo contemporáneo, a la pérdida del punto de vista exterior a los acontecimientos, a la deriva y, sobre todo, al compromiso del arte con la adquisición de capacidad de orientación. (Véase también mapeado).

Cuando no se puede representar, es decir, cuando no se puede establecer una relación fija (no ideológica) entre un significante y un significado al margen de un contexto concreto, el sentido y el valor de las obras y el obrar adquiere carácter relativo, cartográfico (como el paisaje sentimental, físico o social- ya no puede representarse -su complejidad no puede identificarse ideológicamente con un punto de vista monofocal- se cartografía). La cartografía parte de la convicción de que el mapa no es ni pretende suplantar el territorio, no tiene pues dimensión simbólica, ni trascendente ni profunda, es un plano. Hace también referencia a la desorientación del individuo contemporáneo, a su deriva y a la pérdida del punto de vista exterior a los acontecimientos. En este escenario las obras y el obrar adquieren carácter relativo, cartográfico. La actuación se convierte en una toma de postura, la definición de un lugar que, una vez señalado, altera la propia topografía en la que se inscribe y exige por ello una constante resituación. De ahí que el sentido (de la actuación) cobre un carácter espacial y se convierta en sentido de la orientación, en un modo de hacer derivar un orden de cosas hacia otra dirección. En este paradigma cobra importancia la toma de posición local, la ubicación: entender un significado es reconocer su lugar dentro del sistema, la posición que ocupa una imagen, un objeto o un acontecimiento en relación a los discursos políticos, estéticos, geográficos o institucionales. El lugar es siempre un lugar discursivo.

Cibercultura
Corriente de pensamiento de amplio calado en el imaginario popular interesada por el influjo de la información y las tecnologías de la comunicación, en especial Internet, en las estructuras sociales, culturales y mercantiles y en la redefinición de las identidades tras el desdibujamiento de las fronteras entre lo artificial y lo natural. Partiendo del convencimiento de que la red define un espacio liberado de las jerarquías del poder ha generado subculturas alternativas de oposición o sencillamente comunidades frikis que tienen en común el uso desviado o subversivo de los hábitos de consumo cultural en el marco de programas radicales. Un elemento recurrente en su imaginario es el cyborg, un ser vivo creado a partir de la fusión de sistemas orgánicos y tecnológicos que se ha convertido en metáfora del sujeto posmoderno al incluir diversas ontologías cambiantes e inorgánicas. La mezcla de ciencia ficción y crítica social permite desplazar la identidad más allá de las categorías binarias y excluyentes propias de los atributos y la diversidad más allá de la diferencia.

Ciudad.
La ciudad es nuestro contexto, y no sólo porque por primera vez en la historia la mayoría de los habitantes de la tierra habita en ciudades. La ciudad es un territorio im.presentable, irreducible a un solo punto de vista, fragmentado, inestable y entrópico de cuya dinámica circulatoria han sido evacuados los espacios carismáticos y los ritmos naturales. Un territorio donde se han roto definitivamente los lazos entre la vida individual y los relatos que la remitían a la comunidad, el hábitat del advenedizo, arrojado a una existencia errática, anónima y anonadada cuyas relaciones sociales no están definidas por la solidaridad y el compromiso sino por el intercambio. Su imperio es universal, ninguna aldea resiste ya al invasor, en todas se manufacturan los productos que subcontratan las firmas (las empresas ya no son más que eso) metropolitanas: hoy, toda la naturaleza es fuente de recursos o depósito de residuos y todas las aldeas se han convertido en suburbios que forman parte de la cadena de montaje planetaria de la economía global.

Hoy no sólo es que las obras de arte traten sobre la ciudad, es que se han hecho urbanas: han abandonado la expectativa de inscribir su identidad estable en el destino de una comunidad orgánica y luchan por hacerse un hueco eventual entre el tráfago de las opiniones y las miradas desatentas. En el marco teórico de la pragmática que desequilibra la relación fondo-figura al inclinar definitivamente la vieja tensión entre el yo y sus circunstancias hacia este último extremo, la ciudad se convierte en continente y contenido. No hay imagen abarcable de metrópolis que nos permita cartografiarla de manera estable; cualquier promesa de reconciliar el yo y sus circunstancias, lo uno y lo múltiple, lo que es y lo que debe ser, lo necesario y lo contingente, lo esencial y lo devenido… es pura ideología; tampoco existe un núcleo de identidad esencial que pueda sustraerse al espacio del intercambio y el reconocimiento, pero esta realidad no hace menos perentoria, sino más, la necesidad de volver a replantear el problema de la relación fondo-figura. Sin el contrapunto del sujeto, el predicado se convierte en pura acción sin beneficiario y la ciudad se convierte en una segunda naturaleza sometida al darwinismo social. Urbanizar no tiene sólo que ver con acabar con los dogmas naturales, tiene también que ver con aprender a vivir en esa comunidad en la que nadie tiene nada en común, con ejercitar una mínima capacidad narrativa para vincular lo acaecido y jerarquizar lo sucedido, tiene que ver con aprender a digerir los residuos sólidos de la modernidad.

Ciudadano.
Con la crisis de la cultura premoderna los individuos perdieron su personalidad y su identidad y adquirieron la condición abstracta de ciudadanos. Los derechos de ciudadanía estaban ligados al voto en el estado-nación. La crisis del estado-nación provocada por la globalización ha determinado la pérdida de capacidad de incidencia y, con ello, de agencia, de los individuos, convertidos ahora en consumidores.

Colectividad.
Es la comunidad de los que no tienen nada en común, el grupo urbano de los ciudadanos modernos que, en plena crisis del estado-nación y de la religión prescriptiva se plantean el reto de actuar éticamente en virtud no de las prescripciones de la comunidad premoderna sino precisamente de su ausencia. Sus relaciones electivas y no atribuidas reconocen la necesidad de un ordenamiento pero no para salvaguardar la homogeneidad del grupo sino su heterogeneidad.

Comercio.
+

Comunidad.
Es la colectividad romántica que basa su cohesión y su solidaridad en la lógica de la identidad y la diferencia y, en consecuencia, mediante la exclusión (real o cultural) del otro. Vinculada a una homogeneidad impensable en el mundo multicultural y a una subjetividad premoderna se reedita en el formato populista del nacionalismo extorsionador o de la micropolítica de la diferencia.

Consumidor.
El consumo ha sido tradicionalmente considerado de escaso interés cultural dado el privilegio otorgado a la creación y la originalidad: lo importante era lo que el artista creaba, y las imágenes que consumía para su re.creación debían ser incluso ocultadas para no poner en riesgo la originalidad. Hoy, que damos por sentada la imposibilidad de crear de la nada y valoramos el reciclaje, concedemos más importancia al consumo que a la creación en la medida en que tiene mayor valor cartográfico y orientativo. La ‘estética del consumo’ implica una ética de la nueva ciudadanía en la que el poder de decisión recae en la elección responsable, ligado a la creación de un sistema de necesidades y al planteamiento de necesidades de cumplimiento incompatible. De ahí la necesaria articulación de estética, ética y pensamiento (“creatividad cognitiva”) en el marco de la cultura de la imagen.

El abaratamiento de la construcción de objetos a costa de la destrucción de los sujetos sotierra la pérdida de protagonismo del individuo bajo una montaña de productos “personalizados”: el mercado (también el del arte) nos procura identidades prêt-à-porter, materiales o ideológicas, que sacian nuestras necesidades inmediatas de adquirir un look o de pertenecer a una comunidad sectaria, pero, desde luego, no nuestras necesidades radicales, relativas a la posibilidad de construir un recorrido vital que implique la recuperación de la agencia. La autonomía se confunde hoy con la libertad de consumo: se escoge pareja, amigos, bienes, ciudad, imagen o figura dentro de un catálogo amplio de entrega inmediata y pago aplazado incompatible con la dilatada inversión en un verdadero estilo de vida. El consumo disuelve la vida pública, basada en la gratificación aplazada, al convertir al ciudadano en un consumidor impaciente.

Contraproductividad.
Efecto negativo de un bien o recurso más allá de un determinado grado de utilización (el tráfico, la preocupación por la salud, la escolarización, el propio desarrollo…).

Copia.
La identidad exige orientar nuestra existencia hacia la imitación de la idea de la que esa existencia es un reflejo. Ahora bien, ¿cómo se determina ese modelo al cual nos debemos y por analogía al cual somos? La copia se define por su semejanza a la idea, pero como de esta no podemos tener más noticia “real” que la que nos brindan sus accidentes, sus copias, el verdadero trabajo del pensamiento consiste en identificar aquellas copias que nos puedan dar razón de los modelos, es decir, las buenas copias, que deberán discriminarse de las ‘malas copias’: los simulacros.

Determinar el modelo sería muy sencillo si discriminar entre las copias buenas y las malas no fuera tan difícil. La «buena» no es «parecida» al modelo -no buscamos las semejanzas que nos puede proporcionar la percepción- sino espiritualmente análoga al ser (una cosa merece un nombre, una identidad, sólo en la medida en que participa del ser del modelo: uno merece ser llamado canario no si parece canario o si aparentemente o accidentalmente lo es, sino si participa de la esencia de lo canario). En el fondo, como no podía ser de otro modo, esa analogía profunda que nos convierte en legítimos representantes de lo que somos está custodiada por el mito: del ser y el modelo al que nos debemos (parecer) no tenemos noticia desde que nacemos. En última instancia, Platón sólo puede distinguir a los pretendientes en función de un criterio mítico basado en lo que sus almas pudieron conocer de las ideas antes de su encarnación, es decir, en función de su linaje, de lo que uno ya era antes de ser nada (ni que decir tiene que este es el criterio aristocrático que la modernidad vino a poner en duda al postular que uno será lo que sea sólo después de no ser nadie). El problema al que se enfrenta la filosofía clásica -y, en general, la metafísica- es en realidad bien diferente al que en apariencia se plantea: a la postre, no consiste en determinar el modelo y su relación con su copia, sino en discriminar entre las buenas y las malas copias a partir de la exclusión del otro. En realidad, lo que se busca con el contraste de copias no es más que «gente de buena familia», de casta. El modelo será, en consecuencia, lo castizo: se trata de identificar a la “madre idea” a través de sus vástagos legítimos diferenciándolos de los simulacros.

Corporaciones.
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Corrupción.
Cohecho institucionalizado que acontece cuando el aparato que debería garantizar la orientación del progreso hacia el bienestar comete la perversidad de considerar el desarrollo como un fin en sí mismo. Es pues la forma de la política tras la crisis del bienestar.

Corrupción del carácter.
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Crecimiento.
Técnicamente, es el objetivo de la economía, la progresión del PIB, es decir, del volumen de las producciones de bienes y servicios susceptibles de ser traducidas en dinero.

Intelectualmente, es el ‘pensamiento único’ de nuestra civilización: sindicatos y patrones, políticos de izquierda y derecha y ciudadanos lo citan como indicador de forma mecánica, ¡hasta el punto de que los problemas provocados por el decrecimiento se tratan de solventar recurriendo al crecimiento (nuevas tecnologías, nuevos recursos, gasto público en infraestructuras, aumento del crédito…). Esta disposición a producir y tener más con independencia de qué, es nuestra teleología y, casi, nuestra teología, el referente de nuestra felicidad y el indicador de nuestro éxito profesional, personal y social. No sólo el imaginario del capitalismo sino su propia dinámica depende de él, se estanca con crecimientos inferiores al 2%, lo que supone multiplicar por 18 el PIB en un siglo y por 550 en dos. Este indicador del éxito podría pues considerarse el indicador del fracaso de un sistema incapaz de controlar su propia dinámica, que depende de unos recursos que no genera.

Crítica.
Durante años se ha venido entendiendo que la principal utilidad social del arte era la crítica: frente a la hipocresía burguesa que pretendía ignorar la crudeza de las circunstancias que promovía, el arte debía mostrar el reverso de la realidad en la confianza de que, al ver la verdad, los individuos reaccionarán redirigiéndose por el buen camino. El camino era la senda del progreso. La vanguardia era progresista y el pensamiento de izquierdas providencialista: el arte sólo debía romper con las trabas del pasado para aligerar el camino hacia un futuro que, incontestablemente, sería de plenitud.

Hoy, el progreso no es la solución sino el problema, y el listado de las catástrofes sociales, por ejemplo, ecológicas, no sólo es bien conocido sino asumido. Más incluso, comercializado. La ‘concienciación’ se ha convertido en un instrumento publicitario al servicio de la dinámica que pretende superar. Una lógica que, en el marco del bio.poder, ha calado hondo en nuestras conciencias, perfectamente apercibidas pero neutralizadas por la dinámica de la economía de mercado. En el arte, la crítica se ha convertido en una actitud retórica con enorme capacidad promocional en los circuitos institucionales (la ‘crítica institucional’ ha dejado de ser una crítica a lo instituido para convertirse en una crítica institucionalizada). Hoy, en palabras de Félix Ovejero, ‘para que un ideario cuaje en acciones se requiere: a) que los problemas se perciban; b) que la percepción se acompañe de la posibilidad de actuación; y c) que la actuación resulte interesante para quienes han de realizarla’. En definitiva, la conciencia crítica sigue siendo indispensable pero insuficiente si no combina su ‘negatividad’ con una acción propositiva acompañada, además, de la ‘promesa de felicidad’ que, durante décadas, fue despreciada por el mundo del arte.

Crítica institucional.
Práctica artística que tiene como objetivo poner en evidencia que la autoridad clasificatoria de la que gozan los continentes supuestamente neutrales de la cultura (desde los museos a los discursos que definen los criterios de calidad) en virtud de esa neutralidad está en realidad inmersa en el marco de las estructuras de poder. El ejemplo más palmario es quizá la obra de Broodthaers, que expuso en su museo el contenido del continente.

Darwinismo social.
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Decrecimiento.
No es un estado estacionario, ni una forma de regresión, recesión o crecimiento negativo, ni siquiera de crecimiento 0.

No es un modelo o una receta económica prêt.à.porter, es más bien, en palabras de Latouche, una ‘palabra.obus’, un slogan con implicaciones teóricas que simboliza la disposición a escapar de la adicción al productivismo. El propio Latouche propone llamarlo a.crecimiento, por analogía a a.teismo, para aludir a su principal contenido: el escepticismo con respecto al imaginario dominante del crecimiento económico que identifica bienestar con bientener. No obstante, aborda técnicamente y de modo realista el principal problema de la humanidad a medio plazo: los límites del sistema que articula nuestras actividades y nuestras mentalidades. El decrecimiento es inevitable: el acercamiento del continente africano a niveles de desarrollo y consumo no ya norteamericanos sino simplemente canarios, exigiría más recursos de los que dispone el planeta. En conclusión: o legitimamos un diferencial a todas luces injusto o trabajamos la convergencia en dos frentes: el crecimiento de los países subdesarrollados y el decrecimiento de los desarrollados. La única alternativa es abordar este problema con previsión y de manera racional y programada o esperar a que el propio colapso del sistema imponga sus limites por la vía de la catástrofre. No obstante, es cierto que, hoy por hoy, no se dispone de ese programa. Como afirma Latouche, el decrecimiento no se propone como una alternativa realista en la medida en que tal cosa es antinómica: toda verdadera alternativa choca contra el paradigma de define nuestro concepto de lo real. El decrecimiento es tan utópico como inevitable, su misión es operar de manera eurística como un elemento de contraste dialéctico que desplace pie firme de nuestro paradigma de lo real para abrir espacios mentales opacados. No es un ideario ni una estrategia concreta, sino una idea fuerza que arracima diversas acciones locales y parciales en torno al objetivo común de hacer ver el sinsentido del crecimiento por el crecimiento y las posibles alternativas colaborativas a la colonización mental de la economía de mercado. Quizá porque el deterioro social sea menos evidente (no menos real) que el deterioro ambiental, el decrecimiento suele poner el acento en los problemas ecológicos. Pero el decrecimiento no puede entenderse como una solución a los límites físicos del crecimiento (esto le convertiría en una vertiente del ‘desarrollo sostenible’) sino como un proyecto político complejo que apuesta por una nueva manera de entender el desarrollo de los sujetos y las colectividades al margen del imaginario de la producción-consumo, que tendría sentido incluso si el crecimiento no tuviera límites físicos. Ni todas las áreas geográficas, ni todas las actividades deben decrecer, sólo aquellas que superan el máximo rendimiento sostenible y degradan la condición humana o afectan al bienestar colectivo. Podría seguir creciendo el nivel cultural, el educativo, el del conocimiento fundamental, del deporte de base, de las relaciones humanas… Como llevamos siglos identificando mecánicamente crecimiento y bienestar (a pesar de que hace décadas que el deterioro ambiental incluído el ecosistema sociolaboral- hace indefendible el imaginario economicista de que más es mejor) la sola mención del decrecimiento causa pavor en unos ciudadanos que no encuentran otra forma de respetarse a sí mismos y cifrar su bienestar que el consumo suntuario. Y ahí es donde tanto el problema como la solución adquieren dimensiones culturales a menudo poco desarrolladas en el propio ideario del decrecimiento. La obesidad no se combate desarrollando inhibidores de la acumulación de grasas, ni las enfermedades coronarias mejorando las técnicas de by-pass, ni los accidentes de tráfico con cinturones con pretensores y frenos ‘abs’, sino caminando más y cogiendo poco un coche mucho menos potente. Una solución sencilla que, al mismo tiempo, evita el cambio climático, el consumo de energías no renovables, la proliferación de infraestructuras, el alejamiento de los productores y los consumidores, la economía de escala, la separación de productores y consumidores, la zonificación urbana, el consumo de territorio, la ansiedad… El ‘desarrollo sostenible’ nos hace soñar con soluciones tecnológicas a problemas culturales para sostener lo único que de verdad le importa: el desarrollo. Por su parte, el desarrollo de la sostenibilidad exige un decrecimiento que sólo puede lograrse evitando la catástrofe- mediante acciones culturales sobre el imaginario ciudadano que desarrollen una economía relacional no basada en la producción de bienes de consumo. En cualquier caso parece indiscutible que el debate actual no puede plantearse en términos de crecimiento sino de límites al mismo, ya sean sociales, económicos, geográficos, éticos o estéticos. De igual modo, el desarrollo intelectual tiene hoy más que ver con la reducción y la articulación (la cartografía y la orientación) que con la extensión y la proliferación. En nuestra época la división marxista entre estructura y superestructura resulta inoperante: no es sólo que el motor de la economía sea la cultura (turismo, moda, imagen, comunicación, ocio…) o que la cultura se haya mercantilizado (la representación y el reconocimiento dependen de los valores cuantitativos de la sociedad de consumo), sino que los problemas estructurales son de índole cultural. Los obvios (integración y articulación social, redefinición de los conceptos de bienestar y ciudadanía, crisis de valores…) y los no tan obvios. Los flujos migratorios son expresión de una lacerante desigualdad que no se puede solventar únicamente con ayuda al desarrollo: el acercamiento del continente africano a niveles no ya norteamericanos sino simplemente canarios exigiría más recursos de los que dispone el planeta. En conclusión: o legitimamos un diferencial a todas luces injusto o trabajamos el problema en dos frentes: el crecimiento de los países subdesarrollados y el decrecimiento de los desarrollados.

Demografía.
Es imposible imaginar un control al crecimiento y los consecuentes daños al territorio sin pensar paralelamente en un límite demográfico. El aumento de la esperanza de vida provoca un avejentamiento de la población que alienta el argumento del crecimiento: para pagar las pensiones de los ancianos hacen falta más niños, que se harán (aún) más ancianos y necesitarán (aún) más niños. El razonamiento es, obviamente, demencial. Tenemos que aprender a vivir con una pirámide de población (cada vez menos piramidal) que no base su forma en el crecimiento vegetativo.

Pero el problema de la superpoblación está ligado al de la huella ecológica. Ya estaríamos superpoblados si todos consumiéramos como un estadounidense: ese nivel de consumo nos obligaría a matar a 5.000 millones de los actuales habitantes del planeta. Un nivel de consumo africano permitiría multiplicar aún por cuatro la población actual.

Desarrollo.
En sentido tradicional, es el crecimiento sostenido y generalizado del ingreso por cabeza. En una segunda acepción, hace referencia a la reducción progresiva de la pobreza, es decir, a la satisfacción de las crecientes necesidades de la población. En un tercer sentido, haría referencia al incremento de las capacidades humanas.

En cualquier caso, su horizontes es la ausencia de límites. La religión del progreso introduce mediante este concepto la infinitud en el imaginario cultural y económico, sorteando la verdadera condición humana y vinculando su plenitud y realización con el crecimiento, en lugar de con la discriminación de las posibilidades y la definición de los límites.

Desarrollo sostenible.
En el imaginario economicista es el modelo de crecimiento encargado de solventar los problemas que genera el crecimiento. Según la comisión mundial para el medioambiente y el desarrollo, es el modo de desarrollo que satisface las necesidades presentes sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer las suyas. Dicho de otro modo, definiría un modelo de crecimiento en el que la explotación de los recursos es acorde a la capacidad de regeneración de los mismos.

No obstante, la expresión es intencionadamente ambigua pues hace referencia tanto a un desarrollo sin crecimiento como a la sostenibilidad del propio desarrollo. En cualquier caso, su acción es sintomática, no replantea la lógica del sistema ni renuncia a su modo de producción y consumo, o al estilo de vida propio del desarrollismo y el economicismo. Antes bien, alienta la confianza neoclásica en las soluciones técnicas de los problemas culturales. Y combatir el efecto siempre refuerza la causa. Esta alentado por los avances alcanzados en lo tocante a la ecoeficiencia y desmaterialización de la economía. En los países desarrollados, cada unidad producida requiere cada vez menos energía y contamina cada vez menos. Por su parte, la tercialización de la economía la desmaterializa en buena medida. Pero, debido al efecto rebote, el consumo total de energías no renovales y la producción de residuos no asumibles ha aumentado. Por otra parte, la aparente ecoeficiencia del desarrollo es en su mayor parte el efecto a la transferencia al tercer mundo de las actividades más energívoras y contaminantes. Lo que, además, a aumentado el tráfico de mercancías. Además, la pérdida de empleos industriales es debida en buena parte a la externalización de determinadas actividades (seguridad, restauración…) que antes computaban como personal de la empresa secundaria. En cualquier caso, cualquier empleado de cuello blanco consume y contamina hoy en día mucho más que un campesino o un obrero de principios del XX

Desconsumo (downshifting)
Opción voluntaria por la simplicidad basada en el cambio del estilo de vida por otro menos estresante: trabajar, producir y gastar menos como reacción al consumismo.

Despolitiza la responsabilidad, y corre el peligro de mistificar el ascetismo provocando una reacción bulímica.

Desmercantilización.
Traslado de la autoproducción al sistema del intercambio o el donativo: cambio mi yogourt por un jersey de punto o lo regalo, extrayendo la satisfacción de necesidades de la dinámica economicista.

Desorientación.
Descargados de contenido normativo, los atributos premodernos (de raza, nación, religión, sexo o condición) y ‘licuado’ el sistema de producción keinesiano-fordista en el que la mentalidad burguesa cifraba sus expectativas de reconocimiento, los individuos viven en un panorama ‘siniestro’, en el que ciertas categorías persisten como auténticos zombis, sin el carácter orgánico que antes les diera su sentido. En ese panorama, un ciudadano trasmutado en consumidor trata de encontrar su identidad prêt-à-porter.

Despolitización.
Tendencia a descreer de la política y privatizar la responsabilidad. Dado que el bio.poder opera en nuestros cuerpos, para combatirlo debemos empezar por la gobernación personal: debemos separar la basura, reciclar, autoproducir, ahorrar, utilizar el transporte público… Acciones beneméritas a menudo neutralizadas (o incluso rentabilizadas) por la propia economía de mercado, nuestro sistema es tan perverso que las virtudes privadas no siempre se traducen en beneficios publicos. El sobreconsumo es sistémico y define los límites de la simplicidad voluntaria: aunque comamos sólo un yogur y vistamos una simple camiseta de algodón, ambos objetos incorporan los miles de kilómetros y cientos de daños colaterales que implica su producción y comercialización. Aunque mantuviéramos los mimos hábitos que hace dos décadas, nuestra huella ecológica se habría disparado por la propia dinámica de un sistema que sólo se puede desmontar coordinada y políticamente.

Desterritorializar.
Los agenciamientos producen territorios, geografías que vinculan cuerpos, hábitos, conceptos haciendo plausibles sus relaciones, que crean cercanías y alejamientos y permiten recorridos con sentido. Pero estos juegos de territorialización que ponen en relación cosas hasta ese momento desvinculadas y extrañan afinidades hasta ese momento patentes implican en consecuencia movimientos paralelos de desterritorialización. Más aún, la definición de un territorio, con su componente de articulación, exige una previa desarticulación de las relaciones territoriales precedentes. Cabría decir que el territorio, más que un ente estructurado, es una puesta en acto, que no tiene más sustancia que la que se deriva de la actividad de poner en relación sus accidentes.

En buena medida cabría afirmar que el territorio natural del ser humano es la desterritorialización. No sólo por ser el único animal que no está adaptado a ningún hábitat (en todos ellos es más torpe y está menos dotado que las especies adaptadas) y es por ello el único animal capaz de adaptarse a cualquier hábitat (en todos ellos es mucho menos torpe y está mucho más dotado que las especies inadaptadas), dicho de otro modo, es el único animal adaptado a su inadaptación; sino porque sus procesos de adaptación implican una suspensión o recalificación de los hábitos previos (que le resultaría imposible a cualquier otro animal). El proceso de emancipación que define al sujeto moderno está determinado por el abandono del hogar, en el que gozamos del calor fraternal del hábito natal y somos reconocidos como alguien ‘muy especial’, y la inmersión en la fría e insulsa sociedad civil donde somos ‘reconocidos’ como uno más, un advenedizo. La permanente expatriación del ser humano se compensa con el establecimiento de nuevas relaciones que siempre estarán marcadas por la melancolía causada por el abandono de la ‘patria trascendental’ (donde se reconcilia vida y sentido), por la expulsión del paraíso ‘prelingüístico’ (donde la búsqueda de sentido no era sólo innecesaria sino aun inconveniente) pero que jamás nos devolverán a un estadio originario que, en realidad, siempre fue otra forma de territorialidad. No se debe confundir la reterritorialización con el retorno a una territorialidad primitiva, o más antigua: ella implica necesariamente un conjunto de artificios por los cuales un elemento, el mismo desterritorializado, sirve de territorialidad nueva a otro que pierde la suya. (Guattari y Rolnik, cit. en María Teresa Herner). Por ello mismo, el desarraigo humano no se traduce en una desterritorialización que no produzca nuevas formas de territorialidad. La desterritorialización es un elemento connatural al ser humano pero especialmente característico del estadio postfordista del capitalismo en varios planos: las formas de producción (deslocalización), los medios de producción (TICs), la cultura (transculturalidad), la subjetividad (personalidad flexible), las relaciones humanas (movilidad afectiva), el hábitat (movilidad geográfica)… La deslocalización de la economía ha acelerado la crisis del espacio físico como sustrato indisociable del territorio de jurisdicción de las prácticas que definen las diferencias entre “unos” y “otros” (los de “adentro” y los de “afuera”): los públicos ya no se dan cita en el patio de butacas, la institución arte ya no se ubica en el museo, las identidades ya no encuentran una tierra prometida. Pero todos ellos se reubican en discursos que definen territorios, cada día más parecidos a los mapas, que producen nuevos agenciamientos, juegos de lenguaje o poder, en el que pierden importancia las causalidades, las jerarquías, los lugares de estancia y la ganan las intensidades, los contagios, los lugares de paso.

Detective.
Es el protagonista urbano de la historia (story) de suspense. Cuando la modernidad renuncia a la imitación y orienta la acción humana hacia el incierto futuro, y la postmodernidad denuncia el carácter compensatorio de la Historia, la historicidad se nos revela como una sobrecogedora (lo sublime artificial) acumulación de acontecimientos circunstanciales que debemos convertir en indicios en el marco de escenarios de racionalidad específica si queremos aspirar a encontrarle un sentido que ya no se puede dar por supuesto. Lo acontecido no es el resultado de una voluntad trascendente pero tampoco de una lógica inmanente sino de unas decisiones contingentes. El detective es el individuo capaz de convertir los hechos en pistas, de instruir lo acontecido en un caso, de percibir en lo insignificante la fuente de una iluminación profana. El detective marca el fin de la estética romántica del genio y del paradigma ‘expresivista’: a pesar de su importancia para instruir el caso, su propia personalidad es indiferente para el mismo (sus manías, su naturaleza, su subjetividad, no vienen al caso), ni el mundo ni siquiera el acontecimiento que desvela son expresión de su voluntad, aunque de su sagacidad dependa la captación de su sentido, nos ponga sobre la pista de su tendencia.

Dialéctica negativa.
Adorno estaba preocupado por el modo en el que lo particular sensible se veía violentamente sometido a la identidad mediante el concepto (entendía que la exclusión e incluso el asesinato administrativo -el genocidio-, era fruto de los excesos de la razón ilustrada que igualaba y deshumanizaba un conjunto heterogéneo de individuos bajo un concepto identificante p.e. ‘judío’-). La diferencia inherente al lenguaje se resolvía dialécticamente por la razón teórica a través de un procedimiento de síntesis. La crítica al pensamiento conceptual podría conducir al irracionalismo (tan peligroso como la razón administrativa) de manera que Adorno repensó la dialéctica en términos negativos, evitando su resolución en una categoría conceptual identificante y manteniendo significativamente abiertos los términos de la contradicción, tan irreconciliados como los propios conflictos de la realidad histórica. En la dialéctica negativa cada particular significa mediante la referencia crítica a su otro, salvaguardando lo no-idéntico de la cosa (particular, sensual, contingente) mediante lo no-idéntico del concepto (que opera no representativa sino negativa, relativa, cartográficamente), sin necesidad de renunciar al razonamiento abstracto ni celebrar de manera postmoderna la pérdida del significado.

Esta metodología filosófica alumbró la postura política del modernismo basada en la práctica de una negatividad dialéctica: abandona cualquier contenido positivo y propositivo (fácilmente asumible por la industria de la cultura o el arte pequeño burgués) para señalar un lugar fuera del sistema e incluso de la realidad con la única confianza de que esa postura alienada se interprete como contenido dialéctico y nos permita observar por comparación el delirante estado de cosas vigente. Esta resistencia dialéctica no aspira a la victoria, ni a la reconciliación, ni siquiera confía en su autonomía (que, más pronto que tarde, resultará mancillada), es una mera aspiración (no poco desesperanzada) a ese grado de libertad (a resguardo del mercado, el valor de cambio y la razón instrumental): la negación implica un retardo en la imposición del poder (mediante el que este se revela como intolerable), no cambia el mundo pero hace ver la naturaleza de la situación y nos permite imaginar que otro estado de cosas es posible.

Diferencia.
La identidad designa lo que permanece, la esencia del ente. Pertenece pues al orden del ser y no del estar. De manera que si queremos conocer a alguien debemos preguntarnos por lo que es (+ atributo: español, blanco, noble, mujer…) y no por lo que está (haciendo: bellas artes, tomar café, trabajando para una ONG…). ‘estar’ designa lo accidental, aquello que contraviene el principio de identidad pues se puede predicar de dos entes distintos (ambos pueden estar tomando café) y se puede predicar de manera distinta de un solo ente (alguien puede estar tomando café en un momento y no en otro). La identidad hace referencia lo que nos diferencia: aquello que no podemos dejar de ser (mujer, blanco…) y lo que otro no puede llegar a ser (varón, negro…). La identidad (lo que uno no es pero debe volver a ser) se sustenta en una diferencia substancial respecto a algo otro. Cada ser «A» produce su «no-A», que al re.producir su contrario, produce al sí mismo «A»: el ‘uno’ se hace plenamente presente para sí en y a través de la negación de «el otro». La » consideración» de lo diferente, de lo exótico, es tal exclusivamente en relación a la identidad que preexiste y permanece. Sin la supervivencia -la apoteosis- de lo idéntico, del producto original y final “A=A”, la alteralidad ni siquiera llega a producirse, pues si «A≠A» ¿qué podría ser «no-A»?

Desde luego, «no-A» no es «B», ni «C», ni «D», no hay en ello nada positivo, no alcanza identidad propia. Es sólo la parte excluida de «A». Este es, básicamente, el procedimiento por el que el centro se identifica negándose a sí mismo, afirmado su pasión por lo exótico y condenándolo, al mismo tiempo, a identificarse como lo otro de la metrópoli “cosmopolita”. “El otro mismo” no posee la capacidad de afirmarse, ni la de ser afirmado, sólo puede ser reconocido como subproducto invertido de la identidad fundamental. De este modo la apología de la diferencia se convierte en puro racismo, que Castoriadis identifica con «la aparente incapacidad del sujeto de construirse a sí mismo sin excluir al otro -y la aparente incapacidad de excluir al otro sin desvalorizarlo y, finalmente, odiarlo» (Castoriadis 90: 26). Diferenciar es el modo de identificar, que es el modo de conocer, que es un modo de poder: la representación identifica, nombra y homogeneiza al mismo tiempo que domina. Y no sólo intelectualmente. Tener conocimiento de tal cosa [Egipto] es dominarlo, tener autoridad sobre ello… porque lo conocemos y, en cierto sentido, existe tal como lo conocemos. (Balfour, cit. en Said 78: 32). Inglaterra conoce Egipto; Egipto es lo que Inglaterra conoce; Inglaterra sabe que Egipto no puede tener un autogobierno; Inglaterra lo confirma ocupando Egipto; para los egipcios, Egipto es lo que Inglaterra ha ocupado y que ahora gobierna; por lo tanto, la ocupación extranjera se convierte en “la propia base” de la civilización egipcia contemporánea. (Said 78: 34). Pero no acaban ahí los servicios de la identificación y la diferencia: esa ocupación física e intelectual es el fundamento del ser de la propia metrópolis (en este caso, de lo mismo), pues, como afirma Said, dada la improbabilidad de llegar a crear una disciplina llamada “estudios occidentales”, el concepto de Oriente (en este caso, lo otro) se crea para, en el acto de su exclusión, definir al europeo (al pretendiente legítimo). Gracias al exotismo de la diferencia se supera la crisis de la identidad, uno no es nada sin negar al otro ‘A’ = no (‘no-A’). De ahí de la vocación antiideológica de los filósofos de la diferencia.

Diferencia (filosofía de).
El éxito contemporáneo del concepto de diferencia se debe en gran medida a una pésima lectura de los ‘filósofos de la diferencia’ (Deleuze, Foucault, Derrida, Lévinas…) poco interesados en marcar diferencias porque es nuestro propio intelecto el que está marcado por la diferencia. Si algo resulta intelectualmente inadmisible es valerse de la diferencia como criterio de identidad. No tenemos aquí tiempo para abordar el estudio de un término muy complejo precisamente en virtud de su resistencia a ser identificado: la diferencia es improbable en el orden empírico e imposible en el orden intelectual, ya se ha atemperado cuando la sensación llega y ha desaparecido en el mismo instante en que tomamos posesión de nuestra percepción. La diferencia no puede ser percibida ni representada, pero permanece, precisamente, como una inquietante cuña entre lo indeterminado y el modo en que deviene determinable. La diferencia trascendental (a la que hacen referencia los “filósofos de la diferencia”) no tiene nada que ver con la diferencia empírica entre dos determinaciones (entre conceptos o predicados de conceptos), es la diferencia que se abre, o, mejor, se abisma, entre la determinación y aquello que determina; no es el resultado de la representación sino lo que se interpone en su camino, no es un elemento exterior que discrimina sino un elemento interno al proceso de discriminación que lo dificulta al dinamitar los puentes que unen al ser con el pensamiento. Los filósofos de la diferencia no se cansan de recordarnos que la esencia y la identidad nos parecen nociones autoevidentes razón por la cual sirven de fundamento de la lógica, la ontología y la epistemología sólo en virtud de un hábito intelectual que no se sustenta en evidencia empírica alguna. Y, sobre todo, los filósofos de la diferencia no se cansan de recordarnos que «diferencia» deriva del latín «differre» (de dis aparte y ferre llevar), término que, en sentido literal, significa «divergir en diversas direcciones»: en consecuencia, la diferencia disemina y difiere, poniendo el énfasis en las cualidades relativas e interdependientes de los sistemas de significación que definen nuestras determinaciones intelectuales y sociales. La filosofía de la diferencia es pues una crítica radical a la (teoría clásica de la) representación, precisamente al origen de la naturalidad con la que pensamos que ser es oponerse. Una naturalidad paralela a aquella con la que la filosofía deviene, una y otra vez, como dijera Lovejoy, “apostillas a Platón”.

Discurso.
Es un extracto de texto (hablado o escrito), o más genéricamente, una práctica, con algún tipo de coherencia interna significativa por reflejar al mismo tiempo los usos sociales y epistemológicos de un determinado grupo y el poder del texto para determinar y constituir esos usos. El discurso no sólo representa el mundo o refleja un determinado estadio de su evolución, además, lo dota de significado, lo construye como realidad significativa al tiempo que excluye lo que (a partir de esa ausencia) se considera irrelevante. Epistemológicamente es el ámbito donde se establece el régimen de verdad de una esfera o disciplina y del que emana la autoridad institucional a sus afirmaciones.

Dispositivo (dispositif).
Es el “sistema de relaciones” que se puede descubrir entre “un minucioso ensamblaje heterogéneo de discursos, instituciones, formas arquitectónicas, decisiones reguladoras, leyes, medidas administrativas, afirmaciones científicas, proposiciones filosóficas y morales (…) Una formación que tiene como función principal responder en un momento histórico dado a una necesidad urgente” (Foucault). El escenario de una racionalidad específica se articula mediante un dispositivo que genera acuerdos en torno a un criterio histórico de verdad. Su alteración implica la percepción de esa estructura en su historicidad, la inoculación de nuevas necesidades y la reasignación de los grados de urgencia; por lo que el concepto de dispositivo pone el énfasis en el estadio del poder y en las instancias institucionales y subjetivas en las que se decanta, pero también saca a la luz los puntos de fractura de estas relaciones entre las prácticas normativas de subjetivación, las instituciones y los criterios de verdad.

Hoy se utiliza el concepto de dispositivo para designar las prácticas artísticas que articulan diversas instancias extraestéticas con el objetivo de poner en evidencia las estructuras mentales e institucionales que subyacen a los acuerdos tácitos y redireccionar su lógica hacia otros propósitos.

Disvalor.
Una perdida cualitativa que queda al margen del universo mental de la economía por no poder computarse en sus términos. Por ejemplo, la perdida de tiempo familiar de calidad que provoca la ansiedad o la ambición, la pérdida de sabor de la comida industrial, la pérdida de movilidad y sensibilidad corporal del que coge el cocha para todo, la pérdida de la pureza del aire…

Al no llegar la privación a constituir una carencia, la degradación de la calidad de vida vinculada a la puesta en disvalor de determinada riqueza no se computa como contraproductividad.

Dóxa.
Los griegos distinguían entre aquello de lo que se podía predicar conocimiento (episteme) porque era idéntico a sí mismo, y aquello (la dóxa) que no se podía llegar a conocer pues era cambiante y circunstancial y de lo que, en consecuencia, sólo cabía opinar.

Ecoeficiencia.
Disminución, vinculada al progreso tecnológico y la tercialización de la economía, del impacto ecológico del metabolismo económico en cuatro puntos: 1. optimización del uso de la energía y materias primas; 2. minimización de la dependencia de las fuentes energéticas no renovables; 3. minimización de las emisiones contaminantes; y 3. desmaterialización de la actividad económica.

Es el gran argumento del desarrollo sostenible, pero produce efecto rebote.

Economía de mercado.
Economía regulada por los precios, que operan como criterio informativo básico para decidir qué, cuánto y dónde producir. Según el modelo ricardiano, para que el mercado funcione correctamente basta que cada quien actúe ‘racionalmente’ con respecto a la información que le proporcionan los precios: si alguien quiere algo estará dispuesto a pagar algo por ello, otros -suficientes como para no poder pactar los precios al alza- estarán dispuestos a satisfacer esa necesidad para aprovechar las oportunidades de beneficio. En consecuencia, actuando egoístamente satisfacemos las necesidades de todos. Siempre que sólo se consideran necesidades las de aquellos que pueden pagarlas (de ahí que sea más necesario el botox que la vacuna de la malaria).

El mercado, más que una realidad, es una orientación, pues los precios no los fijan sólo las demandas ‘racionales’ sino las estructuras de producción, los aranceles, los lobbies, los ajustes estructurales y, sobre todo, las mentalidades fijadas por la publicidad y otros dispositivos de la subjetividad. Pero esta orientación neutraliza la agencia e induce a los individuos a hacer cosas que quizá no deseen. Simultáneamente, podemos estar tan convencidos de que lo que hacemos es insostenible como de que si no lo hacemos nosotros otros aprovecharán la posibilidad dejándonos en una posición de desventaja para afrontar la inevitable crisis del crecimiento (por otra parte, el riesgo es menor si es colectivo y coherente con la dinámica general por absurda que sea: si todos concedemos créditos basura cuando el tinglado se desinfle el estado vendrá al rescate (pues lo que estará en peligro es la economía del conjunto) y, personalmente, tendremos el colchón de los incentivos conseguidos mediante nuestra actitud irresponsable). A escala nacional ocurre lo mismo: si dejamos de hacer lo que no debemos hacer, otro país lo hará, los males serán compartidos pero no los beneficios. El mercado provoca impotencia, los individuos se sienten incapaces de actuar libremente. Para poder interferir en una secuencia causal que se considere indeseable hay que actuar coordinadamente (hacer política), algo que el mercado impide al generar un modelo de orden basado en la dispersión competitiva de las voluntades. Por otra parte, el mercado determina también que sólo se consideren necesidades las demandas de los que pueden pagarlas, con lo que se integra todo el horizonte del deseo en el imaginario economicista.

Economía de proximidad.
Es el resultado de la relocalización que limita los intercambios a una bioregión restringiendo el comercio exterior a aquellos bienes imprescindibles que no pueden producirse en ese entorno.

Economía neoclásica.
Corriente que siguiendo el modelo de la mecánica newtoniana y en una atmósfera de ilimitado optimismo por los avances tecnológicos, ignora que las trasformaciones de la energía y la materia no son reversibles y están sujetos a la entropía. Ello les permite confiar en la sustituibilidad de los factores y, en consecuencia, liberar el crecimiento de los límites físicos. Los economistas clásicos asumían el principio del rendimiento decreciente (ligado al agotamiento de la naturaleza), los neoclásicos creen que el desarrollo del los equipamientos, conocimientos y competencias sustituirá progresivamente al capital natural asegurando la sostenibilidad del crecimiento infinito de la producción (y del bienestar).

Efecto rebote.
También llamado ‘paradoja de Jevons’ (W.S. Jevons, economista neoclásico, constató, a finales del XIX, que la disminución del consumo de carbón de las nuevas locomotoras se compensaba con creces por el aumento del consumo global debido al aumento de estas). Designa el paradójico aumento del impacto ambiental provocado por la mejora tecnológica de los mecanismos destinados a minimizar ese impacto. Es, por ello, el más poderoso argumento contra el ‘desarrollo sostenible’, dado que demuestra no sólo que la ecoeficiencia se ve rápidamente contrabalanceada por el factor escala (el ahorro unitario se sobrecompensan por el aumento del número de unidades) sino que, a veces, estimula el consumo de recursos al liberar capital o disminuir las limitaciones a su uso, ya sean económicas, temporales, ecológicas o incluso psicológicas: las bombillas de bajo consumo se dejan encendidas, nos compramos un nuevo coche que consume menos y lo cogemos más, el dinero que ahorramos en calefacción con el aislamiento de las ventanas lo gastamos en unas vacaciones o lo reinvertimos en hacer crecer el negocio, la eficacia del trasporte nos invita a vivir más lejos…

Ejemplo.
Seguramente nadie es quien para proponerse como modelo y resulta un poco patriarcal dar consejo, pero quizá todo el mundo debería dar ejemplo.

Emancipación.
Inicialmente hacía referencia al acto de liberación de un esclavo por voluntad de su dueño. En sentido extenso hace referencia a cualquier acción que permita a una persona o a un grupo obtener autonomía frente a alguna autoridad, potestad o tutela. El proyecto formativo moderno e ilustrado se comprometió con la adquisición por parte de los individuos de una mayoría de edad mental que supusiera la extinción de la patria potestad del padre (biológico, religioso o social). El sesgo tecnoeconomicista que adquirió la modernidad hizo que se vinculara con la solvencia económica y la capacitación técnica y cultural. En la esfera estética se vincula con el desarrollo de la capacidad de juicio. El arte moderno, en consecuencia, dejó de vincular el proceso de subjetivación con la imitación, renunció a su aura y dificultó la identificación del espectador con la obra la obra, un rechazo chocante que planteaba una dificultad retórica a la comprensión que, hipotéticamente, debía redundar en el ejercicio de la conciencia crítica. Desde sectores románticos se identifica con el proyecto ilustrado eurocéntrico que trata de extraer al individuo de su lecho cultural para proyectarlo hacia un individualismo competitivo.

Entropía.
Hace referencia a la tendencia del universo hacia el mayor grado de estabilidad posible, que coincide con el máximo nivel de desorden. La vida es alimentarse de entropía negativa, un esfuerzo por resistirse a la lógica natural. La cultura cooperaba con la vida para alcanzar ese estado precario de diferenciación.

Epistémè.
La metafísica clásica entendía que la verdad no podía depender de las circunstancias: lo verdadero lo es en todo momento y condición, o no lo es. De lo circunstancial, lo cambiante, lo devenido, no se podía tener conocimiento (que sólo se podía predicar de la esencia invariable e idéntica del ente, es decir, del ser), sino opinión (dóxa). Al sistema de conocimiento absoluto de los seres idénticos se le denominaba episteme.

La critica a la metafísica ‘historiza’ (es decir, baja al plano de lo físico a todo lo que se pretende más allá de él) la verdad, entendiendo que su predicación depende de un sistema de creencias suficientemente extendido como para permitir que una determinada representación (que necesariamente pone en relación dos elementos heterogéneos) merezca la consideración de verdadera. De ahí que Foucault denomine episteme a un determinado corte histórico en el que opera un determinado régimen de verdad y al conjunto de regularidades que unifican sus discursos. Estas regularidades dotan de una cierta coherencia lo que, en realidad, sólo es un campo de relaciones abiertas pero en el cual algunas de estas relaciones resultan más probables que otras.

Escenografía.
Como advirtiera Fried, la literalidad del Minimal subrayaba el aquí y el ahora de la obra de arte y ‘teatralizaba’ su relación fenomenológica con el espectador. En la experiencia estética del modernismo el espectador se veía confrontado con una configuración formal centrípeta que suspendía la percepción del tiempo y el espacio en el presente eterno de la obra, que raptaba emocionalmente al espectador y le obligaba a olvidarse de sí (como individuo concreto en una situación concreta). La autonomía estética era para los modernistas la garantía de la supervivencia de un modelo de experiencia emancipada de las urgencias de lo actual y de de las exigencias del utilitarismo. Al situar el arte en el teatro (de operaciones) del capitalismo toda la experiencia pasa a estar mediatizada por las leyes del mercado y se suspende toda posible referencia a un criterio de valor al margen del precio. Acaba así la época de la estética y comienza la de los estudios visuales, menos interesados por la realidad ontológica de la obra que por su ‘vida social’. En adelante, el espectador será interpelado como agente y elemento estructural de la obra, y la situación, la duración, la performance, se convertirán en elementos centrales de un arte que no deberá ser contemplado respetuosamente sino puesto en obra, utilizado.

Por otra parte, la “problematización” de la representación, es decir, la re.presentación crítica (y autocrítica), mnemotécnica, hace referencia a lo escenográfico. En dos sentidos. Primero, porque, en el mundo de la incertidumbre, donde cualquier afirmación es relativa, es imposible establecer atribuciones de sentido “puntuales” (según el modelo semiótico de signo y significado como caras de una misma moneda) e imprescindible hacerlas espaciales (como una cartografía de las referencias, como una implosión de accidentes). Segunda, porque esta ‘espacialización’ del sentido coincide con su ‘teatralización’: la autocrítica exige la re.presentación del escenario de la representación, sólo así se evita la ideología. Teatralización no exenta de dramatismo, pues la responsabilidad a la que la “problematización” hace referencia (el consumo responsable) carga psicológicamente las acciones micropolíticas que antes se llevaban a cabo mecánica y desapercibidamente. La escenografía pone en evidencia que la realidad es un montaje, un diorama sujeto a convenciones susceptibles de ser alteradas pero no por ello menos operativas.

Esnob.
Acrónimo de Sine Nobilitate, designaba a los ‘nuevos ricos’ y advenedizos que querían aparentar ser de una clase que por nacimiento no les correspondía. Se colocaba junto al nombre de los estudiantes que ingresaban a las universidades de Oxford y Cambridge cuando comenzaron a admitir alumnos aventajados sin título nobiliario. Posteriormente, paso a designar a las personas afectadas que imitan las maneras y opiniones de aquellos que consideran distinguidos para tratar de aparentar más de lo que son. Se carga de ese modo de matiz peyorativo la actitud de aquel que, renegando de su identidad y sus atributos natalicios se compromete con su perfectibilidad apuntando a sus modelos de distinción (‘desearía ser + ejemplo’). Este matiz indica la persistencia del valor atribuido a la identidad y la autenticidad frente a la libertad.

Por regla general los modos de vida los marcan las prácticas de subjetivación de la clase media ilustrada, un grupo social ‘sin identidad’ (con el que, paradójicamente, la gente se identifica) bastante esnob y preocupado por la imagen. La capacidad micropolítica de incidir en la mentalidad de esas capas sociales ha sido sistemáticamente infravalorada dado el tradicional desprecio de la izquierda por el burgués y su confianza en el proletariado, el subalterno o la multitud como sujetos históricos.

Espacio temporalmente autónomo.
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Espectáculo.
El espectáculo es un paisaje social que determina que las relaciones humanas se hallen mediadas por imágenes (vinculadas con frecuencia a la capacidad adquisitiva y, por ende, a la acumulación de capital convertida en espectáculo). Tras la deriva del ‘ser’ al ‘tener’, privilegia ahora el ‘parecer’, en un movimiento que afirma toda la vida humana como apariencia y, por lo tanto, como positividad tautológica: lo que aparece es bueno, lo bueno es lo que aparece.

Es la economía que se desarrolla por sí sola al margen del objetivo del bienestar humano. La acumulación de capital se convierte así en espectáculo (y el espectáculo, en acumulación de capital). § 4. El espectáculo no es un conjunto de imágenes, sino una relación social entre las personas mediatizada por las imágenes. § 10. El espectáculo es la afirmación de la apariencia y la afirmación de toda vida humana, o sea social, como simple apariencia. § 12. El espectáculo se presenta como una enorme positividad indiscutible e inaccesible. No dice más que esto: «lo que aparece es bueno, lo bueno es lo que aparece». La actitud que por principio exige es esa aceptación pasiva que ya ha obtenido de hecho gracias a su manera de aparecer sin réplica, gracias a su monopolio de las apariencias. § 13. El carácter fundamentalmente tautológico del espectáculo se deriva del hecho simple de que sus medios son, al mismo tiempo, su fin. Es el sol que nunca se pone en el imperio de la pasividad moderna. § 16. El espectáculo […] no es otra cosa que la economía que se desarrolla por sí sola. § 17. La primera fase de la dominación de la economía sobre la vida social comportó una evidente degradación del ser en tener en lo que respecta a toda valoración humana. La fase actual de ocupación total de la vida social por los resultados acumulados de la economía conduce a un desplazamiento generalizado del tener al parecer, del cual extrae todo «tener» efectivo su prestigio inmediato y su función última. Al mismo tiempo, toda realidad individual se ha hecho social, directamente dependiente del poder social, elaborada por él. Sólo se le permite aparecer en la medida en que no es. § 38. La forma de la mercancía es enteramente igual a si misma, es decir, a la categoría de lo cuantitativo. § 43. Mientras que en la fase primitiva del la acumulación capitalista «la economía política no ve en el proletario más que a obrero» (Marx), que debe recibir el mínimo indispensable para la conservación de su fuerza de trabajo, sin considerarle jamás «en su ocio, en su humanidad», esta mentalidad de la clase dominante se invierte tan pronto como el grado de abundancia alcanzado por la producción de mercancías exige una colaboración suplementaria por parte del obrero. Este obrero, repentinamente liberado del total desprecio que hacia él manifestaban ostensiblemente todas las modalidades de organización y control de la producción, se encuentra diariamente a salvo de ese desprecio y aparentemente tratado como una persona relevante, con una atenta gentileza, bajo su disfraz de consumidor. En este punto, el humanismo de la mercancía se hace cargo del «ocio y la humanidad» del trabajador, simplemente porque la economía política puede y debe ahora dominar estas esferas en cuanto economía política. Así la «perfecta negación del hombre» ha alcanzado a la totalidad de la existencia humana. § 44. El espectáculo es una permanente guerra de opio cuyo objetivo es conseguir la aceptación de la identificación entre bienes y mercancías, así como en la satisfacción de necesidades y la supervivencia ampliada según las leyes de la mercancía. Pero la supervivencia consumista es algo que siempre debe ampliarse, porque no deja de contener la privación. No hay un más allá de la supervivencia ampliada, ningún límite de detención del crecimiento, porque ella misma no se encuentra más allá de la privación, sino que es la privación misma enriquecida. § 47. La tendencia a la baja del valor de uso, que es una constante de la economía capitalista, […] el hecho de que la utilidad bajo su forma más pobre (comer, habitar) ya sólo exista en cuanto encerrada en la riqueza ilusoria de la supervivencia ampliada es la base real de la aceptación de la ilusión generalizada que tiene lugar en el consumo de las mercancías modernas. El consumidor real se transforma en consumidor de ilusiones. La mercancía es la ilusión efectivamente real, y el espectáculo es su manifestación general. § 51. La victoria de la economía autónoma conlleva al mismo tiempo su derrota. Las fuerzas mecanizadas por ella suprimen la necesidad económica que fue la base sobre la cual se sustentaron las sociedades antiguas. Al sustituirla por la necesidad de un desarrollo económico infinito, tiene que suplantar la satisfacción de las necesidades humanas primarias, sumariamente reconocidas, por una producción ininterrumpida de seudonecesidades que remiten a la gran seudonecesidad: el mantenimiento. § 53. La conciencia del deseo, idéntica al deseo de la conciencia, es el proyecto que, en su aspecto negativo, quiere la abolición de las clases, es decir, que los trabajadores se adueñen directamente de todos los momentos de su actividad, La sociedad del espectáculo es lo contrario, pues en ella la mercancía se contempla a sí misma en el mundo que ella ha creado. (G. Debord: La sociedad del espectáculo).

Estado-nación.
Para los liberales, la nación designa los límites de un club de propietarios (recelosos del estado); para los comunitaristas, una identidad que trascendentaliza el demos como destino compartido; para los republicanos, el ámbito en el que el estado garantiza la justicia y la libertad, es decir, el ejercicio de la ciudadanía. La expresión típica de este ejercicio es el derecho de sufragio. La globalización ha trasladado los asuntos que influyen en la ciudadanía a una escala que excede los límites del estado-nación, que, periclitada la esfera pública, ha convertido el voto en un ejercicio burocrático de reparto de cargos.

Estética.
Rama de la filosofía que adquiere autonomía en la ilustración y se consagra al estudio específico de la belleza, no necesaria ni prioritariamente artística. Por su origen, la disciplina hereda los prejuicios que la metafísica profesa desde Platón hacia las artes, que no pueden proporcionar conocimiento porque su ámbito es el de las apariencias y la verdad moraría más allá de las mismas. Esa disposición estética a conducir el arte más allá de las apariencias, de los procedimientos formales mnemotécnicos de representar la realidad, en definitiva, de su tradición iconológica, retórica y aún epistemológica, está detrás de la vocación “originarista” de la vanguardia. Si el arte del siglo XX ha padecido una verdadera obsesión por empezar constantemente desde el principio y alcanzar la pureza a través de la tan cacareada resistencia a la teoría ha sido, en gran medida, porque se ha alimentado de los preceptos de la estética, que, debido a su gran desarrollo en Alemania, cobró pronto marcados tintes románticos.

El modernismo también hereda muchas de sus características de la disciplina: a su juicio, la obra de arte, como la verdad, debería ser extrahistórica, y, por ende, no dejarse contaminar por sus circunstancias; autónoma, pero no sólo respecto a las exigencias del poder sino, muy especialmente, respecto a sus propias veleidades retóricas. Por otra parte, el acercamiento al interés del arte por la vía de la belleza natural le exige alejarse de la cultura (y, por ende, de la opinión, de la doxa) para acercarse a la naturaleza, y no a las imágenes de la naturaleza (a la versión literaria de la misma, aquella que nos proporciona la cultura) sino a la esencia de la verdadera naturaleza al verdadero referente de esa mala traducción que nos proporciona nuestra mirada aprehensora y técnica a esa sustrato adánico que debe aún permanecer en estado larvario en algún lugar por debajo del logos (de la razón y el lenguaje). Esa bajada a los infiernos de la sinrazón que mora en nuestras entrañas no puede ser finalista; lógicamente, ha de ser auténtica. La autenticidad sería el correlato de la autonomía en el ámbito del comportamiento artístico y, como aquella, debe sellar un compromiso absoluto con un depósito de intenciones liberado de todo proyecto de futuro racional o colectivo, necesariamente literario y, por ende, falso. El artista auténtico es el que sólo atiende a sus motivaciones; motivaciones, por supuesto, no intencionales. Este modelo de identidad coadyuvó a la efectiva muerte del sujeto sujeto que se identificaba sistemáticamente con la versión más sesgada del burgués voluntarista y pragmático y terminó, en consecuencia, desvinculando al arte de toda fuente de criterios morales. En torno a estos presupuestos de genialidad, muerte del sujeto (ética) y crítica del lenguaje, embriaguez, inutilidad, inmediatez, naturalidad e irresponsabilidad, se han sentados las bases de buena parte del arte contemporáneo y, sobre todo, las de su percepción, mediatizada por la famosa ‘experiencia estética’. Es cierto que, al menos desde Nietzsche, la filosofía ha cobrado un perfil “arqueológico” consagrado no tanto al desvelamiento de la verdad como de los mecanismos por los que accedemos a la convicción de que algo es verdadero. Hace ya tiempo que los filósofos han convertido su lucha contra las apariencias en pos de la verdad en una lucha contra la obviedad en pos de la conciencia, de la emancipación o, por decirlo más claramente, del pleno desarrollo del potencial humano. Pero no es menos cierto que Nietzsche (como Foucault o Derrida) era más un retórico que un filósofo, y que esa tradición de la sospecha se remonta muy atrás en el ámbito de las bellas artes, consagradas desde hace muchos siglos a cuestionar la realidad de lo que se ve (cfr. Re.presentación). Aunque seguramente podríamos retrotraernos mucho antes, al menos desde el pleno desarrollo de la pintura de caballete a finales del XVI las artes plásticas han dedicado buena parte de sus esfuerzos a analizar los mecanismos que median entre la realidad, las imágenes que nos brindan conocimiento de la misma y las convenciones que permiten considerar verdadera esta correspondencia.+

Esteticismo.
El proyecto artístico de la vanguardia se ha cumplido, suspendida su autonomía el arte se ha disuelto en la vida. En la sociedad del espectáculo vivimos sumidos en un esteticismo difuso derivado del hecho de que el mundo ha devenido imagen. El pop acabó definitivamente con la cultura de la imitación, invirtió el platonismo y declaró el reinado del simulacro. En adelante, todas las formas de reconocimiento se basan en una imagen sin referente y todos los cuerpos se convierten en soporte de una performance que teatraliza las relaciones humanas.

Estructuralismo.
Los entes no tienen más naturaleza (sustancia) que su función, que, a su vez, viene determinada por la estructura que ese ente interioriza al convertirse en un elemento diferencial por relación a otros elementos de la estructura. Un significante funciona haciendo juego con (y contra) otros significantes (reales o virtuales), su significado es pues (la relación que establece con) otro significante. La palabra (o la imagen) se refiere a la cosa a través de su relación (diferencial), variable pero sistemática, con otra palabra (‘mujer’ se refiere a la mujer a través de su diferencia con ’varón’ o ‘niña’) de una estructura que nunca puede actualizarse completamente pues se redefine con cada juego del lenguaje (que supone tanto una afirmación como una alteración de la estructura).

Los sujetos y los grupos no son unidades sino multiplicidades que tratan de hacer de sí y de otras multiplicidades estructuras de sentido. Por ello mismo la apariencia de unidad de los sujetos y los grupos no preexiste a la estructura en la que se integran. El universo humano es lenguaje, un cosmos semiótico cuyas partículas elementales se afectan íntimamente creando de ese modo un campo gravitatorio, una relación de relaciones que posibilitan ulteriores relaciones.

Estudios culturales.
Mediante una metodología transdisciplinar cercana al eclecticismo metodológico, los estudios culturales plantean devolver el estudio de la cultura al contexto sociopolítico en el que se sanciona el canon y se mantiene escindido de los modos de vida. Más que por las obras se preocupan por las prácticas culturales en toda su complejidad incluyendo el modo en que los hábitos culturales cotidianos se inscriben en los juegos de poder. Lejos de ser pues una disciplina neutra que analice de forma académica los productos de la alta cultura pretende adoptar una actitud crítica, no exenta de compromisos políticos radicales, que analice la producción de significado cultural para poner en evidencia precisamente el modo en el que se jerarquizan las prácticas culturales.

Estudios visuales.
Ética.
Disposición de la libertad a relacionar narrativamente los actos con el planteamiento de un ideal.
Experiencia.
Sensación incardinada en el orden bio.gráfico y la capacidad de incluir lo acontecido en ese orden de expectativas. En el capitalismo postfordista se ha convertido en un estorbo para la imprescindible flexibilidad y capacidad de adaptación (acrítica). El ocio la revierte al orden disgregado y entrópico de la sensación.

Externalidad.
Beneficio o perjuicio que se produce sobre alguno de los agentes de una relación económica y que no se ve reflejada en términos monetarios. Es pues un fallo del mercado que abre la puerta a la intervención compensatoria del sector público.

Las externalidades pueden ser positivas (cuando la acción de un agente aumentan el bienestar de otros; p.e. un agricultor cuida el terreno contiguo a un hotel rural), o negativa (cuando lo reducen; p.e. un industrial contamina el río que pasa por ese hotel).

Festivalización.
Término que se designa el hábito de diseñar las políticas urbanas a partir de grandes eventos (olimpiadas, capitalidad cultura, Exposición universal…). Forma parte de las estrategias de marketing territorial típicas de la ciudad-marca.

Flexibilidad.
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Gastos defensivos.
Aquellos que se utilizan en reparar los daños provocados por la actividad económica (desde la regeneración de un área contaminada o la gestión de los residuos, hasta la prevención de atentados o las consultas al psiquiatra). Curiosamente computan como riqueza y se suman, en lugar de restarse, al PIB.

Gentrificación (aburguesamiento).
Término con el que Sharon Zukin designó los procesos de renovación urbana vinculados a los cambios en las pautas de consumo y estilos de vida de las clases medias urbanas: la puesta en valor del down town, la nouvelle cuisine, la estética industrial de los lofts…

La sociedad mesocrática fordista, con su imaginario basado en la igualdad y el ‘tener’, favoreció la zoonificación y la homogeneización de las soluciones urbanas y las pertenencias. El culto postfordista a la diferencia ha desarrollado una especial sensibilidad hacia pautas de consumo idiosincrásicas que procuran mayor reconocimiento social y determinan poderosamente, en consecuencia, las expectativas y estilos de vida. Hoy llamamos gentrificación al aprovechamiento intencional de esta coyuntura en procesos de especulación inmobiliaria, con impacto en la estructura social y la fisionomía urbana, basados en el aburguesamento -y la consecuente inflación de los precios- de una zona antaño periférica y, ahora, debido al crecimiento urbano, céntrica o estratégica. Zonas de los cinturones industriales, vinculadas a actividades fordistas en decadencia y habitadas aún por sus antiguos pobladores, son ‘colonizadas’ por nuevas actividades financieras y servicios vinculadas a estamentos sociales ‘mejor adaptados’ presionando al alza los precios mediante la creación de ‘atractores’, muy especialmente grandes infraestructuras socioculturales con arquitectura ‘de marca’, vinculados a las tendencias emergentes de consideración social.

Globalización.
Estadio postfordista del capitalismo en el que la economía productiva ya no aparece vinculada al territorio.

Globos sonda.
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Glocal.
Instrumentalización de lo local mediante su introducción en la dinámica global a través del desarrollo regional.

En materia artística, esta instrumentalización cobra dos formas vinculadas al la lógica de la identidad y la diferencia: o la descentralización de los centros de arte los convierte en franquicias del pensamiento metropolitano; o bien les induce al cultivo del exotismo para satisfacer los gustos metropolitanos.

Habitabilidad.
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Hedonismo.
La crisis de la mentalidad burguesa ha convertido a los ciudadanos en consumidores. Incapaces de incardinar la bio.grafía en una narrativa que nos proyecte más allá de nosotros mismos, caemos presa de un narcisismo adolescente. Devoradores de derechos y consumidores industriales de felicidad y sensaciones a crédito, millones de (post)burgueses han olvidado el puritanismo que se supone que les caracteriza, desconocen el significado de ‘excelencia’ o ‘vocación’, ‘deber individual’ o ‘respeto’ como fundamentos de la convivencia civilizada y el progreso. Los viejos “imaginarios sociales” ya no tienen encanto, la cultura del consumo de masas engulle toda la desgastada discursividad ideológica. El nuevo poder ya no hace historia, la deshace. En lugar de imponer y colonizar, amplia la extraterritorialidad atacando como la guerrilla: asesta golpes definitivos en las líneas de suministro discursivo y huye. La economía se desliga de la política y, en consecuencia, del bienestar y la dignidad, el capital se convierte en espectáculo. La postmodernidad exime de la tarea de la emancipación a un Narciso inmaduro, desorientado y hastiado por la saturación de opciones y la digresión de las reglas, entregado al exceso y la incontinencia.

Aún es posible combatir la deserción de lo público traduciendo en términos políticos lo que hoy se piensa sólo en clave psicológica o se confina en ámbitos (supuestamente) privados: el narcisismo, la obsesión por la identidad, la necesidad del reconocimiento, la autoestima, la felicidad, el bienestar, los conflictos familiares, las formas de convivencia, el machismo, la experiencia del cuerpo, el deporte, la salud, el malestar laboral, el deterioro de las condiciones de vida, las desigualdades culturales, la educación…

Herstory.
Término creado por el pensamiento feminista para denunciar el carácter jerárquico y patriarcal de la ‘His.story’ (literalmente, la historia de él) y reclamar la reconstrucción de la historia desde el enfoque del subalterno.

Historia e historicidad.
La Historia es un invento del historicismo para suspender la historicidad, centra su mirada en lo ocurrido y aparta su vista de lo que acontece. La modernidad atenúa así el suspense que implicaba el descrédito de la providencia (i.e. la historicidad es un mero tránsito por un valle de lágrimas que nos conduce a un paraíso que está prefigurado en el origen en el que toda incertidumbre es en realidad el signo escondido de un designio divino que se nos revelará el último día) inventando con ‘la Historia’ su versión laica, un fondo de continuidad que sirve como fundamento a la existencia humana, un vector temporal orientado a una meta y un determinado cumplimiento. La Historia nos protege de la historicidad, de la discontinuidad, de la angustia de concebir la existencia como tarea, elaboración, acontecimiento, ficción. Convoca al pasado para cancelar las inquietantes preguntas sobre el presente y supone una reconducción de los acontecimientos al orden del (gran) relato, que sitúa y ubica a los individuos y sus actos dentro de esa teleología progresista. La historicidad de las cosas, la finitud de la existencia humana, disuelve su responsabilidad radical en una historia que le permite reencontrarse con su esencia perdida. La historia olvida así que ella misma es histórica.

La Historia (history), se opone a la historia (story), que devuelve al acontecimiento su discontinuidad y a la decisión contingente su responsabilidad. Parte de un problema actual para entender la historia como una sucesión de escenarios de racionalidad que ofrecen distintas posibilidades para el conocimiento y la experiencia- en los que el sujeto ético toma decisiones que muestran la dimensión contingente de su evolución. La historicidad sólo es posible como ausencia de Historia, del gran relato del devenir orientado a una meta teleológica y al desarrollo de una racionalidad específica. La historia (history) se opone, además, a la herstory.

Hipoteca.
La mentalidad burguesa perdió su hegemonía cuando la disposición a postergar la recompensa a la culminación del esfuerzo (que daba sentido narrativo- a la vida, la realizaba) sucumbió a la tarjeta de crédito, que implicaba actualizar la recompensa y postergar el pago. Desde entonces la deuda (externa) con el sistema no sólo financia con el esfuerzo del pobre la inflación de los beneficios del rico (al pedir un préstamo permitimos que aumenten los beneficios empresariales por encima del incremento de nuestra capacidad adquisitiva echando por tierra la lógica keynesiano.fordista) sino que hipoteca la autonomía personal y colectiva convirtiendo los esfuerzos ligados a la realización personal en una tarea de adaptación a las exigencias de un sistema (el pago de la deuda nos exige un mayor ‘empeño’ personal con el incremento de la productividad) que nos premia con una línea de crédito, es decir, con mayor capacidad de endeudamiento. De este modo el sistema reconvierte su aparato represivo en un mecanismo de financiación (el sistema financiero internacional premia los ajustes estructurales, es decir, la inversión en adaptación a la economía global con flujos de capital que permiten la ‘captación de inversiones’ de las multinacionales deslocalizadas y la adquisición a cuenta de bienes suntuarios). De esta manera el bio.poder posee también los cuerpos sociales.

Huella ecológica.
Superficie del planeta, terrestre o marina, necesaria para proporcionar recursos a una determinada población o bien para asimilar sus desechos o regenerar sus agentes contaminantes.

I+D+i social.
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Idea.
La metafísica consideraba la realidad como la sombra decadente de su propio modelo ideal (cfr. Identidad). La modernidad denuncia la ideología implícita en el idealismo, pero la inversión del platonismo concede a lo devenido los privilegios que antes ostentara la idea, olvidando que esta, además de la esencia incontrovertible de lo real puede también ser considerada la expresión de un ideal. La idea no representaría entonces la verdad de lo real sino, al contrario, un punto de referencia sin suelo firme mediante el que evaluar, por contraste dialéctico, lo que realmente ocurre. La crisis de la representación determina la apoteosis del simulacro (en la que las practicas culturales y sociales, de naturaleza mimética, pierden el referente ideal y se hacen irreductibles e incalificables) consolidando paradójicamente la ideología contemporánea: lo que hay se representa a sí mismo mediante una tautología cegadora. Se instaura así esa dictadura del devenir que sanciona que no hay más verdad que lo dado mediante el axioma de la sociedad del espectáculo: lo que ocurre es bueno y lo bueno es lo que ocurre. Una mentalidad que se ampara en la ciencia para promover a su vez un darwinismo social -el que manda, manda- basado en la adaptación al medio (cfr. Mentalidad burguesa).

Identidad.
Designa lo que de un ente pertenece igual a sí mismo (en el tiempo, el espacio o determinadas condiciones). Como “lógicamente” sólo se puede conocer lo que es igual a sí mismo, desde sus orígenes el pensamiento occidental se consagró a pensar la sustancia, es decir, a identificar lo que permanece: su objeto es lo idéntico, lo que las cosas –que no son (estables)- en realidad son, pues sólo de las cosas que son (estables) se puede tener conocimiento epistēmē, del resto sólo cabe tener mera opinión dóxa. La identidad es el atributo del Ser y la Naturaleza de las cosas, es decir, la preocupación fundamental del ser humano. Pero de esa identidad tenemos inicialmente un solo dato: es diferente a la multiplicidad devenida, no es lo que vemos sino otra cosa. Y en este punto es donde el pensamiento racional se reencuentra con su antecesor mítico, pues el filósofo, en pos de la cosa misma, se lanza a la busca de otra cosa distinta de lo que ve. Esa Otra cosa, con mayúscula, es verdaderamente el mundo (de las ideas) del que el nuestro -el mundo de verdad (que resultaría ser falso)- es un mero reflejo.

De todo lo que es sólo merece atención lo esencial, lo que tiene identidad. Nada tiene de particular que, si esta es la mentalidad que reposa en el mismísimo origen de nuestra tradición intelectual, la identidad se convierta forzosa y forzadamente en la máxima aspiración individual o colectiva, en la condición sine qua non para ser verdaderamente y, sobre todo, para ser objeto de consideración, es decir, para ser (re)conocido. Una identidad que sólo se puede conseguir retornado a la esencia: a la postre no se discute si se es o no se es (por ejemplo, canario), sino que se asume de entrada que no se es (por ejemplo, canario), por una especie de pecado original de existencia (naturalmente decaída), y que se debe uno a sí mismo el esfuerzo de ser (por ejemplo, canario), es decir, de convertirse en copia (y no simulacro) de un atributo que, en realidad, sólo es una abstracción filosófica. La identidad (y su colaborador necesario, la diferencia) proporciona una orientación retrograda a la perfectibilidad humana y la desliga de la agencia; pero la inquietud que produce el carácter siniestro de la modernidad, unida a la desorientación que provoca el capitalismo postfordista (cfr. Mentalidad burguesa) alienta la nostalgia de certezas sustanciales. Del mismo modo que utilizamos contradicciones en los términos como la del “desarrollo sostenible” para edulcorar un concepto a todas luces insostenible, creamos oxímoros como el de “identidades múltiples” o “variables” para revitalizar un concepto infame que no sólo late detrás de la inmensa mayoría de los asesinatos masivos y los procesos históricos de segregación sino que, además, encubre nuestra disposición a someternos a los atributos antes que comprometernos en la engorrosa tarea de imaginar para nosotros mismos una vida digna de ser vivida. Preferimos seguir hablando de identidad aún a sabiendas de la improcedencia del término, para evitar hablar de estilo, idiosincrasia, distinción, compromiso, ejemplo y, sobre todo, de la fuente de todo ello, de coherencia y responsabilidad.

Ideológico.
Se dice de una relación representativa no mnemotécnica, es decir, que oculta la naturaleza lingüística de la cópula: la relación representativa ‘A es B’ permite el pensamiento abstracto y conceptual, que es el modo de ser específicamente humano, pero si olvida que el elemento de enlace ‘es’ ‘no es’ nada salvo una herramienta intelectual permite la identificación de términos obviamente diferentes (A ≠ B) sin dar cuenta de la intención del establecimiento de esa correspondencia que no debería afectar ni a ‘A’ ni a ‘B’ sino a la relación circunstancial entre ambos.

Ilustración.
Período comprendido entre la revolución inglesa de 1688 y la fran­cesa de 1789 en el que se suscribió y difundió el compromiso emancipador de la humanidad con su propia mayoría de edad (cfr. Adolescencia), esto es, el ideal de formación y desarro­llo del indivi­duo como ser autónomo. Este compromiso con el desarrollo integral del hombre desposeyó a la teología de sus competencias epistemológicas las distribuyó en tres grandes esferas autónomas: la gnoseológica (dedicada a la verdad), la ética (dedicada al bien) y la estética (dedicada a la belleza). El desarrollo desigual de la modernidad, que basó la verosimilitud de su metarrelato del progreso en el evidente desarrollo de la ciencia y la técnica, terminó identificando la ilustración con la promoción unidimensional de la razón instrumental que permitía el control de la naturaleza (externa y externa). Esta disfuncionalidad favoreció que la esfera estética (la menos favorecida en un mundo mucho más desarrollado técnicamente y más justo pero más feo) se convirtiera pronto en el refugio de los críticos con la evolución de la modernidad. Dado que la difusión del ideario ilustrado corrió a cargo de las tropas napoleónicas, suscitó pronto reacciones en los países limítrofes, especialmente en Alemania, donde adquirieron un marcado tinte romántico que contaminó la esfera estética que, cabría decir, nació postmoderna.

La crítica a la ilustración denuncia cómo la razón se convierte en irracional a perder la capacidad re.flexiva de tomar consciencia de sí, de la naturaleza lingüística de sus discursos y relativa (dialéctica) de sus enunciados. El terror que le provoca lo sublime, aquello que queda más allá de sus fronteras, le mueve a reprimir la diferencia (inscrita en el lenguaje) en beneficio de la identidad del concepto.

Imagen.
La imagen es una superficie sobre la que se proyecta significado que media entre el hombre y el mundo. La realidad es demasiado compleja, tratar de valorar todos los elementos necesarios para conceptuar algo como algo (las personas, los actos, los objetos, las situaciones…) resultaría paralizante. Necesitamos reducir las sensaciones a paradigmas arquetípicos (el mal padre, el trabajo bien hecho, la buena vida, las acciones prácticas…). Las relaciones (representativas) entre la imagen y la cosa no son naturales, se establecen una vez que la relación explicativa se ha hecho efectiva. Esta relación contingente nos permite conocer y evaluar. Por ello la importancia de la imagen es difícil de exagerar; de ahí el interés por crearlas. Y por destruirlas. De manera recurrente se producen acciones iconoclastas que pretenden volver a las cosas mismas. Uno tras otro estos intentos fracasan en su búsqueda de objetividad y devienen nuevas imágenes.

Durante siglos las imágenes ocuparon un ámbito muy limitado en el que el poder representaba las ideas que debían ser imitadas. En la cultura del espectáculo la imagen ha proliferado e invadido los cuerpos, sociales y físicos, y ha dejado de representar la cosa para suplantarla. Esa autonomía con respecto a la idea, que define su naturaleza post.lingüística (cfr. Estudios visuales), la convierte en un síntoma y en un simulacro: ya no nos orienta entre las cosas, se convierte ella misma en cosa que dificulta más nuestra orientación. El hombre es una historia recordada (cfr. Bio.grafía), realiza su vida orientándola en la secuencia de un relato retrospectivo, pero sólo recordamos lo que nos representamos, de ahí la importancia de la imagen, el registro de lo fugaz.

Imitación.
La cultura premoderna estaba basada en la imitación y, en consecuencia, la fuente de valor se cifraba en el pasado: la mímesis de los antiguos, las ideas del demiurgo- y la naturaleza era la base del prestigio del pasado. Lo bueno era lo que tenía pedigrí.

La imitación no era pasiva ni, por supuesto, “retiniana”. Lo que se trataba de imitar era precisamente lo que la retina no alcanzaba a ver: lo uno tras lo múltiple, lo necesario en lo contingente, lo esencial dentro de lo circunstancial. Precisamente porque su objetivo se focalizaba en lo que no se podía percibir -la idea- se remitía al modelo -una instancia intermedia entre la idea y la copia-. Claro está, como de la idea no podíamos tener información alguna, en realidad era la copia la que instauraba el modelo (que, sin embargo, pretendía hacer derivar su legitimidad, no de una decisión mundana -contingente, variable, circunstancial- sino de una instancia ideal). Y el modelo no era -como los que hoy ponemos en las tarimas de nuestras facultades de arte- un mero motivo, sino un verdadero ejemplo a imitar. La imitación era mucho menos inocente de lo que hoy nos hemos acostumbrado a creer, pues instituía los modelos sociales a seguir con una aparente actitud “receptiva”, que era la que hacía verosímil que se invirtiera el proceso de legitimación y se pusiera en boca de Dios lo que los hombres deseaban imponer de manera ideológica. La copia celebraba la belleza y la armonía de un modelo con el fin de predisponer a su seguimiento y, al mismo tiempo, de hacer verosímil su linaje supraterrenal, derivado de un orden cósmico natural incontrovertible.

In.mediatez.
Tradicionalmente, el arte ha provocado un tipo de satisfacción diferida vinculada a la adquisición de los conocimientos y destrezas imprescindibles para su disfrute integral. En la modernidad, la tradicional erudición (que permitía la lectura de la iconografía) se sustituyó por una no menos exigente sagacidad vinculada al ejercicio del criterio: el artista no cultiva la belleza de los modelos canónicos sino el interés por lo insignificante (por lo aún no significado). La idea de la obra plantea una tensión dialéctica con lo dado que le exige al espectador interpretar esa contradicción alegórica como una propuesta de alteración de la jerarquía de los valores. Para ello el espectador debía inferir el campo de indicación del enunciado de la obra. El ritmo impuesto por el arte de masas promueve una cultura indolora que exime al espectador de interpretar ningún mensaje cuyo campo de indicación no se encuentre ‘a la vista’. En consecuencia, el disfrute de la obra no exige más elementos de mediación que los que proporciona la actualidad, lo que inhibe su efecto formativo, favorece la obsolescencia programada e integra la obra en la lógica del espectáculo.

In visu.
El país, elaborado y trascendido por el arte, se convierte en paisaje, algo más que mera naturaleza, que simple territorio. Pero el arte puede trasformar el territorio ‘in situ’, directamente, o ‘in visu’, indirectamente, mediante la mirada. El privilegio cultural contemporáneo concedido a la acción sobre la actuación favorece las acciones ‘in situ’ (desde la arquitectura al land art, pasando por la jardinería) sobre las actuaciones ‘in visu’, más sutiles y menos agresivas pero, históricamente, mucho más eficaces para modelar y desviar la mirada y, con ello, los hábitos. La naturaleza imita al arte, el territorio se adapta él solo a nuestros modelos de belleza, deseo y bienestar. Si nos gustan los coches, aparecerán carreteras, si nos gusta el turismo, parques temáticos.

Indicadores.
Vivimos en una sociedad relativista. La definición de la riqueza y el bienestar es convencional y el sentido común parece neutralizado a la hora de atribuir valor. De ahí la importancia de los indicadores en la economía de la consideración. Estos proyectan valor sobre determinados bienes y disvalor sobre otros, consiguen que nos demos por satisfechos o que nos movilicemos colectivamente para paliar lo que consideramos carencias. Los indicadores son, pues, instrumentos básicos para la representación del orden social dominante.

Los indicadores se corresponden siempre con los objetivos propuestos. Si se persigue el aumento de la producción, sin entrar a valorar su naturaleza, el PIB resulta ideal, pues no cuenta lo que realmente cuenta hasta que se traduce en dinero, es decir, hasta que lo que cuenta cuesta. De ahí que, en el horizonte del desarrollismo, el indicador básico sea el PIB per capita, que está asentado en nuestro imaginario como sinónimo de nivel de vida. En consecuencia, vinculamos nuestro bienestar con los intercambios mercantiles, con la cantidad de bienes y servicios que la economía genera a nuestro alrededor. A partir de ahí nos proyectamos y nos reconocemos, nos realizamos o nos frustramos. Los indicadores son también instrumentos para el imperialismo cultural. En una sociedad mercantil la carencia de bienes materiales se computa inmediatamente como pobreza y, en consecuencia, se trata como un problema, incluso de orden moral, que hay que abordar inmediatamente generando ‘riqueza’, es decir, crecimiento. Pero como en términos mercantiles la pobreza es relativa y el diferencial de riqueza aumenta siempre con el desarrollo, la ‘ayuda al desarrollo’ deberá aumentar exponencialmente, lo que hará aumentar el diferencial, la pobreza y la ayuda. Todo ello mediado, además, por el crédito y los ajustes estructurales que hipotecan la vida al crecimiento. En última instancia, la ayuda al desarrollo es literalmente eso, no una ayuda a la población, sino al mismo desarrollo, que integra formas de vida austeras y autárquicas en la dinámica del comercio internacional. Cuando se exporta un modo de medir la calidad de la vida se desestima una manera de relacionarse con el medio. Por todo ello, la batalla por los indicadores resulta fundamental. Algunos creen incluso que bastaría computar las verdaderas variables que convergen en la realidad económica para que la dinámica cambiara. De ahí que es hayan creado numerosos indicadores para tratar de suplir las carencias del PIB: el ‘Indicador de salud social’, el ‘indice de bienestar permanente’, el ‘Indicador de desarrollo humano’ (IDH), el ‘Indicador de bienestar alternativo’, el ‘Indicador de progreso auténtico’ (GPI, genuine progress indicador). En general, todos ellos ignoran los valores de uso cuando no se traducen en mercancías o en servicios no mercantiles validados socialmente por su financiación pública (es decir, fiscalizados). Tienen el problema añadido de introducir todas las actividades no económicas en el terreno de lo económico, quedando de nuevo atrapadas en su imaginario.

Indicador de salud social.
Indicador de bienestar alternativo que toma en consideración la mortalidad infantil, el maltrato infantil, la pobreza infantil, el suicidio de jóvenes, el uso de drogas, el abandono de los estudios, los niños nacidos de madres adolescentes, el desempleo, el salario semanal medio, la cobertura de seguro médico, la pobreza en mayores de 65 años, la esperanza de vida a los 65 años, los delitos violentos, los accidentes mortales de trafico relacionados con el alcohol, la accesibilidad de la vivienda o la desigualdad de las rentas familiares.

Índice de bienestar permanente.
Indicador de bienestar alternativo al PIB. Consumo comercial doméstico + servicios de trabajo doméstico + gastos públicos no defensivos gastos privados defensivos gastos de degradación del medio ambiente desvalorización del capital natural + formación del capital productivo. El ocio y el capital humano permanecen ausentes.

Infraestructuras.
Inversiones del capitalismo global (a cargo de los contribuyentes locales) para subvencionar el traslado de mercancías y hacerlo parecer rentable.

Interesante.
Al comienzo de la edad contemporánea, F. Schlegel vaticinó que el ideal de la poesía moderna no sería lo bello sino lo interesante. Mientras que la belleza podía suponerse una cualidad objetiva encarnada en una forma autosuficiente, el interés sólo puede ser una propiedad atribuida al objeto desde un contexto exterior al mismo; un contexto cuya relevancia quiebra la autonomía de la obra de arte, dejándola expuesta a la influencia de las circunstancias e inquietudes históricas. Esa funcionalidad desgarró la clásica integridad de la obra, abriendo una brecha por la que habría de correr el aire de la actualidad: la obra de arte se convirtió en el desencadenante de un proceso en el que se suscitan “intereses”, intereses que, obviamente, están vinculados a circunstancias concretas y variables. Este interés que, como el que nos cobran las entidades de crédito, designa un “valor añadido”, una “plusvalía”, no puede localizarse dentro de la obra de arte. A partir de ese instante, la difusa frontera entre teoría y práctica artística se fue haciendo tan tenue como la que separa los ideales artísticos del devenir sociohistórico, la creación desbordó el estrecho marco de la subjetividad y la conservación, lejos de limitarse a preservar la belleza de la obra, debió consagrarse al mantenimiento de su interés. Gestión y gestación se hicieron definitivamente indisociables.

Por otra parte, mientras que la belleza, en virtud de esa autosuficiencia, podía sobrevivir incluso en una situación de aislamiento, el interés sólo se retroalimenta en un entorno intelectual desarrollado y articulado. En adelante, la obra de arte no será el correlato de un cierto ideal de integridad cósmica, sino un sistema de vectores culturales susceptible de proporcionar cierto grado de cohesión al heterogéneo mundo histórico: la obra de arte es la implosión de unas inclinaciones en una forma que no funda pero define un territorio. En cierta medida, cabría pues decir que la obra moderna es una forma de conocimiento local y retórico. Cuando, también a comienzos de nuestra época, Kant se planteara ¿qué es la ilustración?, comprometió por vez primera el interés del pensamiento moderno con aquello que nos estaba pasando en una circunstancia espaciotemporal precisa y con una intención previdente.

Intimidad.
La identidad señala lo que nos diferencia, lo que nos hace iguales a nosotros mismos. La privacidad señala aquello que nos distancia, lo que nos parapeta de lo(s) demás. La intimidad define nuestras afinidades electivas, aquello a lo que nos sentimos inclinados, lo que nos separa de nosotros mismos, nos orienta y nos hace tendenciosos, no nos parapeta de lo(s) demás, nos expone a ello(s).

Jardín.
Forma de practicar el paisajismo ‘in situ’ (es decir, de convertir el país directamente en paisaje) imponiéndole a la naturaleza un orden que exorcice su caos o tatuándole signos. A partir del paisajismo inglés se convierten en cuadros tridimensionales.

Juego.
La crítica a la representación desestabiliza la relación entre el significante y el significado. La palabra no opera estableciendo una relación con la cosa significada sino con otra palabra con la que hace juego (o hace máquina) en el sentido en que hace juego una bisagra: engarza un elemento con otro de manera que abran o cierren ámbitos de posibilidad y permitan tránsitos. La ’legitimidad’ de esos ámbitos no depende de un contenido de verdad (independiente del juego que se establece en su interior) ni de un sujeto de razón, sino de las posibilidades heurísticas que procuren (e ignoren). El sujeto recupera con el texto esa capacidad de realización lúdica que la formación ilustrada había reprimido. El lector juega en el doble sentido que el verbo tiene en inglés y francés (una partitura se ‘juega’ al piano): pone en juego y ejecuta la obra, actualiza sus relaciones posibles, lo usa e inscribe de ese modo en él la diferencia de la que depende su identidad.

Keynesiano- fordismo.
Concepción económica ligada a la producción en serie propia del capitalismo militante en el que la racionalidad estaba ligada a la mejora del producto y la productividad y no de la demanda y la flexibilidad. La producción en cadena alienaba al trabajador (especializado) que se veía obligado a desvincular su fuerza de trabajo de su realización personal. Pero como los beneficios empresariales dependían de la capacidad adquisitiva de los trabajadores (el aumento progresivo de los salarios de los trabajadores de la cadena de montaje del Ford T les permitía convertirse en potenciales consumidores del vehículo que fabricaban y en clientes de otros trabajadores indirectos que, en consecuencia, también podían adquirir el utilitario) y de su experiencia (la especialización del trabajador aumentaba la productividad y permitía fabricar un coche accesible para las pequeñas economías) el trabajador disfrutaba de estabilidad laboral, de un horizonte de proyección profesional, de capacidad adquisitiva y de tiempo libre suficientes para realizar su vida fuera del horario laboral. La convicción aristotélico marxista de que el homo faber se realizaba mediante el trabajo derivó hacia la separación burguesa de la esfera privada (la del desarrollo personal) de la pública (la de la adquisición de recursos para invertir en la realización privada). La mentalidad republicana interpretaba que cada trabajador era una pieza esencial del engranaje productivo independientemente de su nivel laboral, por lo que cualquier actividad realizada con profesionalidad no sólo era recompensada con una vida a largo plazo sino con el reconocimiento social a la contribución al funcionamiento del todo.

La deslocalización postindustrial determina que el empresario no dependa de la capacidad adquisitiva de sus trabajadores pues el comercio global permite producir allí donde la mano de obra sea más barata y la legislación fiscal, laboral y medioambiental menos exigente y trasladar el producto hacia los potenciales consumidores. La competitividad de unos productos sin valor de uso que dependen de una demanda cambiante ya no se basa en la optimización productiva mediante la inversión en competencia y experiencia sino en el decrecimiento de los costes laborales y, sobre todo, de los costes de la destrucción de empleo en función de la variabilidad de la demanda. El trabajador no compite mediante su capacidad de producción sino de adaptación a unas circunstancias inestables, no puede, en consecuencia, invertir en narratividad y se ve obligado a adoptar una subjetividad postburguesa.

Libertad.
Capacidad humana para resistirse a la necesidad. Tiene que ver con gobernar y no con hacer lo que me viene en gana.

Límites.
La realización humana no puede vincularse al crecimiento o al desarrollo, sino a la definición de límites y la discriminación entre posibilidades. Hay que reevaluar la ambición para orientarla a la delimitación y articulación de un campo limitado de acción y a la conformación del deseo.

Línea de crédito.
En el marco de la mentalidad burguesa el sujeto daba sentido a su vida orientándola en el orden del relato. La hipoteca de la autonomía personal a la recompensa actual que marca la conversión del ciudadano en consumidor vincula el reconocimiento con la capacidad adquisitiva y, espectacularmente, la capacidad adquisitiva con el reconocimiento, con la fiabilidad financiera. La subjetividad se orienta así en una línea de crédito que convierte la antigua secuencia lineal causal de planteamiento, nudo y desenlace, en una que se compone por reiteración de tiempos.ahora. Se cumple así paradójicamente el proyecto vanguardista de liberar la vida de la hipoteca puritana al relato y convertirla en una secuencia de instantes de plenitud.

Mapeado.
La cartografía se ha convertido en un concepto clave para el arte contemporáneo. Además la desorientación, la pérdida de organicidad, la siniestralidad, etc. determinan que la subjetividad moderna se desarrolle en multitud de planos heterogéneos: frente a la homogeneidad de los saberes de los humanistas, en correspondencia con la de su universo conceptual, los ciudadanos actuales requieren saberes y destrezas variopintas para orientarse en circunstancias cambiantes. La vida humana no cabe pues en el espacio acotado del cuadro ni puede representarse desde un solo punto de vista, para dar cuenta de ella necesitamos procedimientos formales que (como el mapeado, el archivo o las retóricas detectivescas) sean capaces de tratar con lo heterogéneo.

Máximo rendimiento sostenible
Cantidad máximo de recursos que puede ser explotada en cada periodo sin amenazar la capacidad de regeneración del territorio. Debe tener en cuenta la huella ecológica encubierta y es el límite global al desarrollo sostenible, y no la ecoeficiencia. Es en sí mismo un mecanismo corrector, pues la consideración del tiempo de regeneración de un territorio altera de suyo la lógica cortoplacista de la economía capitalista y la adapta a otro tempo.

Mentalidad burguesa.
La modernidad es el proceso de secularización que ‘desnaturalizó’ las identidades al vincular la esencia del individuo con una libertad y voluntad que le permiten hacer algo consigo mismo. En este escenario y puesto que sólo se puede conocer lo que es igual a sí, el re.conocimiento no podía basarse en el origen sino en la prosperidad, lo que llenó la bio.grafía de suspense. La revolución burguesa provocó la crisis de la identidad al rotar 180º el proceso de subjetivación inventando ‘la carrera’: una tecnología del yo que integraba la biografía en el relato de la ‘prosperidad’ y postergaba la gratificación.

La crítica a la burguesía cargó contra su alta conciencia de sí, contra su (auto)confianza en la voluntad y la libertad, demostrando que la conciencia era producto del estadio de la economía (Marx), que la voluntad era una máscara del inconsciente (Freud) y que la libertad era una ilusión del lenguaje que nos pensaba (el estructuralismo). Pero la crítica a la mentalidad burguesa se quedó pronto sin enemigo. La ética puritana basada en el ahorro y la inversión conformó el espíritu del capitalismo en su fase ‘militante’, mientras este necesitó acumular capital y difundir para ello la reinterpretación protestante de la parábola del camello y la aguja que demonizaba no la ganancia sino el gasto. Cuando la acumulación de capital fue suficiente como para asegurar el funcionamiento del capitalismo (como para comprar todas las voluntades) se hizo necesario dar salida a su sobrecojedora capacidad de producción: la mentalidad burguesa no sucumbió a manos de sus críticos sino de la tarjeta de crédito, que postergaba el pago y resituaba la gratificación en el presente. Pronto, la flexibilización laboral del capitalismo postfordista disolvió los últimos restos de la subjetividad burguesa al vincular la competencia con la capacidad de adaptación a circunstancias cambiantes. El sujeto postburgués hubo de escapar al orden del relato para sobrevivir en el escenario del capitalismo ‘triunfante’: abandonó sus planteamientos (principios o convicciones), nudos (compromisos afectivos o éticos), y desenlaces (objetivos a largo plazo). El burgués puritano, con su radicalidad económica, había mejorado los niveles de productividad alterando las relaciones productivas y mejorando los medios de producción. Pero el desarrolló capitalista exigía también la modificación de las ‘relaciones de consumo’. El burgués, un lobo en el terreno público pero un cordero en el ámbito de lo personal (según el código de la ética protestante del capitalismo: obligación, ahorro, fidelidad, autocontrol, abnegación, templanza, laboriosidad), tuvo que dar rienda suelta a su licantropía privada: el capitalismo abolió la ley seca. Este hecho marcó el fin de la contradicción interna de la burguesía: el lobo público se hizo también lobo privado, el contrato social ya no se basaba en la contención de ese hombre que era un lobo para el hombre sino en la canalización de esa agresividad al ámbito de la producción y el consumo: el corredor de fondo se hizo velocista, el estilo se fabricó prêt-à-porter; si antaño estaba mal considerado disfrutar, hoy (en el marco de la privatización del bienestar) no hacerlo es un síntoma de fracaso personal que provoca los sentimientos de culpa antes ligados al placer. La desigualdad adquiere tintes psicológicos que, en el marco del bio.poder, nos (auto)responsabiliza del sistema: el consumo no es sólo una competición por el estatus en el teatro social, sino una lucha por un modelo de autoconsideración que pasa por encima no sólo de la vocación sino del ascenso en la escala social (lo importante es poder adoptar un estilo –prêt-à-porter– de vida aunque se sea prostituyéndose en un ‘reallity-show’ o pegándole patadas a un balón). El concepto ‘publicidad’ cambia radicalmente de significado: de ‘representación en la esfera pública’ pasa a designar la ‘venta de productos’. El lujo (que ya no identifica como en la premodernidad un origen) es una necesidad psicológica y una responsabilidad social (con la reproducción del sistema): el trabajo sigue siendo la contribución personal del ciudadano al bien común sólo en la medida en que se incardina hacia la ostentación que institucionaliza la envidia y la convierte en motor de un crecimiento desvinculado de las biografías y su bienestar. Durante años el puente entre lo público y lo privado fue la vocación (y su concreción en ‘la carrera’), en el marco del postfordismo el trabajo es un mero instrumento del nuevo elemento de enlace entre lo público y lo privado: el consumo. El sujeto postburgués no identifica la satisfacción con objetivos meritorios a largo plazo, no la vincula con la disciplina y el sacrificio sino con la liberación (en sentido mecánico, no filosófico), es decir, con ausencia de impedimentos a los impulsos, incluidos los planteamientos, los nudos y los desenlaces. La emancipación se ha traducido en autoexpresión (diferencia), autosuficiencia e independencia (en el ámbito de la casa del padre), y el reconocimiento en autosatisfacción (convertida en un imperativo moral y económico) en el marco de la lógica de la ‘autoayuda’: nadie te va a querer, luego aprénde a quererte tú mismo, nadie te va a amar, luego aprende a gustar(te) en el espejo del consumo-. La felicidad ya no tiene que ver con el autocontrol, sino con la autorrealización. Mientras tanto, la reedición postmoderna de la crítica al fantasma de la burguesía creaba un colchón intelectual para el nuevo escenario económico: sus metáforas ‘libertarias’, creadas contra un burgués que llevaba décadas haciendo cola en los parques temáticos para vivir situaciones ‘epatantes’ y contra un estado que llevaba años en fase de privatización, se parecían sospechosa y sintomáticamente al campo semántico del nuevo capitalismo: mestizaje, travestismo, esquizofrenia, red, desterritorialización, transculturación, fragmentariedad, apropiacionismo, sincretismo, descentramiento, hibridación, transfronterizo…-. Economía y vanguardia se han hecho culturalmente coherentes (la alienación ya no tiene contenido dialéctico ni, por lo tanto sentido, sólo indica una imperdonable incapacidad de adaptación) en torno a la idea de autorrealización, experiencia vital, narcisismo, placer, juego, intensidad y horror a la postergación. “Hacer de uno lo que esté dentro de nuestras propias posibilidades” es un lema que iguala a empresarios y artistas. El burgués había revolucionado las fuerzas productivas y las relaciones de producción en el ámbito de la economía, el artista en el de la cultura; juntos habían barrido lo fijo, lo estable, lo sólido, habían profanado lo sagrado. Iguales, se temían: uno era radical, individualista y arriesgado en materia económica, donde asumía un alto grado de stress y riesgo, pero conservador, comunitarista y moderado en gustos y hábitos; el otro, todo lo contrario, abogaba por la solidaridad y la fraternidad económica pero se escindía socialmente (adoraba la humanidad pero no soportaba a las personas) y necesitaba radicalmente “sentir su existencia” individual de forma inmoderada y aguda. Hoy el artista adopta sin ambages la razón cínica del capitalismo y el postburgués se apunta a la bohemia.

Micropolítica.
El 68 integró en el espacio de lo político (de lo público) una serie de cuestiones (las relaciones sexuales, familiares, laborales, institucionales, clínicas o escolares) hasta entonces consideradas exclusivas de la esfera privada. Los conceptos foucaultianos de poder y bio.poder, unidos a la denuncia feminista de las relaciones jerárquicas de dominación que presidían los vínculos pretendidamente «privados» entre varones y mujeres, desvelaron que lo personal es político. El fin de la historia, la corrupta burocratización de los partidos y la globalización de los problemas determinaron el definitivo descrédito de la política convencional, los deseos de cambio disminuyeron de escala y se vincularon a acciones ‘oenegeras’ e intervenciones locales pero coordinadas por encima de las fronteras del estado-nación. Para cambiar el mundo hay que cambiar las conciencias, en consecuencia, la cultura, relegada por el vanguardismo al papel de lugarteniente de la vanguardia política, cobra una creciente importancia como instrumento de ayuda al autogobierno de los sujetos.

A partir de los 80 la micropolítica se ve adsorbida por la corriente multicultural y se vincula a las políticas de la identidad. La vieja aspiración de la izquierda internacionalista a la justicia social se tiñe de romanticismo y abandona el horizonte ilustrado de la emancipación universal de los individuos libres mediante su elevación al plano público de la ciudadanía para replegarse hacia el territorio incivil de la identidad en defensa del reconocimiento de los viejos atributos (biológicos, étnicos, lingüísticos, religiosos, sociales, genéricos o culturales) más o menos puestos al día. La micropolítica de la diferencia aldeana favorece la tendencia del capitalismo a la reclamación corporativa (frente al viejo sindicalismo de clase) y deja definitivamente desasistida la preocupación por lo público.

Minimalismo.
La escultura no volvió a ser lo mismo desde que, con la modernidad, perdimos la confianza en que la representación monumental de individuos ejemplares con actitudes dignas de imitación pudiera servir para jalonar la trayectoria civil de unos individuos urbanos exilados en su propio territorio. La única herencia que le tocó en suerte tras la muerte de la cultura del modelo fue un pedestal vacío. No le quedó más remedio que hacer de la necesidad virtud: la escultura reencontró su razón de ser al rememorar la hazaña del derribo de las viejas ideas que durante siglos habían campado sobre sus monturas. Sus múltiples variaciones sobre su propia pérdida de contenido (pro)positivo culminaron con el Minimal, que monumentalizó la crisis de la monumentalidad dando lustre a un pedestal absolutamente reluctante a servir de base a cualquier metáfora humanista en la que cupiera reconocerse y que, en consecuencia, pudiera alentar cualquier tipo de actitud mimética.

El cubo vacío marcó un punto de inflexión que culminaba la lógica del modernismo al tiempo que anticipaba su necesaria superación. La propia indisposición a incluir en la obra el más mínimo elemento capaz de dar satisfacción a la vocación mimética de los seres humanos, a su tendencia a reconocerse en anhelos pasados e identificarse con proyectos futuros, terminó convirtiendo el pedestal vacío del Minimal en un monumento al aquí y al ahora que extendía su tiranía sobre el amplio desierto del nihilismo. Su crítica a la representación nos proporciona una visión monolítica y sin fisuras de la incapacidad de la idea para trascender o alterar el bien asentado orden de cosas presente. De manera franca, abierta e inmediata, el Minimal nos revela que ‘lo que vemos es lo que vemos’, un imponente vacío simbólico donde no hay más cera que la que arde. Lo contingente, lo circunstancial y lo coyuntural adquiría así visos de eternidad e ineluctabilidad precisamente porque la critica a la representación había desterrado, con toda naturalidad, cualquier ejemplo que sirviera de alternativa. Tanto es así que esta vez no hizo falta que trascurriera el plazo habitual para que el arte “radical” alcanzara reconocimiento mediático: incluso antes del Minimal el minimalismo se había convertido en un estilo “pop” que marcaba los perfiles de nuestra ropa, nuestros muebles o nuestras casas. Tampoco se produjo pérdida alguna de intensidad en este tránsito: la realidad minimalista era mucho más radical que el Minimal. El minimalismo es el escenario de una experiencia moderna marcada por una espectacular literalidad: las cosas son como son y no nos cabe otra alternativa que definir nuestra ubicación por referencia a esos mojones del feudo del nihilismo. De manera más radical si cabe que la pintura (que siempre es deudora de su vocación representativa estructural), y, como siempre, de manera más monumental, la escultura había culminado la crítica a la representación con la desantropomorfización del espacio del arte. Después de un siglo de variaciones sobre las posibilidades materiales del pedestal y conceptuales de su vaciamiento, el Minimal había culminado también en el plano formal la escalada modernista hacia el aburrimiento. Durante los años 70, década de crisis petrolera en la que apenas existía dinero excedentario para invertir en arte, no resultó inconveniente que las salas permanecieran vacías y admitieran ensayos sobre la muerte del arte. Pero el resurgir económico de los 80 produjo una liquidez que demandaba mercancías; y el cinismo postmoderno no dudó en proporcionárselas recurriendo a todos los tópicos románticos con los que el arte suele vencer su propio hastío: la expresividad, la naturaleza, el genio, la desinhibición, la liberación, el mito, la tradición, lo vernáculo, la identidad, la pasión, el origen… Este recurso elemental demostró que es fácil hacer arte al margen del Minimal, pero no tanto hacer arte después del Minimal, es decir, hacer arte sin obviar que el pedestal vacío no es un síntoma de falta de creatividad sino el correlato no ya de la dificultades del arte de aportar algo (que no sean mercancías especulativas) en nuestras circunstancias históricas sino de las serias dudas que suscita la mera posibilidad de hacerlo reeditando unos procedimientos que justificaron el vaciamiento del pedestal. Esculpir después del Minimal es el problema que nos plantea esa segunda fase de la modernidad que implica la restauración de los referentes en el mundo del nihilismo, la re.presentación tras la crisis de la representación, la reposición de contenidos en el pedestal sin olvidar por qué lo dejamos vacío.

Mirada.
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Miseria.
Es la pobreza interpretada en clave moral. Supone conciencia. La miseria en el norte es con frecuencia más insoportable que la pobreza en el sur. La miseria en el sur es terrible, vincula la pobreza a una degradación radical de los modos tradicionales de vida con los que las carencias seculares se afrontaban con cierto éxito.

Mnemotécnia.
Lamamos mnemotécnica a la re.presentación que, al mismo tiempo que establece una referencia exterior, vuelve su atención, re.flexiona, sobre la propia construcción de esa referencia. Es pues una estrategia escenográfica contra la ideología.

Modernidad.
Llamaremos modernidad al momento histórico en el que los principios jerárquicos que determinaban las identidades y estructuraban las relaciones humanas en la premodernidad perdieron su carácter sobrenatural y comenzaron a parecer naturales, en el mero sentido de habituales, en cuanto convenciones, es decir, diferencias de hecho, no de derecho. La modernidad no suspendió las jerarquías premodernas, pero sí arrojó la sombra de la sospecha sobre su supuesta naturaleza originaria o supraterrenal.

La modernidad es pues un proceso de secularización y desacralización revolucionario en la medida en que atentó contra la autoridad, y lo hizo, como no podía ser de otro modo, cargando contra el telón de fondo de la tradición ante la que aquella cobraba sentido. La ruptura de la continuidad de la tradición abrió las puertas a una sociedad progresista cuyos evidentes logros iniciales se fundaron en la caracterización de los viejos credos como prejuicios y en su sustitución por unos descubrimientos sin pasado, cuya autoridad, por primera vez, sólo se cimentaba en el futuro, en lo que habría de venir. La desnaturalización (desacralización) de las jerarquías (y sus lazos de dependencia) plantea que el hombre, en tanto que hombre, es portador al nacer del derecho (la obligación) a la libertad, a decidir sobre su destino. La modernidad inyecta suspense a la realización de la vida humana, desvirtúa la identidad al proyectarla hacia el futuro en función de la capacidad del hombre para convertirse en lago diferente a sí mismo y la convierte en mera idiosincrasia. Los individuos se despersonalizan y se personajizan. La autonomía e independencia individual (no sólo teóricamente, como en los textos monoteístas) se convierte en el principio de la coexistencia: el hombre se percibe con independencia de su rango, pertenencias o naturaleza, con independencia de aquello que le identifica o particulariza. El prójimo deja de considerarse “en tanto esto o aquello”, y pasa a convertirse en un individuo singular. El otro deja de ser diferente y se convierte en nuestro semejante, en consecuencia, pasa a resultarnos indiferente, no nos vinculamos a él por lazos comunitarios sino por circunstancias accidentales. Adquiere perfiles siniestros.

Modernismo.
Postura estética moderna (vigente al menos desde l’art pour l’art hasta Greenberg) basada en la defensa de la autonomía premodernos, autonomía frente a la razón utilitarista moderna y autonomía frente al pragmatismo postmoderno, a la disolución del arte en la vida. Defiende un arte estético (Highbrow) basado en el desinterés, el inutilitarismo y la autoconciencia, de ahí su tendencia a la abstracción. Su función política se concreta en la práctica de una dialéctica negativa. A su juicio la cultura tiene escaso valor como instrumento de mejora social aunque sí como modo de disenso y autodefinición frente al mundo: no persigue tanto la transformación social como la emancipación individual y, sobre todo, la toma de conciencia.

Pese a su retórica antiburguesa (basada en su desconfianza ante el disfrute estético) muestra tintes puritanos en su fe en la capacidad esclarecedora y emancipadora de la dificultad y la ética protestante del esfuerzo. De ahí su animadversión al arte de masas, ejemplo de aplicación de la razón utilitarista al ámbito de la cultura, no sólo por su disposición a gratificar y seducir emocional e intelectualmente al espectador con su retórica sensiblera y poco exigente sino por aprovechar y, así, malbaratar todos los esfuerzos modernistas y vanguardistas por sacar al espectador de su adocenamiento mediante el shock al convertir este en un mero espectáculo. No critica la institución arte sino su puesta al servicio de la burguesía, el fascismo o la industria de la alienación: el público no puede convertirse en juez de un mérito cultural que sólo puede cifrarse en un criterio de calidad tanto más alto cuanto más alejado de cualquier contaminación con intereses mundanos. Es un pensamiento pesimista y derrotista, consciente de que cualquier esfuerzo contrahegemónico está condenado a ser absorbido por el sistema, por eso defiende básicamente una radical contención (cercana a la represión), una constante autocrítica y una exquisita atención para no dejarse contaminar ni utilizar por los intereses espurios y degradados de las formas bajas de la cultura. Por ello postula un elitismo radical. Defiende un arte chocante pero no gamberro, un arte ordenado para una vida voluptuosa.

Multiculturalismo.
+

Narcisismo.
+

Narratividad.
La realización de la vida humana mantiene una estructura narrativa. La biología se trasforma en biografía por mor del planteamiento, el nudo y el desenlace, es decir, de la gestión de las circunstancias, el establecimiento de relaciones significativas y la definición de objetivos.

La narratividad es la génesis del sentido, el sentido no es una idea previa, es un efecto, el efecto de conminar a lo que ocurre a revelar una dirección, esa dirección es la que permitirá evaluar lo ocurrido y las ocurrencias, que no tendrán valor espectacular, como fin en sí mismo, sino como medios de orientación. La narratividad recupera el convencimiento de que nuestras acciones nos significan, nos orientan, nos comprometen; nos devuelve con ello la agencia.

Necesidades de cumplimiento incompatible.
La economía capitalista está marcada por la constante cotización a la baja del valor de uso. La utilidad ya no responde a necesidades reales, como la de sobrevivir, sino a pseudonecesidades generadas por una supervivencia “ampliada” que logra que nos resulten imprescindibles para la subsistencia cosas innecesarias. Como lo que se consume ya no responde a más necesidad que la de consumir, jamás satisface apetencia alguna: el consumidor real se transforma así en consumidor de ilusiones, de unos medios que no cumplen otra finalidad que la de alimentar el propio espectáculo del consumo. Y, sin embargo, el definitivo alejamiento del estadio histórico de la subsistencia nos impide distinguir genéricamente entre necesidades reales y necesidades adyacentes. En el ámbito de la supervivencia ampliada las pseudonecesidades son tan necesarias como las necesidades supuestamente auténticas, lo que hace harto difícil distinguir la ‘falsa conciencia’ de la verdadera y aconseja hablar de conciencias más o menos transformadoras.

Si quieres un coche o necesitas una casa la culminación de este deseo (por elevado que sea su coste personal y medioambientalmente) no sólo resulta compatible con la dinámica del sistema sino que lo refuerza, razón por la cual este genera instrumentos financieros para satisfacer estas demandas ‘productivos’ que, de paso, hipotecan la vida de los ciudadanos a necesidades que engrasan su mecánica. Pero si lo que quieres tiempo libre, tiempo para el ejercicio de la libertad, para la proyección bio.gráfica (una necesidad que no es más auténtica que la de un coche, sino posiblemente menos), la satisfacción de ese deseo implica invertir la productividad en disminuir la jornada laboral al tiempo que desvincular el ocio del consumo y fomentar el control del propio sistema de necesidades; cosas todas ellas que implican a su vez una modificación del sistema, una alteración de su inercia, un freno a su deriva hacia el nihilismo y la entropía, un atisbo de resistencia. Deseos aparentemente muy radicales y bienintencionados, como elevar el nivel de vida de los países menos desarrollados, pueden plantear necesidades que consoliden el estado de cosas que provoca las desigualdades. Por el contrario, deseos aparentemente muy triviales, como que nuestros hijos puedan bajar solos a jugar a la calle, pueden exigir cambios estructurales en nuestro modo y concepto de vida. Siguiendo a Marx, Heller llamaba necesidades de cumplimiento incompatible a aquellas que no pueden ser cumplidas dentro de la mecánica del sistema donde se generan y, por lo tanto, apuntan a su alteración. Como ser humano es oponer voluntad a la mecánica, es querer lo que no podemos conseguir, esa disposición a la utopía alienta este tipo de necesidades.

Nihilismo.
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No.Lugar
Por contraposición a lugar, define un espacio antrópico que no activa procesos de rememoración relevantes o significativos. Es, pues, un espacio funcional y, en ese sentido, de paso, toda vez que el tránsito y la movilidad son emblemas de la funcionalidad contemporánea Esta funcionalidad es fundamentalmente simbólica (pues las grandes superficies están diseñadas para consumir mucho tiempo con la sensación de estar aprovechándolo y en las terminales del aeropuerto se puede estar horas ‘de paso’) y trasmite un desapego que no potencia la responsabilidad.

La categoría, fuertemente ideológica, vincula carácter e identidad. La supuesta dificultad que opone al sentido de pertenencia se ve contradicha por el hecho de que las oligarquías locales se asienten en zonas funcionales carentes de carácter y cedan el ‘barrio’ con todo su poder rememorante a comunidades inmigrantes que no guardan memoria del lugar. Al mismo tiempo, los que recorren el espacio con mayor sentido del lugar son los turistas personas de paso que, sin embargo, tratan vivamente de recrear y experimentar la memoria del lugar.

Novedad.
La novedad es diferente a la originalidad. No plantea una creatio ex nihilo, sino un movimiento en el ámbito de la economía del valor. La cultura no crea, jerarquiza, sitúa elementos hasta ahora poco apreciados en un lugar de privilegio desplazando de él otras cosas que venían gozando de consideración. En buena medida, las razones por las que determinadas obras o actuaciones gozaban de esa consideración se olvidan cuando estas se convierten en artefactos que satisfacen el gusto de época. Es entonces cuando, para decir lo mismo, conviene decir otra cosa. Ese es el efecto de renovación imprescindible en el arte, en el que tiende a estabilizarse la relación significante significado.

La otra cara de la novedad es que el capitalismo triunfante se basa en la lógica de la obsolescencia programada, que convierte el consumo de novedades en un motor estupefaciente del desarrollo insostenible.

Novela.
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Obsolescencia programada.
Mecanismo psicológico de incitación al consumo por el que algo resulta disfuncional antes de que deje de funcionar realmente. También el mecanismo por el que se diseña el producto con el fin de que resulte disfuncional a corto plazo y fomente el consumo.

Ocio.
Industria encargada de revertir el tiempo libre a la economía productiva o reproductiva. Vincula el bienestar con un sistema de necesidades de cumplimiento compatible y, de ese modo, lo inhabilita como indicador del progreso. Revierte las experiencias a sensaciones y, así, las desliga de la inversión bio.gráfica.

Orientación.
En este mundo ‘progresista’, la acción se produce a un ritmo que fatiga nuestra capacidad de evaluar la pertinencia de este ‘avance’. Por su parte, la desaparición de las figuras de autoridad y el desmontaje de los dogmas idealistas premodernos hace también perentoria la pregunta por el sentido (de la orientación del movimiento) en el desierto del nihilismo. Esta circunstancia daría fin al período artístico marcado por la décimo primera tesis de Marx sobre Feuerbach que prescribía que el filósofo no debía interpretar el mundo sino cambiarlo. Hoy, el cambio tiene menos que ver con la acción que con la conciencia de la necesidad de la detención.

La crisis de la representación nos invita a entender el conocimiento como capacidad de orientación y la propia orientación como una forma de conocimiento y reconocimiento. El arte no representaría lo real ni anticiparía lo posible sino que plantearía una deriva entre lo dado que definiera una orientación relativa. Los actos son una forma de manifestar preferencias, y las preferencias una forma de interpretar nuestra ubicación en un territorio epistemológico que debemos articular mediante asociaciones y disociaciones estratégicas, con visitas guiadas a lugares significativos y significativas ausencias por lugares de paso, describiendo el discurrir y discurriendo sobre la descripción. Siempre sabiendo que nuestra orientación canaliza el flujo del poder. Durante años, el arte suscribió un compromiso con la emancipación. Ligado al paradigma de la autonomía, hacía relación al ejercicio de la libertad humana liberada de los prejuicios de la tradición (de la que el propio arte se había liberado al mismo tiempo que de sus antiguos comitentes: la iglesia, la nobleza y la realeza). En el contexto del bio.poder, el imaginario de la emancipación y la autonomía se desdibuja y el ejercicio de la conciencia se traduce en sentido de la orientación: un desplazamiento por el plano de lo real en el que más que liberarnos de nuestros condicionantes tratamos de encontrar entre ellos nuestro lugar. Trasmutado el ciudadano en consumidor, el sentido de la orientación hace también referencia al contenido político de la capacidad de elección mediante la alineación (que no alienación) del deseo.

Originalidad.
En la modernidad, originalidad es sinónimo de “originariedad”, dentro del marco del desprestigio de la cultura (convertida en documento de barbarie) y el concepto, plantea la posibilidad de volver al punto arcádico anterior a la creación de la cultura (un manto de convenciones humanas que impiden la visión de las cosas mismas), una tabula rasa desde la que empezar de cero sin la represión de las convenciones. De ahí que los movimientos de vanguardia no pretendieran superar (las contradicciones de) los movimientos anteriores sino denunciar sus puntos de amarre con la cultura y retrotraerse a un punto aún más virginal.

País.
Es un cronotopos, donde el espacio adquiere definición temporal y el tiempo densidad espacial. Dado que el cronotopos por excelencia es la casa, el país es el territorio donde el paisano se encuentra en casa. La desterritorialización del país lo convierte en territorio.

Paisano.
Habitante del país (no del paisaje). Dado su arraigo (socioeconómico) al territorio (a la labor y la rentabilidad), no es capaz de cobrar la distancia necesaria para observar el paisaje.

En la globalización ya no somos habitantes de un espacio sino de un tiempo, ya no somos paisanos sino coetáneos (nuestros hijos no conocen las canciones de nuestros padres, sino las que cantan chicos de su edad en la otra parte del mundo). El habitante del tiempo en una bienal se siente como en casa se halle donde se halle, el habitante del lugar no se reconoce en una bienal aunque la tenga en casa. Irónicamente, este desarraigo le permite al paisano percibir su propio paisaje.

Paisaje.
Es la representación cultural de una perspectiva del país a la que se le atribuye valor por sí misma, independientemente de su productividad. Cuando el término paisaje olvida su origen estético ligado al desinterés, se convierte en una categoría utilitaria que la geografía, la ecología, la arquitectura o la política identifica con territorio, geografía, entorno, medio ambiente, ecosistema, naturaleza… con frecuencia para utilizar interesadamente el desinterés para oponer resistencia al consumo de ese bien no renovable que llamamos territorio. En ese horizonte político, el paisaje es el escenario social (el dispositivo de la subjetividad) en el que mis actos adquieren sentido bio.gráfico.

A diferencia de esos otros términos con vocación científica (o teológica) y no estética, el paisaje no se puede conservar ni preservar, ni tampoco convocar como un referente de verdad, sólo se puede re.presentar, poner en práctica (interpretar, actuar) como escenario de una determinada forma de ver o traer a colación para entender los fenómenos que los hacen evolucionar. Es la trabazón la que hace paisaje, pero la trabazón no está en las cosas, que compiten entre ellas, sino en la mirada (que percibe el equilibrio en la disputa). Es lo que se ve, pero verlo requiere adiestramiento, adiestramiento en la capacidad holística y heurística de la mirada.

Paisanaje.
Es al paisaje lo que el paisano al país. Al alejarse del país, percibe el paisaje.

Paradoja de Easterlin.
Easterlin comprobó que, partiendo de niveles muy bajos, el aumento del pib per capita aumentaba la satisfacción social hasta un punto a partir del cual los incrementos en la prosperidad de una nación no hacían a sus ciudadanos más felices.

Paraíso.
‘Sombrío estado de inocencia sin interés’ (Hegel) del que el hombre fue felizmente expulsado por pretender desarrollar actividades tan humanas como querer conocer.

Parque temático.
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Personalizar.
Cuando la experiencia del mundo (premoderno) es la de un orden (sobre)natural la experiencia de uno mismo no es la del yo (moderno): lo que me hace ser lo que soy, mi identidad, no proviene de mi (voluntad), sino de mis orígenes, de mi linaje: en función de mis atributos soy como soy, y lo que soy, me manejo como me manejo, pienso lo que pienso, deseo lo que deseo. Renegar de mi identidad me convierte en un ser contranatura, corrupto, inhumano, degenerado. Ser persona es brutal pero tranquilizador, mi experiencia de mí mismo es la de alguien perteneciente a un rango, una comunidad que me (in)viste y me inscribe en un contexto. De ahí que el (re)conocimiento sea previo al ser: mi semejante lo es porque, como yo, se me presenta investido de humanidad, ubicado en el marco de una preconcepción. La diferencia es pues fruto de una similitud dada de antemano, el otro no lo es radicalmente (ni en su humanidad, también fácilmente explicable), por lejano que esté de mi posición está ubicado en el mismo contexto, integrado en un marco familiar, natural, aparece vestido y revestido de significado, no es anónimo, está personalizado, en su papel, un papel dado de antemano, no necesita pues, ‘personajizarse’. El mundo premoderno dificulta la singularización que supone una desparticularización: el individuo, como la cosa, sólo se percibe en tanto que tal cosa (como pariente, conocido, amigo, paisano, advenedizo, adulto, cristiano, blanco, aristócrata…): un hombre que sea sólo un hombre y nada más que un hombre, sin atributos, deja de ser un hombre, una persona, no es reconocible.

Personajizar.
La modernidad singulariza al individuo y lo convierte en semejante (a todo lo demás), es decir, en indistinto. El extrañamiento vinculado a la desnaturalización de las referencias tradicionales y comunes implica la singularización que desprende a lo humano de sus pertenencias, de su identidad, su linaje, su esencia, su origen, su destino, su lugar. En adelante, nuestros semejantes nos resultarán tan (siniestramente) familiares como impertinentes, no aparecerán personalizados sino “personajizados”, recordarán vagamente lo que fueron e incluso simularán seguirlo siendo, pero con la inconstante fidelidad del actor hacia su papel.

¿Qué podemos representar, reconocer, distinguir (epistemológica y moralmente) en la indiferencia?: nada esencial, aspectos superficiales, no lo que se es sino lo que se hace, una determinada orientación, no un modo de ser sino una manera de estar. Quizá esa singular manera de estar en la condición de alguien y no más bien de nadie, propia de alguien que se distingue de los que son nadie, de los idénticos, y, a su vez, distingue a los que se “personajizan”, a los que se niegan a ser un medio y pretenden que sus acciones se traduzcan en algo, a los advenedizos -que reclaman su derecho a encontrarse en casa allí dónde recalan-, a los que reconocen su desarraigo y practican el heroísmo de la vida moderna.

Plano.
Hacer referencia a la cartografía, pero también a la pérdida de trascendencia, a la inmanencia. Tras la crisis de la representación, el individuo no dispone de un punto exterior (el ojo de Dios) desde el que mirar el mundo (ni donde apoyar la palanca de Arquímedes). Por otra parte, tras la crisis de la identidad echar raíces no es más que otra forma de andarse por las ramas. No podemos pues más que orientarnos por la superficie asumiendo las perspectivas incidentales que ello provoca.

Platonismo invertido.
La metafísica clásica descreía de lo que percibían los sentidos. Las imágenes eran sombras engañosas de las ideas. Estas salvaguardaban la identidad esencial de las cosas, de las que sólo veíamos su versión corrompida, devenida, interesada, parcial. En consecuencia, el pensamiento occidental despreció durante siglos lo devenido y privilegió lo idéntico, lo esencial, lo permanente, lo verdadero, lo conceptual.

La postmodernidad postula que no hay más realidad que la devenida, la que percibimos, que el mundo es cambiante, que nada permanece. En consecuencia, la idea no es más que una ficción metafísica creada para jerarquizar lo real. La idea se tilda de ‘idealista’, una ideología que trata de hacer creer que existe algo más real que la propia realidad para otorgar rango de derecho a situaciones de hecho. Se olvida así que la idea es también el contrapunto de lo que efectivamente deviene, de lo que realmente ocurre, que, al apuntar a lo que debería o podría ser ejerce de contrapeso dialéctico o indicador frente a lo que efectivamente es, a la dictadura de lo devenido. El platonismo invertido no escapa a las redes de la metafísica, le concede a lo devenido el privilegio que antes se concedía a la idea, entroniza así el simulacro convertido ahora en verdad esencial (nada es verdad excepto esto) y olvida que lo real es lo devenido más lo posible.

Poder.
Es una función no exclusivamente represiva sino también creadora, generadora: “Lo que hace que el poder agarre, que se le acepte, es simplemente que no pesa solamente como una fuerza que dice que no, sino que de hecho la atraviesa, produce cosas, induce placer, forma saber, produce discursos; es preciso considerarlo como una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social más que como una instancia negativa que tiene como función reprimir”. (Foucault 77: 182).

El poder no es una potestad que pueda poseerse (y que permita, por lo tanto, identificar a su poseedor), es algo disperso, incluso caótico. Es una relación de fuerzas descentrada y deslocalizada que definen un campo cuyos soportes estructurales no existen hasta que no se generan mutuamente. Foucault nos enseño a interpretar el poder desde la óptica de la inmanencia: los poderes externos se interiorizan y pugnan por dominar a un sujeto cuya actividad vital consiste en ensamblar esas fuerzas que le habitan de forma que le lleven a ocupar una posición distintiva en la red. El poder se convierte así en bio.poder. El poder son pues fuerzas externas que nos descentran, pero también relaciones internas que nos ubican; puede interpretarse, en consecuencia, como una actividad heurística capaz de otorgarnos, si no una plena libertad, sí ciertos niveles de autodeterminación. Como conclusión a todo ello, en lo sucesivo el arte más avanzado -difícilmente se le podría llamar ya «de vanguardia» sin generar confusión-, es decir, el más emancipador, no pugnará por renunciar al uso de los códigos, sino a su uso normalizado, no tratará de liberarse del poder sino de gestionarlo: “más que de un “antagonismo” esencial, habría que hablar de un “agonismo” -de una reacción que es a la vez incitación recíproca y lucha-; no tanto una confrontación que bloquea a ambas partes, como una permanente provocación” (Foucault 82: 432).

Política.
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Pop.
Independientemente del movimiento histórico que designa, llamaremos Pop a un platonismo invertido que no se limita a mezclar lo alto y lo bajo, el highbrow y el middlebrow, sino que pone en entredicho la maquinaria representativa que instaura los modelos ideales que permiten establecer esa jerarquía (cfr. Estudios culturales). Desde tiempos inmemoriales lo pastoral incluye lo natural y cotidiano en la esfera de lo digno de ser representado cuando este ámbito alcanza niveles de sofistería que hacen que la realidad se aleje sobremanera de los recursos de los que disponemos para representárnosla y estos amenazan con flotar en un limbo autoreferencial incapaz de decir nada sobre el mundo. Pero esa apelación a lo bajo, lo natural o lo vernáculo siempre tenía un contenido modélico: lo novedoso devaluaba algo y ponía algo otro en ese lugar de privilegio que seguía irradiando su verdad y manteniendo su función modélica. Todo esto tenía sentido en el marco de la economía del valor: lo insignificante cobra significación a través de oposiciones, de una serie de contrastes dialécticos, explícitos o implícitos, que los valores encarnados en su mundo crean con otras formas de vida. El Pop no se limita a reemplazar el valor que ocupa el lugar de privilegio (por ejemplo, lo culto y universal por lo popular y vernáculo) sino a deslegitimar la ideología implícita en la propia atribución de valor. A falta de criterio ideal el simulacro hace depender su estatuto de la reiteración espectacular y tautológica: lo que aparece es lo bueno y lo bueno es lo que aparece.

Post.burgués.
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Postestructuralismo.
El estructuralismo postulaba que cualquier actividad humana (desde el arte al los sistemas de parentesco) implica un sistema autorregulado con una estructura más o menos autónoma y autosuficiente (objeto de conocimiento de disciplinas científicas también diferenciadas) con unas leyes que funcionan respecto a principios formales de oposición que se derivan de los datos del propio sistema.

El postestructuralismo, que en lo fundamental mantiene una línea de continuidad con el estructuralismo, pone en duda la autonomía de los sistemas. El estructuralismo entiende que cada disciplina tiene un marco. El postestructuralismo sitúa ese marco en el núcleo mismo del acto de habla. Al hablar (o al pintar) no sólo movilizamos reglas internas sino que reproducimos los presupuestos de todo un universo conceptual: una racionalidad específica y discursiva, un marco referencial, una bibliografía y un canon implícito, un orden jerárquico definido por un conjunto de valores… que determina nuestro derecho a hablar (o a pintar). Con independencia del contenido específico de un acto de habla (y por contrahegemónico que se pretenda), todo intercambio verbal implica la aceptación del marco institucional de los pre.supuestos del intercambio. Se puede cuestionar ‘un marco’ (de ahí que la obra de arte sea siempre una jugada en la economía de los valores y las consideraciones), pero no “el marco” sin el cual el sistema de referencias que implica el acto lingüístico deja de ser performativo. No existe pues la posibilidad de ‘liberarse’ del poder, de emanciparse de sus pre.supuestos, las acciones contrahegemónicas definen vectores, orientaciones, que se limitan a desplazar el marco, no tanto para subvertirlo como para evitar que se estabilice, sus normas se normalicen y las relaciones de poder se estabilicen.

Postmodernismo.
La postmodernidad no es un período posterior a la modernidad, sino una corriente paralela crítica con su desarrollo, en especial con su prepotente convicción de que los planteamientos ilustrados gozan de una autoridad universal. En cierta medida, la postmodernidad no hace más que aplicar la suspicacia moderna a las propias verdades de la modernidad, que analizan como si fueran los ‘prejuicios’ de su propio corte epistemológico y el fruto de unas determinadas relaciones históricas de poder.

A juicio de sus críticos, el corte epistemológico moderno pondría en relación la ilustración con el progreso y el dominio de la naturaleza, o, lo que es lo mismo, la perfectibilidad humana con la autosuficiencia y el autocontrol (del puritano burgués) como instrumentos para la mejora de una individualidad cotidiana forjada de racionalidad instrumental, fuerza de voluntad y abstinencia. Ese proyecto privado tendría su correlato público en una obsesión por la regularidad y el control, la clasificación, distinción y discriminación. En términos generales, la postmodernidad definiría en consecuencia la critica la modernidad bajo la su línea de flotación subrayando, por un lado, los vínculos del proyecto de emancipación con un proyecto de dominación eurocéntrico de las formas de vida no ilustradas y, por otro, la misma inconsistencia de un paradigma que necesita ignorar (es decir, reprimir) los aspectos variables, incalificables, ambiguos y fascinantes de la realidad para creerse la racionalidad y universalidad de su propio metarrelato. La postmodernidad desvela (deconstruye por un método genealógico) el carácter inestable de la conciencia, de las estructuras lingüísticas y de su significado, identifica el conocimiento siempre y en todo lugar como una función epistémica de la voluntad de poder y denuncia la naturaleza ideológica de cualquier metarrelato. Lo que empieza siendo una herramienta metodológica para volver la modernidad contra sí misma alertando de sus excesos y contradicciones, se convierte en el espíritu de una época en la que el relativismo se convierte en un dogma que deslegitima cualquier intento de trascender lo devenido: cualquier situación pretendidamente de derecho sólo sería el resultado de la lucha competitiva de los discursos por su supremacía. El desarrollo humano ya no se legitima en el metarrelato ilustrado de la emancipación sino en el impulso político empresarial de aumento de poder. Al carecer de un punto exterior a la propia dóxa resultaría imposible discriminar entre opciones irreductibles a un mínimo común denominador, lo que nos aboca a una (multi)cultura del espectáculo y el simulacro donde lo devenido adquiere su legitimidad por el hecho mismo de ocurrir (cfr. Platonismo invertido). La propia crítica pierde responsabilidad social al convertirse en un pasatiempo sofisticado de sofismas cruzados en el marco de una epistemología lúdica.

Pragmática.
A partir del “giro lingüístico” la atención prestada al arte ha derivado, como en el resto de las disciplinas “gramaticales”, desde la sintaxis y la semántica a la pragmática, es decir, desde el interés por la estructura interna de la obra y su capacidad semiótica para conducirnos a un significado concreto hacia la preocupación por sus modos variables de inscribirse y operar significativamente en condiciones sociohistóricas concretas y determinadas. Este privilegio del contexto ha restado importancia al problema tradicional de la relación fondo-figura al inclinar definitivamente la vieja tensión entre el yo y sus circunstancias hacia este último extremo.

Premodernidad.
Llamaremos premoderna a la sociedad regida por unos principios jerárquicos -que determinan las identidades y estructuran las relaciones humanas- que se pretenden naturales y esenciales y se legitiman de manera metafísica recurriendo a argumentos sobrenaturales. Estos principios indican a los individuos lo que son y lo que deben ser y definen su comportamiento en función de su clase, religión, sexo, familia, etnia, clan, etc. El individuo no aparece a la vista de los demás en tanto que hombre, sino “en tanto que esto o aquello” en función de un atributo, como algo concreto, particular que oculta su singularidad. No es que no existan individuos singulares, es que la singularización (que no forma parte del ser y la esencia de los individuos) se identifica con lo arbitrario, lo contingente, es sinónimo de desvío y extravío, de desnaturalización, de corrupción.

En este contexto, las pertenencias-rango lo son “de nacimiento”, parecen naturales y esenciales, forman parte del orden natural del mundo. De manera que las desigualdades no lo son sólo de hecho, sino también de derecho. Para que resulte asumible que la posición de un individuo en la cartografía social quede atribuida desde el mismo nacimiento se otorga un fundamento religioso a la injusticia que permite gratificar la dependencia y castigar el desorden: la desobediencia es, además de contra natura, pecado y la crítica es blasfema. Lo natural (físico y normativo) es así considerado sobrenatural, lo que efectivamente es se identifica con lo que debe ser.

Prêt-à-porter.
‘Listo para llevar’, designa un vestuario que no está cortado a la medida sino disponible en patrones estandarizados. Vestirlo no requiere ajustes ni toma de decisiones solamente consumo, por lo que la distinción que procura no guarda relación con el estilo sino con su propio valor de cambio. Por ello sirve de metáfora para la identidad ready-made que promociona el capitalismo postburgués, basada no en el trabajo agonístico sobre uno mismo sino en la capacidad adquisitiva de patrones sociales.

Producción.
En el marco de la crítica al sujeto se desarrolla un paradigma artístico más proclive a la creación colectiva que a la expresión individual, de ahí que el cine, con su procedimiento participativo basado en la subcontratación coordinada de habilidades específicas, se convierta en un referente también a este nivel. El artista ya no es un creador alienado e idiosincrásico sino un coordinador y promotor de esfuerzos colectivos y un facilitador de competencias. Del mismo modo que el desarrollo exponencial de la importancia de los trabajos de post.producción ha convertido al productor en una figura de mayor relevancia que el director cinematográfico, el comisario ha eclipsado en su faceta de productor ejecutivo al viejo artista, convertido ahora en un mero proveedor de materias primas (y, todavía, del glamour de la estrella) para el montaje del relato artístico. Por su parte, paradójicamente el arte postretiniano es cada día más exigente con la puesta en escena. El artista ya no es ‘el favorito de la naturaleza’ sino un ingeniero cultural con formación universitaria. La inflación de artistas de alto nivel medio (en un paradigma que desprecia la excelencia) amenaza el sistema de las artes, basado en la explotación económica del fetichismo de lo excepcional. La difícil pero necesaria criba (en términos mercantiles) entre artistas de calidad muy pareja pero de cotización muy dispar recomienda basar la credibilidad del creador en su capacidad para invertir en sí mismo (afianzando así la subjetividad del ‘hombre hecho a sí mismo’ con un alto nivel de autoconfianza y capacidad de asumir riesgos). El artista plástico convertido en un productor o director artístico que ‘externaliza’ parte de su trabajo -la vieja cartela se convierte en ‘títulos de crédito’-, hipoteca la autonomía del arte con los gastos financieros de una producción cada día más costosa y se somete así a las directrices de un poder que no necesita adoptar un rostro represivo.

Productivismo.
Círculo vicioso que provoca el aumento del trabajo y la productividad para satisfacer las necesidades generadas por el propio desarrollo de los mecanismos del mercado.

Producto interior bruto (PIB).
Es el indicador básico de nuestra economía y, en consecuencia, el caballo de batalla del combate contr el desarrollismo. Básicamente, registra las actividades que cuestan dinero y generan ingresos, estén mercantilizadas o pagadas por el sector público (de ahí que se haga equivaler con la renta nacional). Inicialmente, su objetivo era puramente descriptivo: medir el nivel actividad económica. A la postre se ha convertido en el indicador básico del éxito económico y, en consecuencia, social, el medidor de si las cosas van bien o mal. Ello provoca multitud de aberraciones.

La primera, vinculada al hecho de que el PIB, a diferencia de la mayoría de las contabilidades microeconómicas, mida el producto bruto y no el neto, es decir, el resultante de descontar los gastos de ‘amortización’ (el valor estimado del desgaste y la depreciación de los útiles de trabajo). De esta manera, el PIB ignora el modo en que la producción compromete el futuro: iguala producir manzanas a producir petróleo, sin tener en cuenta que una aumenta y otra disminuye la capacidad de producción futura; iguala la pesca que esquilma un caladero con la que preserva su capacidad de regeneración. Más aún, la pesca que lleva al borde de la extinción una especie puede aumentar su valor y, en consecuencia, ‘mejorar’ la producción. Paradójicamente, el PIB computa los gastos defensivos lo que invertimos no en estar mejor sino en evitar estar peor- en el activo. Así, considera riqueza el gasto ocasionado para limpiar la costa de chapapote, o los costes médicos de asistencia a un herido en un accidente de tráfico. Por el contrario, y ese es el segundo gran inconveniente del indicador- al identificar la producción con la generación de ingresos, no computa la salud de los niños, la calidad de su educación, la creatividad de sus juegos, la serenidad de sus padres, su grado de atención. Para nuestros contables, el trabajo de controlar nuestras pasiones en aras de la disminución de la violencia, el consumo de tiempo ayudando a los demás y haciéndoles sentir bien, el trabajo doméstico, el esfuerzo extra de un profesor o un sanitario en beneficio de su ‘cliente’, el voluntariado… sencillamente carecen de valor. Ya no digamos el sueño reparador, la tranquilidad, el sosiego. En fin, el PIB mide todo menos lo que hace que la vida merezca la pena. La perversa consecuencia es que interpretamos que las cosas van tanto mejor cuanto más heridos haya en un accidente, más sangre requiera, más lejos tenga que llegar la ambulancia, más médicos se movilicen, más destrozos se ocasionen en los vehículos o las carreteras, más abogados pleiteen… Y que van tanto peor cuanto más paseen los padres dialogando con sus hijos. Hacerles la comida y ayudarles con sus deberes, empeora las cosas, comprarles una pizza y una moto, las mejora. La perversión llega más lejos. El agua pura, el aire fresco, la calle segura, la ausencia de ansiedad o miedo, la tranquilidad familiar, la calidad de la alimentación, las buenas condiciones de trabajo, el tiempo libre… no son riqueza… ¡a menos que se privaticen!: si el agua está comercializada por un aguateniente, el aire por una estación de esquí, la ausencia de ansiedad por una industria farmacológica, la tranquilidad familiar por una empresa de seguridad, etc. entonces sí se convierten en riqueza. En consecuencia, son los gastos que hacemos para costear la usurpación de la riqueza lo que computamos como riqueza y esta, dividida por el número de habitantes, como nivel de vida. La economía disocia el valor de la satisfacción: el mismo yogur aumenta su valor cuanto más lejos se encuentre el forraje de las vacas, estas de la central lechera, la central de la planta de envasado y todo del consumidor. Y más aún si lo publicitamos, embalamos, y pagamos royalties. Y todo ello sin mejorar nada el sabor o la capacidad nutritiva. Eso sí, gracias a un largo proceso de desnaturalización, el yogur perderá buena parte de su capacidad nutritiva, lo que nos permitirá comer más cantidad de ese producto -que ha contribuido a contaminar el planeta, a deslocalizar las economías, a aumentar el poder de las corporaciones, etc.- para satisfacer una necesidad ligada a nuestra ansiedad bulímica. No tiene pues nada de particular que no exista correspondencia entre el nivel de vida medido por el PIB y la satisfacción manifestada por los ciudadanos, a pesar de verse mediatizados por los indicadores. La comparación entre países pone de manifiesto que, por encima de un determinado nivel de renta, no existe correspondencia entre el nivel de felicidad y el PIB per capita. El PIB, no obstante, traduce bien el imaginario occidental, en el que las categorías sociales fundamentales son la producción, el consumo y el trabajo, y aún estos contemplados como valor de cambio y no de uso.

Progreso.
La modernidad secularizó el tiempo. La historia ya no era la voluntad de Dios expresada a través de la providencia, sino el fruto de acciones humanas contingentes. No obstante, el suspense que provocó la perdida de prestigio del metarrelato teológico se palió al someter los acontecimientos aleatorios de la historicidad al orden narrativo de la historia. La verosimilitud de este metarrelato teleológico exigía, obviamente, un telos que debería tener carácter laico. Para el marxismo lo fue la sociedad sin clases, para el capitalismo el progreso. El mundo premoderno cifraba la plenitud en el origen y concebía la historia como decadencia, el moderno cifraba la plenitud en el futuro y la concebía en términos de mejora de la condición humana. La conversión del progreso en fin de la historia (telos) hacía innecesaria su definición (eran el resto de las acciones las que debían definirse en función de su colaboración con el progreso, que se convertía así no en un valor, sino en un metavalor, un valor que servía para validar el resto de los valores): no era necesario precisar el contenido positivo del progreso (ni la sociedad sin clases) pues el optimismo histórico daba por sentada su pertinencia. El progreso es pues un objetivo (de derecho) al mismo tiempo que una acción (de hecho), un siniestro desdoblamiento que permite que se autolegitime. Este procedimiento de autovalidación, tan extraño al espíritu suspicaz de la modernidad, no hubiera resultado plausible sin el concurso de los evidentes logros de la técnica, que se convirtió en el verdadero patrón de medida de la modernidad, que consagró de ese modo la escisión de las esferas epistemológicas (el progreso de la ciencia la esfera gnoseológica- eclipsó al mucho menos evidente- de la justicia y la belleza esferas ética y estética- a la hora de evaluar la modernidad).

A pesar de que hoy se pone cada vez más en duda el carácter beneficioso del progreso (incluido el desarrollo tecnológico) -lo que determina que las fuerzas progresistas sean cada vez más conservadoras (del medio ambiente, de los derechos laborales adquiridos, del patrimonio, de los ecosistemas locales…)- lo cierto es que sigue funcionando junto al crecimiento- inercialmente como un índice incontrovertible de la buena marcha de las cosas en la practica totalidad de los discurso.

Publicidad.
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Reciclaje.
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Reconceptualización.
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Reconocimiento.
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Reducción.
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Reestructuración.
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Reevaluación.
Es la primera etapa de una sociedad de decrecimiento. Nuestros indicadores, especialmente el PIB, sólo nos indican que llevamos una contabilidad defectuosa.

Los indicadores alternativos tratan de valorar económicamente las variables no económicas. Pero, al hacerlo, hacen crecer las fronteras del imperio del imaginario economicista en lugar de trasladar el valor más allá de las mismas. Esta solución repite la paradoja de tratar de solucionar los problemas que ocasiona el crecimiento mediante el crecimiento tratando ahora de escapar de la economía en términos económicos. Quedan muchos índices de naturaleza cultural por inventar.

Relocalización.
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Representación.
La metafísica de la identidad nació cuando Parménides dictaminó que sólo el ser es pero se complicó cuando Platón sintió “conmiseración” por la no menos manifiesta existencia de lo devenido, que, a su juicio, debería tener también algún tipo de sustancialidad aunque fuera derivada. La “fórmula” de Parménides resulta tan incontrovertible como inocua (nada tiene de particular que su estela fuera seguida por los filósofos críticos con la metafísica de la identidad como Spinoza): lo que es es y lo que no es, sencillamente, no es. A es A y B es B. Platón, sin embargo, inauguró una vía mucho más transitada al defender algún tipo de entidad para el no-ser, para el mundo sensible, mal que sea derivada, devenida, decaída. Es decir, lo que no es “hasta cierto punto” es: A es B. Con este matiz inventa el problema de la representación: el componente necesario e invariable del ente, su ser, puede verse a través de una imagen “unitaria” de su esencia y substancia, la palabra (o la imagen) puede corresponderse con la cosa (en sí). Podemos, por tanto, diferenciar la copia (que deriva legítimamente del modelo) del simulacro.

El hombre domina la vida mediante la representación, la congela, la hace previsible, la somete al orden del sentido. La imagen no sólo selecciona lo que es digno de ser recordado y lo hace pregnante, sino que lo selecciona desde un enfoque y trata de someter la realidad a ese enfoque exorcizando su sublimidad: lo efímero, lo pasajero, la muerte. Las cosas son cambiantes, diferentes a sí mismas. La representación imagina para ellas una naturaleza más real que su propia realidad que las hace idénticas y la metafísica encubre esta heterogeneidad radical del lenguaje.

Re.presentación.
La modernidad, al secularizar la relación entre lo devenido y su identidad (atribuida), sospecha del carácter ideológico de la representación, de la vinculación entre la imagen y su referente. En cualquier caso, y por mucha sombra de duda que arrojemos sobre la representación, el pensamiento humano es de naturaleza lingüística, es decir, establece relaciones abstractas entre realidades heterogéneas como las cosas y las palabras. El pensamiento romántico e iconoclasta fantasía a menudo con la posibilidad de apagar la conciencia y acceder a la cosa sin la mediación de las imágenes y las categorías de la mente. La propia susceptibilidad moderna percibe en estas actitudes nuevas veleidades ideologías que tratan de encontrar una verdadera correspondencia, no mediada por la doxa, entre las esencias y entidades lingüísticas que se pretenden no-representativas.

La única forma de atenuar los delirios de una conciencia conceptual que está inscrita en la naturaleza humana no es evitándola sino poniéndola en evidencia. No se trataría (resistiendo al concepto o invirtiendo el platonismo) de prescindir de la representación, y así la posibilidad de relacionar lo devenido con la idea, sino de “problematizarla”, es decir, practicarla de manera crítica, mnemotécnica. No se trata de prohibir la adscripción de sentido sino de tomar conciencia del carácter contingente, interesado y meramente lingüístico de esa adscripción y de sus consecuencias. La crítica se hace filológica no tanto para desentrañar los orígenes (ideológicos) de las verdades como los procedimientos por los que acceden a la condición de tal (cfr. crítica institucional).

Resiliencia.
Capacidad de una persona o un grupo para seguir proyectándose hacia el futuro a pesar de vivir condiciones desfavorables. Las personas resilientes demuestran un alto grado de compromiso, control, capacidad de asunción de retos y disposición al cambio.

Retórica.
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Reutilización.
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Romanticismo.
Reacción antiilustrada de la estética autónoma (originalmente alemana). El espíritu contrarrevolucionario y antijacovino, incapaz de legitimarse en el ámbito de la ciencia o la justicia, se refugia en la esfera epistemológica que la modernidad había condenado al ostracismo. La obvia constatación de que el mundo moderno es más desarrollado y más justo, pero mucho más feo, sirve de argumento para no dar cobertura estética a los ejemplos clásicos de equilibrio (de la verdad, el bien y la belleza) sino tratar de equilibrar la balanza de la deriva de la modernidad hacia la entronización de la razón instrumental apostando por un arte radicalmente sesgado hacia el plano de la sensibilidad irracionalista. Apuesta por lo sublime, por aquello que supera la capacidad del intelecto humano y sobrepuja sus categorías conceptuales, y se nutre de las fuentes premodernas que la modernidad había clausurado con escaso tacto: la comunidad, la naturaleza, la nación, la espiritualidad, las pasiones, las pulsiones, las tradiciones, los orígenes, la identidad, el inconsciente… Sobrepuja la soberbia de la razón representativa pero desde la convicción ideológica de que la iconoclastia puede conectarnos con una verdad originaria que late debajo del edificio epistemológico construido por la razón. Gran parte de la crítica al voluntarismo burgués y el racionalismo ilustrado adopta posiciones románticas que se reactivan nostálgicamente con el multiculturalismo y la crisis moderna de la identidad.

Segunda naturaleza.
La naturaleza es entrópica y mecánica, es descorazonadoramente absurda, inhumana, hipoteca el sentido a cambio de estabilidad. La cultura trata de imponer voluntad y conciencia. Para asumir el absurdo, lo sublime, aquello que queda más allá de nuestra capacidad de comprensión, el ser humano necesita reducir el desorden al orden del relato: crea primero el mito y después el concepto, que pone en fila el acontecer, produciendo la sensación de causa y efecto. Se inventan la imagen y el concepto para salvar al hombre de la indiferencia, de la entropía, de la finitud, para proporcionarle un asidero seguro en el relato, necesario, incondicional. Pero la bibliografía y la iconografía han crecido de manera exponencial, como la urbe frente a la naturaleza. La mente no alcanza a dominar sus conceptos el ojo se satura de imágenes. La proliferación de la cultura (cfr. Estudios visuales y culturales) desborda su propia naturaleza, su vocación de hacer inteligible el mundo nos resulta más inabordable que el propio mundo. De ahí que tratemos la cultura como segunda naturaleza y aceptemos jovialmente sus leyes: la entropía produce estabilidad y el darvinismo deviene espectáculo (el que se adapta es bueno y es bueno el que se adapta). El ser y el deber ser se reconcilian en el paraíso de la segunda naturaleza, en el nihilismo capitalista dejado a su propia dinámica.

Ser humano.
El ser humano es un ser vivo consciente, vive y sabe que vive, es decir, que lucha contra la entropía desde el convencimiento del carácter trágico de su agonía. Le toca luchar contra lo inevitable unos pocos años, no demasiados como para agotar su energía tratando de imponer orden a una entropía que, con el capitalismo convertido en segunda naturaleza, se ha apoderado también de la cultura. Esta búsqueda de energía para someter la inercia al orden del relato, para realizar la vida, para, como decía Nietzsche, convertir todo “fue” en un “así lo quise”, no produce salvación (la vida acaba mal), ni felicidad, sólo conciencia. Esa conciencia es la que nos sirve para imaginar que ser humano es estar vivo y saberlo, y que hacer honor a nuestra naturaleza es mantenerse vivo (agonizar, luchar éticamente) y consciente, es decir, sabiendo que el ser humano no tiene naturaleza (participa de la entrópica) sino artificio, cultura: jugar a vencer a la entropía sabiendo que no se puede ganar. El ser humano es la meta.convención, es el tablero del juego, la regla básica: ser humano es ser consciente de que el nihilismo es nuestro destino y jugar a creer que se realiza retrasando trágicamente ese destino por mor de la voluntad.

Ser humano no es una condición ontológica un atributo adquirido por nacimiento-, “ser” es un verbo, ser humano es estar en humano, jugar a imponer voluntad al nihilismo, no dejarse llevar por la buena vida, por la inercia, por lo que nos pide el cuerpo. Estar en humano es crear un sistema de necesidades de cumplimiento incompatible.

Simulacro.
Con su metafísica de la identidad y la representación, la concesión platónica de cierto grado de existencia al noser fue, en realidad, una concesión de consecuencias incalculables a sus grandes enemigos: los sofistas, esos prestidigitadores del lenguaje que hacen un uso espurio de la cópula para multiplicar los seres haciendo aparecer «como siendo» lo que no es y negando el ser de lo que de verdad es. Pero, ¿cuál es el garante de ese “de verdad” habida cuenta de que de lo que es no podemos tener noticia directa, de que no puede aparecer ante nuestros ojos porque si lo hiciera quedaría degradado a la categoría de lo aparente? El garante no puede ser otro que el lenguaje el arte de fabricar imágenes, esa misma varita mágica de la que se valen de forma traviesa los sofistas. Pero entiéndase bien que los culpables de la crisis del incontestable orden parmenideo lo que es es y lo que no es no es no fueron los sofistas: fue Platón el que recurrió a ‘lo Otro’ como mediador en el problema entre lo uno y lo múltiple, fue su rencor hacia la realidad el que le movió a buscar (el sentido de) este mundo en otro mundo. Los sofistas solo airearon el carácter siniestro de la operación: abierta la espita de la duplicidad no es sencillo distinguir al fiel representante del modelo del simulacro, un doble falso que simula ser lo que no es. Como ya nos advirtió Rosset el verdadero prestidigitador es el idealista, que es a la vez un iluso y un ilusionista: como el primero ve doble, como el segundo hace ver doble, convierte una cosa en dos y mientras «se ocupa de lo que hace, orienta la mirada del público hacia otra parte, hacia donde nada sucede».

De forma que como la identidad del ser está bajo el recaudo de ese instrumento de prestidigitación que es el lenguaje, del que también parte su amenaza, todo el problema idealista se reduce, a fin de cuentas, a identificar la magia blanca de la magia negra: el lenguaje del filósofo es a la copia lo que el lenguaje del sofista al simulacro. Esto es tanto como decir que la verdad de la imagen depende de la definida vocación de su fabricante a identificarla con la esencia, con la verdad de lo representado, siempre teniendo en cuenta que lo representado no es lo que vemos. Verdaderas son las imágenes de la naturaleza (de las cosas) y no del paisaje (humano) en la medida en que se elaboran como dios manda, cabalmente, es decir, con absoluta naturalidad. Por eso la naturaleza no es nunca un referente, sino un talante, no es un signo de distinción sino un grado de determinación. Esta actitud está en el origen del curioso prestigio concedido no al uso representativo sino al uso sencillamente ideológico del lenguaje, y sobre todo, está en el origen de la posterior confusión casi absoluta entre representación e ideología que identificará la crítica a la segunda con la recusación de la primera. Este es el punto en el que la crítica a la brutalidad identificante de la filosofía se convierte en crítica al lenguaje y a la representación, es decir, al fundamento que sustenta todo el edificio intelectual al proporcionarnos la apariencia de la esencia, o lo que es lo mismo, al privilegiar ciertas apariencias. Pero entiéndase bien que en (la versión más seria de) esa crítica “representación” y “lenguaje” no son lo que habitualmente entendemos los mortales: simples instrumentos en manos de sofistas para jugar con semejanzas sin fundamento. Para la crítica (seria) a la representación, «representar» es fabricar imágenes que merezcan el marchamo de verdaderas por consagrarse a identificar a la esencia, la verdad, siempre teniendo en cuenta que lo verdadero no es lo que vemos. La cultura Pop desmonta la mera posibilidad de trascender lo devenido para encontrar en un plano superior un referente que nos permita distinguir las copias de los simulacros. En estas condiciones, la inversión del platonismo implica la inversión de la jerarquía tradicional de la imagen y el referente, la verosimilitud de la primera no depende de su correspondencia con el segundo sino a la inversa: no hay más realidad que la que sale en la foto, el simulacro es el índice de certificación de lo real. De este modo se consuma también la metafísica (invertida): la imagen representa sin resto lo real, la dialéctica que establece la re.presentación entre el orden de cosas dado y el orden del discurso deja de convertirse en fuente de tensión productiva.

Siniestralidad.
Hace referencia al horror que provoca la extrañeza en el ámbito de lo familiar. La pérdida de sentido de los atributos de la identidad hace que las viejas categorías en las que se asentaba la sensación de familiaridad pervivan sólo como zombis: sigue habiendo mujeres, extranjeros, católicos, nobles… pero ya no podemos esperar que se comporten de acuerdo a las identidades que la tradición les prescribía: por sus obras ya no les conoceremos. La conversión moderna de las personas en personajes, la pérdida de papeles, el desfondamiento de los escenarios tradicionales, el extrañamiento del atrezzo, el suspense… provocan el dictamen baudelaireano: la modernidad es la siniestra experiencia de lo humano como inhumano.

En plena cultura del simulacro -que anula la distancia entre la imagen y la realidad- y de crisis del relato y del sujeto, los objetos y los objetos huérfanos cobran, más que una apariencia, una realidad pavorosa, al sustraerse a cualquier orden de sentido precisamente por plegarse a cualquier interpretación. Los objetos están ahí, manifiestamente ahí, como los sujetos; incluso los escenarios están ahí; en realidad, lo «único» que falta es la organicidad que trababa y jerarquizaba su relación. La relación de sujeto, objeto y entorno parece ahora marcada por la simultaneidad. Simultáneamente, el concepto hace referencia al carácter accidental de la existencia. La metafísica clásica solo identificaba la sustancia. Aquello que, por su inesencialidad, no servía para diferenciar se consideraba meramente accidental. Pero Spinoza postuló que lo no idéntico podía tener sustancia, una sustancia entendida, precisamente, como un concierto de accidentes. La intimidad no se pliega al principio de identidad, no nos diferencia: de nosotros se puede predicar lo mismo que del resto y cosas diferentes en momentos diferentes, pero la coherencia de nuestras inclinaciones, de nuestros encuentros y encontronazos, define las intensidades, jerarquiza las afinidades electivas, las concierta, las afina, las hace sonar a alguien.

Síntoma.
Cuando la imagen pierde su carácter modélico en la cultura pop y adquiere su condición tautológica en la cultura del espectáculo se pierde su contenido propositivo o, al menos, dialéctico. Convertida en simulacro ya no es un instrumento para la representación del mundo sino un elemento más del mundo que certifica la imposibilidad de reconducirlo al orden de la idea. El arte se hace así sintomático: ya no es una medicina ni siquiera un diagnostico, sino una expresión manifiesta de la propia enfermedad que no cumple más servicio que el de permitir la adquisición de una conciencia anticipada de lo insoslayable.

Snobismo.
(ver esnob).

Soberanía alimentaria.
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Sostenibilidad.
Nuestro mundo adolece de intemperancia, todo se mueve, crece, prolifera, metastasía sin saber bien hacia dónde. No se puede seguir cambiando el mundo al final de la historia, lo que hace falta es interpretarlo, poner en evidencia sus contradicciones (cfr. Actuación): no existe progreso sostenible, solo estancamiento saludable. Se necesita una nueva cultura para una situación histórica novedosa: el avance hacia atrás. Tenemos que aprender a identificarnos y a reconocernos al margen del consumo, mediante el currículo emocional y su ámbito de intimidad y no mediante nuestra capacidad adquisitiva. Esa es una función cultural: hacer satisfactoria la dificultad, la detención, la dilación, la búsqueda del sentido, la relación, la formalización de la ubicación, la toma de postura, la actuación (al margen del papel que nos ofrece la sociedad de consumo).

La sostenibilidad pasa por adaptar el modo de vida al entorno y no el entorno al medio de vida.

Subjetividad.
Solemos entender la ‘subjetividad’ como algo personal, no objetivo, inconsistente; pero en realidad es un dispositivo social, un conjunto articulado de factores económicos, afectivos, culturales, etc. a los que se enganchan los individuos para reconocerse y ser reconocidos: no se es sujeto, se está sujeto en un ecosistema social. Hay que des.plegar la subjetividad, percibirla como el espacio, que desborda al individuo, donde este articula su intimidad, sus inclinaciones y dependencias.

Las prácticas de subjetivación, las formas de vida, son históricas y, por lo tanto, susceptibles de ser transformadas enfrentando las normas (reconocimiento por adaptación a la convención) con la observación de las formas: toma de conciencia de la existencia que implica tener experiencias (estructuras, conexiones, relaciones) y reflexionar sobre cómo decantan en ellas las relaciones de poder (desnaturalizar la subjetividad: problematizar sus prácticas, discutir sus formas, redefinir sus gustos…). El capitalismo se sustenta en una subjetividad (la inalienable libertad de consumo) que decanta en un sujeto consumidor.

Sublime.
Categoría favorita de la estética romántica que designa aquello que escapa a la representación, a la posibilidad del hombre de someter lo acontecido al orden de sus conceptos y categorías. En pintura se suele identificar con la materia y el color que escapa a la vocación lingüística del dibujo y la capacidad abstracta de la línea para someter la percepción al orden de lo reconocible, de lo icónico. De ahí que se identifique con frecuencia con lo abstracto (anicónico) como destrucción (o sobrepujamiento) de la representación y el reconocimiento tranquilizador.

Subvención.
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Suelo.
Es el nombre que recibe el territorio desde la óptica de su ordenación, diferenciando y regulando los distintos aprovechamientos y usos que le dan los diferentes agentes.

Sujeto.
El sujeto es la forma socialmente estructurada en la que decantan nuestras prácticas de subjetivación en función de la agencia que regula la relación con otros entes. Gramaticalmente es el sintagma nominal, requerido por el verbo (la acción), del cual la oración es una predicación. El sujeto histórico es el ente social capaz de transformar la realidad y, con ello, hacer historia: hoy, el consumidor.

En consecuencia, el sujeto, vilipendiado durante la modernidad por considerarse el sustento del voluntarismo individualista burgués, es capital en la actual coyuntura política. Su recuperación de la agencia en la determinación de las necesidades puede convertir el consumo en el que se sustenta el capitalismo en motor de cambio: el sujeto debe volver a ser el sintagma del que se predique la acción, es decir, el indicador del beneficio (bienestar) del discurso de un progreso hoy puramente inercial.

Sujeto histórico.
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Suspense.
Durante siglos la historia se concibió como un enorme flash back. Su transcurso era la proyección de un pasado anticipado desde un futuro prediseñado. El juicio final, la consumación del espíritu, la sociedad sin clases, el progreso… eran la culminación de unos acontecimientos que no tenían más sentido que el que apuntaba a tal fin (El libro de los libros empezaba por el Apocalipsis). Durante la modernidad el futuro dejó de estar escrito en las estrellas y comenzó a imaginarse como el resultado de nuestras acciones y decisiones (y no a la inversa, estas como una anticipación de aquel), lo que aumentaba el sentido de la responsabilidad, de la incertidumbre (¿responderán nuestras acciones cabalmente a un futuro que no sabemos que forma tendrá?). Las decisiones históricas no son el reflejo de un espíritu que busca consumarse a través de nuestra hipotética libertad sino la forma concreta en la que se realiza la misma, una forma que sólo podrá apreciarse retrospectivamente cuando acontezca un futuro que hoy sólo tiene la forma del “¿qué pasará?”. La historia ha dejado de estar marcada por la providencia para estarlo por el suspense, como en el cine negro o en las películas de detectives.

Sustituibilidad (de los factores).
Hipótesis básica para el desarrollo sostenible según la cual una cantidad creciente de equipamientos, conocimientos y competencias podrá sustituir a los recursos naturales y asegurar así el mantenimiento de productivismo, es decir, del crecimiento de la producción para la satisfacción de las necesidades que genera la producción. De este modo confía la solución de todos los problemas causados por el desarrollo al propio desarrollo.

Queda contradicha por la ley de la entropía (y por el jocoso proyecto de hacer una pizza gigantesca sustituyendo la harina por un mayor número de hornos y cocineros).

Tecnologías del yo.
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Tematización
Modelo de administración del territorio que promueve su conversión en lugar, pero en lugar común, favoreciendo (la legibilidad de) su imagen (su traducibilidad a souvenir). Utiliza a mayor escala los recursos conceptuales, espaciales y temporales inicialmente diseñados para los centros de condensación de ocio y consumo (centros comerciales y parques temáticos) con el fin de exportar su funcionalidad a la experiencia del territorio ‘real’.

Antaño la imagen imitaba lo (que se consideraba) real, ahora es la realidad la que se esfuerza por parecerse a la imagen. En un proceso paralelo, antaño eran los parques temáticos los que imitaban a la realidad y ahora es el territorio el que se tematiza, a menudo, tomando como tema su propio pasado. Ante la imposibilidad de heredarlo de manera orgánica (ya no vamos a misa, ni cultivamos el campo, ni hacemos la matanza) traducimos el patrimonio a imagen (quizá incapaces también de identificarnos simbólicamente con nuestros propios hábitos) y reconstruimos los ritos (procesiones, romerías) con la cuidada puesta en escena propia del parque temático.

Territorio.
Área definida bajo el dominio o control de una persona, animal, organización, institución, administración o estado.

En términos geopolíticos, define el espacio físico dominado por un grupo social. De ahí que en el periodo histórico en el que el estado nación destaca como entidad geopolítica dominante- designe el sustrato del estado. Intuitivamente entendemos que hace referencia al sustrato físico, pero dado que el estado sin territorio es una entelequia (no tiene ‘donde’ desplegar su misión jurídica o cultural), este fundamento adquiere un valor superior al mero suelo o espacio. Como tal, define las fronteras del estado, es decir, los límites de su jurisdicción (no habría estado sin frontera), pero también el espacio vital de su población y su fuente fundamental de recursos (era un rasgo característico del estado su capacidad de expropiación por causa de utilidad publica). Hoy, el enorme crecimiento de la huella ecológica, el comercio global y la privatización de los recursos ha disociado ambas variables. Aunque incluye elementos vivos implica siempre una visión humanizada del espacio (incluso o, sobre todo, cuando se protege) en la que la naturaleza desaparece como elemento ignoto o carismático que sobrepuja a la razón. Dado que es un espacio administrado constituye un sistema, es decir, una red de infraestructuras, construcciones, vías y flujos interconectados incluyendo los aprovechamientos y usos que una sociedad hace sobre el suelo, su organización económica y política. El ‘éxito conceptual’ del paisaje que le ha robado al territorio su lugar de privilegio en la investigación geográfica- tiene mucho que ver con el interés social, político y económico por superar la percepción preponderantemente administrativa del espacio prestando creciente atención a sus dimensiones simbólicas, estéticas, ética y afectivas. Pero el territorio no está en absoluto exento de estas dimensiones. El territorio es un espacio habitado que marca tiempos, define hábitos, delimita espacios físicos y mentales, cognitivos y afectivos- a partir de sistemas de representación cultural. Es una construcción social derivada tanto del ejercicio de relaciones de poder como de la ‘productividad maquínica del deseo’ que genera agenciamientos. El territorio envuelve siempre, al mismo tiempo […], una dimensión simbólica, cultural, a través de una identidad territorial atribuida por los grupos sociales, como forma de ‘control simbólico’ sobre el espacio donde viven (siendo también por tanto una forma de apropiación), y una dimensión más concreta, de carácter político disciplinar: una apropiación y ordenación del espacio como forma de dominio y disciplinamiento de los individuos (Haesbaert, 2004: 93-94).

Textualidad.
A diferencia de la obra (un artefacto concreto, un cuadro, un libro, una escultura, un discurso) el texto (ese mismo artefacto ‘puesto en obra’) define un campo de relaciones que sólo se concreta en el acto de su producción. La lectura del texto (en términos filológicos o hermenéuticos) no persigue un significado que lo clausure (lo resuelva): el texto permanece en el orden del significante y su interpretación (en el sentido musical) dilata el significado descubriendo o estableciendo conexiones y desconexiones con otros significantes con los que hace juego. El sentido del texto depende de su intertextualidad pues funciona como entre-textos, entretejido en una red que disemina, dilata y contamina el significado. El texto tiene una estructura, pero no como la de un edificio (que reparte las cargas de manera jerárquica) sino como la de un átomo (en la que la incertidumbre define ámbitos de probabilidad).

El lector ejecuta (como un intérprete y como un asesino) el texto al jugar con él y así inscribe en él una diferencia que define la paradoja de que el texto sólo pueda ser él mismo en su diferencia (diferición). Las citas, referencias y ecos que caracterizan su estereofonía y polifonía no pueden inscribirse filológicamente en el ámbito jerárquico de las influencias y las filiaciones que sigue obsesionado por la paternidad y la autoridad (los derechos de autor en los que se refugia en última instancia la expectativa de superar la inestabilidad semántica y encontrar el sentido concluyente). El texto no es el producto (de la intención expresa) del autor, más bien al contrario, entendemos al autor (como alguien y no más bien nadie-, como tal autor, como existencia con contenido) a resultas de su obra, su bio.grafía es, como no podría se de otro modo, de papel, un texto ejecutado por sus lectores. No se trata de invertir la jerarquía entre escritura y lectura sino de poner de manifiesto su correlación: la obra puede ser objeto de consumo, el texto sólo lo puede serlo de co.participación, de trueque. La expectativa del consumo cultural es responsable del tedio que produce el arte moderno: el espectador permanece a la escucha y se aburre porque es incapaz de re.producirlo, de ponerlo en juego, no entiende que el texto no le trasmite una experiencia clausurada sino una posibilidad de relación, que el placer del texto no se cifra en el consumo sino en la reescritura, en el juego. Porque la interpretación del texto es un discurso, es decir, otro texto, un trabajo textual: la teoría del texto coincide así con la práctica de la escritura. La utopía política del texto radica en el hecho de que hace trasparentes mnemotécnicamente las relaciones lingüísticas y genera un espacio de relaciones no jerárquicas donde el sentido surge de la coparticipación y la corresponsabilidad.

Transdisciplinariedad.
Para los modernistas la autonomía de la experiencia estética sólo podía garantizarse en el ámbito genérico de cada una de las artes. Sólo la salvaguarda de su criterio de calidad específico podía mantenerse al margen del debate coyuntural y de la ‘literaturización’ del arte. Todo lo que quedaba entre las diversas disciplinas era teatro. La apuesta por la transdisciplinariedad indica una opción por la heteronomía del arte que se pertrecha de herramientas heterogéneas para dar cuenta de una realidad multiforme.

Turismo.
Forma del viajar, habitar y conocer que ofrece la industria del ocio, desvinculada, por ende, de la experiencia.

Urbanalización.
Término con el que Francesc Muñoz designa la homogeneidad morfológica apreciable en espacios diferentes que hace pensar en la construcción clónica por medio de ‘corta y pega’.

Valor biográfico.
Ricoeur y Bajtin conceden “valor biográfico” al fenómeno especular por el que el relato de vida da forma no sólo a la del autor, sino a la del lector y, por elevación, a la vida misma.

Vanguardismo.
Actitud progresista de repulsa al elitismo excluyente y jerárquico de la alta cultura que aboga por un proyecto transformador radical basado en la no segregación (propia, a su juicio, de la mentalidad burguesa) del arte y la vida (“vida” señalaba un metaproyecto más allá de la historia o, en términos marxistas, de la prehistoria, pero en todo caso caso, de las servidumbres con la política reformista o la narratividad biográfica). Plenamente moderno, este movimiento comparte con el espíritu de su época, por una parte, su convicción de la que legitimidad de los actos no puede hallarse, como en la cultura premoderna de la imitación, en el pasado sino en un futuro y, por otra, su historicismo. Expulsados los dioses el escenario de una historia que continuó leyéndose en clave teleológica, el progreso se convirtió en el nuevo telos. Dada su incontrovertible conveniencia (el progreso es un metavalor) la vanguardia no se vio en la necesidad de definir sus contenidos positivos y proposititos, bastaba con que renegara del pasado, con que soltará el lastre de sus viejos hábitos (académicos) para favorecer de ese modo el avance hacia un futuro que se daba por sentado que sería de plenitud. El arte es histórico y la historia (para el historicismo) irreversible, su motor (tanto para marxistas como para capitalistas) es la economía, que determina la superestructura cultural, de ahí la tendencia del vanguardismo a renunciar a la autonomía del arte y proponerse como instrumento de la vanguardia política, de la que nace su legitimidad. Marcado por el ataque de mala conciencia que sufrió Marx al redactar su undécima tesis sobre Feuerbach (el filósofo no debe interpretar el mundo sino trasformarlo), el vanguardismo no persigue la (adquisición de) conciencia ni la (capacidad de) interpretación, sino la transformación in.mediata de la vida.

A pesar de sus pesares, el vanguardismo es un producto de la sociedad burguesa: la exigencia revolucionaria de validar los méritos personales no en virtud del pasado (el linaje) sino del futuro (la emprendeduría) obligó al arte a demostrar una pertinencia histórica que durante siglos estuvo vinculada precisamente a la exaltación de los modelos del pasado y el sostenimiento de la tradicional cultura de la imitación. El arte se vio en la obligación de orientarse hacia el progreso con la mezcla de fe y mala conciencia propia del converso y, para ello, tuvo que negarse a sí mismo. Esta nueva connivencia con el poder, ahora burgués, disfrazada de adecuación al espíritu de los tiempos, no hizo más que aumentar la mala conciencia. De ahí que en el vanguardismo conviva una absoluta concomitancia con el capitalismo (progresismo, activismo, vitalismo, infantilismo, tecnologísmo, utilitarismo, performatividad, movilidad, rencor hacia la cultura…) con una crítica frontal al modo de vida de sus padres fundadores (la mentalidad puritana). De ahí también su mezcla de nihilismo y optimismo, el peterpanismo de su metafísica de la radicalidad al margen de toda responsabilidad con la política real (propia de reformistas traidores). Sus bestias negras son el (pequeño)burgués y su institución arte, la obra orgánica, la mímesis y, en consecuencia, la referencialidad. Apuesta, en virtud de su progresismo, por el maquinismo y la tecnoidolatría: se pone el mono y se alinea con el trabajador para actuar a favor de la expansión de las fuerzas productivas, que identifica en su campo de acción con la reproductivilidad y el montaje que, además, destruyen el aura y la organicidad de la obra de arte (en consecuencia, las expectativas de gratificación del espectador enajenado) a favor de una percepción activa pero distraída (propia de la chocante mirada urbana) capaz de poner dialécticamente en relación fragmentos insignificantes (aún no significados por el canon elitista de la alta cultura erudita). Su disposición antiartística define su propensión a lo chocante, no a través de la complejidad sino del gamberrismo (su objetivo era epatar al burgués, no humillarlo por su incultura) anticanónico (también respecto a los cánones de la superioridad moral del modernismo), que confía en que la alteración de los modos de percepción implique también un cambio de los hábitos de vida. De ahí su fe en las acciones estupefacientes. Propone un arte voluptuoso para una vida voluptuosa.

Verdad.
Hace referencia la relación incontrovertible entre una palabra y la cosa que designa. La critica postmoderna a la representación desvela el carácter ideológico de esa convicción (no por ello menos operativa), por lo que pasa a denominar verdad al sistema de pensamiento (episteme) que permiten distinguir en una circunstancia histórica lo verdadero y lo falso.

Viabilidad.
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Viaje.
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Vida buena.
La buena vida resulta de hacer coincidir lo que pasa con lo que nos gustaría que pasara, con lo que deseamos. Se admite que esta coincidencia terrenal de ser y deber ser (que la metafísica llama reconciliación y sitúa antes (en la Arcadia o el Paraíso) o después (en la Gloria) de la existencia produce felicidad. Dada su incompatibilidad con “el valle de lárimas” se obtiene a través de la pérdida de conciencia: desear (conformarnos con) lo que tenemos. La vida buena es una vida ética, y por lo tanto, infeliz, porque la ética designa el conflicto entre el ser y el deber. La vida ética es una vida terrenal, y la vida terrenal es la antesala de la muerte. La vida es agonía, agonística, en el sentido literal de lucha. El arte, como actividad, no puede estar del lado de la buena vida, sencillamente porque el arte no es nada más que un juego en el que reducimos posibilidades infinitas a un número limitado de decisiones solo por el placer de ponernos límites, un juego en el que nos podemos hacer trampas pero no nos las hacemos por el placer de tomar consciencia de que engañarnos a nosotros mismos es una manera absurda de acabar con el juego y el juego es lo único que merece la pena: esa tensión agonística entre lo que es y lo que queremos. El arte en el Paraíso o en la Arcadia está realizado, de ahí el carácter utópico de la reconciliación del arte y la vida, si la vida fuera feliz la existencia entera sería estética y el arte se disolvería. Y, con él, la conciencia y la capacidad de decisión, el juego y la lucha que dan sentido a la vida.

Vida.
La vida es alimentarse de entropía negativa, una lucha dramática por evitar la estabilidad creando organismos terriblemente inestables pues necesitan energía exterior para evitar el desorden. Por eso se mueren apenas en cuanto consiguen reproducirse, es decir, ceder el testigo en la agotadora lucha contra la entropía. Vivir es retrasar lo inevitable, una tarea que sería insoportable eternamente, pero que afortunadamente llevamos a cabo por turnos cortos. El ser humano ha separado vida y reproducción porque ha inventado la vida consciente: no sólo lucha trágicamente contra el desorden sino que sabe que lo hace y encuentra en ello su realización.

Zombis.
Vivimos en la época ‘post’. A falta de caracterizaciones positivas y propositivas todo se define por la negación de algo que, a través de esta referencia, recobra su razón de ser. De ahí que el panorama intelectual se encuentre lleno de muertos vivientes, ‘cuerpos sin órganos’, en los que sólo el envoltorio superficial retiene un contenido desestructurado, que vagan sin rumbo definido por un tiempo que ya no es el suyo. Esa versión capitidisminuida y errática de entes otrora peligrosamente vivos el burgués, la cultura, el humanismo, la modernidad, la pintura…- pueda quizá permitirnos reconsiderar sus aspectos positivos sin nostalgia (los muertos no nos abandonan) ni prepotencia (han perdido su rostro apolíneo).

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Ramón Salas Lamamié de Clairac
Facultad de Arte y Humanidades
(sección de Bellas Artes)
Universidad de La Laguna
38200 Santa Cruz de Tenerife, España
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Edf. Bellas Artes
Despacho 85
Tlf. +34 922 319 751

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